El Invencible Stanislav Lem El Invencible, un poderoso crucero estelar, llega al planeta Regis III con la misión de investigar las causas de la extraña desaparición de uno de sus gemelos, El Cóndor. Página a página Lem describe con detalle el árido entorno de Regis III, el tenso ambiente que se vive en la expedición, el desazonador encuentro de los restos de El Cóndor, y la progresiva resolución del misterio... Stanislav Lem El Invencible Título original: Niezwyciężony Año de publicación: 1964 Editorial: Minotauro Traducción: M. Horne y F. A. Edición: 1986 ISBN: 978-84-450-7062-8 La lluvia negra El Invencible, crucero de segunda clase — la mayor de las naves con que contaba la base de la constelación de Lira —, surcaba el cuadrante más exterior de esa región del universo. En el túnel de hibernación del puente principal dormían los ochenta y tres tripulantes de la nave. Como la travesía era relativamente corta, no se había recurrido a la hibernación total sino a un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no bajaba nunca de los diez grados. En la cabina de comando solamente los autómatas estaban activos. Ante ellos, sobre el retículo del visor, se reflejaba el disco de un sol no mucho más cálido que una estrella enana roja. Cuando la circunferencia ocupó la mitad de la pantalla, el reactor dejó de funcionar. Una pesada quietud reinó de pronto en toda la nave. Los climatizadores y las computadoras trabajaban en silencio. La tenue vibración que acompañara la emisión del haz luminoso había cesado también. El torrente de luz, como una espada infinitamente larga hundida en la oscuridad, había impulsado a la nave en la inmensidad del espacio. El Invencible se desplazaba ahora a una velocidad uniforme, inerte, mudo y aparentemente vacío. Luego, poco a poco, unas luces diminutas empezaron a enviarse guiñadas de consola a consola, envueltas en el purpúreo resplandor del sol distante que asomaba en la Pantalla central. Las cintas magnéticas se pusieron en movimiento. Los programas se deslizaron lentamente en las ranuras de alimentación de una serie de aparatos, los transformadores chisporrotearon y la corriente llegó a los circuitos con un zumbido que nadie oyó. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de los aceites lubricantes solidificados desde hacía mucho tiempo, se pusieron en marcha con un agudo gemido. Las barras de cadmio emergieron de los reactores auxiliares, las bombas magnéticas inyectaron una solución de sodio líquido en la serpentina del enfriador. Un estremecimiento recorrió la popa, y en el interior del casco se oyeron crujidos y cuchicheos, como si una multitud de animales diminutos retozaran en él, arañando las paredes metálicas con pequeñas garras afiladas: los robots reparadores habían iniciado su larga ronda para verificar el estado de cada soldadura, la hermeticidad del casco, la integridad de las estructuras metálicas. La nave toda volvía a la vida, se poblaba de murmullos y movimientos: despertaba. Sólo la tripulación dormía aún. Por último, un autómata programado transmitió una señal al tablero de comando en el túnel de hibernación. Un gas despertador se mezcló al aire frío. Desde las rejillas de ventilación del piso y entre las hileras de cuchetas, sopló un viento templado. No obstante, no parecía que los hombres tuvieran ganas de despertar. Algunos agitaron los brazos; el vacío de aquel sueño helado se pobló de delirios y pesadillas. Por fin uno, el primero, abrió los ojos. La nave estaba preparada desde hacía varios minutos: el blanquísimo resplandor del día artificial había disipado la oscuridad en los largos pasillos, en los pozos de los ascensores, en las cabinas, en el puesto de comando, en las cámaras de aire. Y mientras el túnel de hibernación se poblaba de rumores, de suspiros y gemidos involuntarios, la nave misma, impaciente, como si no hubiese podido esperar el despertar de los tripulantes, iniciaba la maniobra preliminar de desaceleración. La pantalla central reflejó las estrías de fuego de la proa. Una violenta sacudida turbó la inercia aparente de la nave. Las dieciocho mil toneladas de El Invencible, acrecentadas por la enorme velocidad inicial, se comprimieron bajo el impacto de la inmensa fuerza de retropropulsión de los reactores de proa. En las cámaras cartográficas trepidaron los mapas herméticamente enrollados. Aquí y allá, los objetos sueltos se desplazaron de un lado a otro, como en una danza. Parecía como si de pronto las cosas inanimadas hubiesen cobrado vida. En las cantinas, la vajilla se entrechocaba, repiqueteando. Los respaldos de los sillones vacíos de goma-espuma se inclinaron hacia atrás; las correas y los cables murales de los puentes oscilaron sacudiéndose. Un confuso ruido de vidrios, chapas, láminas plásticas cruzó como una ráfaga por toda la nave, de la proa a la popa. Y desde la cámara de hibernación llegó un murmullo de voces humanas; luego de siete meses de sueño, los hombres de la tripulación renacían a la vida. La nave seguía perdiendo velocidad. En las pantallas, el planeta ocultaba las estrellas, envuelto en la lana rojiza de las nubes. El espejo convexo del océano que reflejaba el sol, se acercaba cada vez más lentamente. Un continente gris oscuro, perforado por cráteres, apareció de pronto. Desde sus puestos, los hombres nada veían. Abajo, en las profundidades, en las titánicas entrañas del propulsor, crecía un aullido sofocado. Una nube, atrapada en el rayo de desaceleración, se iluminó fugazmente con el brillo inquieto del mercurio. El rugido de los motores se multiplicó por un instante. El disco rojizo se acható para convertirse en suelo. Se veían ya las líneas curvas de las dunas, azotadas por el viento; regueros de lava que se abrían como los rayos de una rueda desde el cráter más próximo. Las toberas del cohete vibraron bajo la acción del calor reflejo, más intenso que el calor del sol. — Toda la potencia en el eje. Impulso estático. Ya era visible el sitio donde, soplando verticalmente hacia abajo, el rayo retropropulsor golpeaba el suelo. Una nube de arena roja se levantó en la superficie. Unos relámpagos violetas partieron de la popa, aparentemente silenciosos; los atronadores rugidos de los gases apagaban las detonaciones. La diferencia de potencial se atenuó gradualmente, y los relámpagos fueron desapareciendo. El tabique de un compartimiento se puso a gemir, el comandante se lo señaló con un gesto al ingeniero jefe: resonancia, habrá que suprimirla.. Pero nadie pronunció una palabra; los transmisores aullaban y la nave descendía serenamente, como una montaña de acero suspendida de hilos invisibles. — Potencia media en el eje. Ligero impulso estático. En ondas concéntricas, como las olas de un océano, las humeantes láminas de la arena del desierto corrían en todas direcciones. El epicentro, tocado desde cerca por la llama densa de los escapes, había dejado de humear. La arena transformada en un espejo rojo, en un estanque burbujeante de sílice fundido, se evaporó en una columna de explosiones atronadoras. Desnuda como un hueso, la roca basáltica del planeta comenzó a ablandarse. — Bajar los reactores. Impulso en frío. Las agujas se desplazaron perezosamente hacia un nuevo sector del cuadrante. La nave, que parecía un volcán invertido en erupción, permaneció suspendida a medio kilómetro de la escarpada superficie de arrecifes rocosos, hundidos en la arena — Plena potencia en el eje. Reducir impulso estático. El resplandor azul del fuego atómico se extinguió. De las toberas brotaron repentinamente los haces cónicos de los boranos; en un instante, un verde espectral tiñó el desierto, las paredes de los cráteres rocosos, y las nubes que flotaban en el cielo. La plataforma basáltica sobre la que iría a posarse la enorme popa de El Invencible ya no se fundida. — Reactores en cero. Descenso en frío. Los corazones de todos los hombres se aceleraron, los ojos observaron los instrumentos, los puños se crisparon apretando unas palmas húmedas. Aquellas palabras sacramentales significaban que ya no habría retorno, que pronto estarían pisando tierra firme. Aunque no fuera nada más que la arena de un planeta desértico; al menos allí habría aurora y crepúsculo, habría horizonte y nubes y viento. — Aterrizaje puntual en el nadir. El gemido incesante de las turbinas llenaba la nave. Un haz cónico de luz verde unió el casco a la humeante superficie rocosa. En los puentes centrales, nubes de arena oscurecieron los periscopios; en las pantallas de radar de la cabina de comando, los contornos del paisaje aparecían y desaparecían como bajo la enloquecida furia de un tifón. — Cerrar los contactos. El fuego comprimido crepitaba bajo la popa, aplastado milímetro a milímetro bajo el peso de la astronave en descenso el infierno verde proyectaba unas lenguas que se hundían en las nubes de arena. El espacio que separaba a la popa de la ardiente roca de basalto parecía ahora un lagarto, una estría de fuego verde. — Cero cero. Detener todos los motores. Una campanilla. Un golpe, sólo uno, como si UN gigantesco corazón hubiera estallado. El cohete se había detenido. El ingeniero jefe, de pie, aferraba con ambas manos las palancas de los reactores de emergencia, como temiendo que la roca cediera. Todos esperaban. La aguja del segundero avanzaba con un enervante ritmo de insecto. El comandante observó un instante el indicador de la vertical: la lucecita plateada no se apartaba del Cero rojo. Todos guardaban silencio. Las toberas enrojecidas empezaron a contraerse, emitiendo unos gemidos roncos. La nube rojiza, levantada a centenares de metros de altura, descendió lentamente. La nariz achatada de la nave apareció primero; luego los flancos chamuscados por la fricción de la atmósfera, ahora del color de la milenaria roca basáltica. El torbellino de arenas rojizas seguía girando alrededor de la popa, pero la nave ya no se movía, como si se hubiese transformado en una parte del planeta y girase junto con él, con un movimiento lánguido que parecía proseguir ininterrumpidamente desde hacía muchos siglos, bajo un cielo violeta tachonado de estrellas brillantes, que sólo se oscurecían en las cercanías del sol rojo. — ¿Procedimiento normal? El astronauta, inclinado sobre el libro de bitácora, donde acababa de inscribir en el centro de una página la hora exacta del descenso, junto al nombre del planeta — Regis III —, alzó los ojos. — No, Rohan. Comenzaremos por el tercer grado. Rohan trató de no mostrarse sorprendido. — Bueno. Sin embargo… — agregó con la familiaridad que algunas veces Horpach le toleraba- preferiría no ser yo quien tenga que decírselo a los hombres. El astronauta no respondió, y tomando del brazo al oficial lo llevó hasta la pantalla encendida, como si ésta fuera una ventana. En la arena desplazada hacia ambos lados por el viento del aterrizaje había ahora una depresión chata, circundada por un anillo de móviles dunas. Desde una altura de dieciocho pisos, y a través de la superficie tricromática del ojo estereoscópico, que transmitía un cuadro fiel del mundo exterior, los dos hombres observaron el cono del cráter que se elevaba unos cinco kilómetros. La vertiente occidental desaparecía detrás del horizonte. Sobre la ladera oriental, agrietada y escarpada, se amontonaban unas sombras impenetrables. Los anchos regueros basálticos corrían a través de la arena como ríos de sangre coagulada. Una estrella brillante resplandecía en el cielo, casi en el borde superior de la pantalla estereoscópica. El cataclismo provocado por el descenso de El Invencible ya se había calmado; el viento del desierto, esa violenta masa de aire que circulaba sin cesar desde las zonas ecuatoriales hasta los polos del planeta, agitaba ya las primeras lenguas de arena bajo la popa de la nave, como empeñado en restañar pacientemente la herida infligida por el fuego de las pilas. El astronauta conectó la red de micrófonos exteriores y un aullido lejano y estridente se sumó al chasquido de las ráfagas de arena que azotaban la nave y llenó el vasto espacio de la cabina de mando. Al cabo de un momento el astronauta interrumpió el contacto. — Bueno — dijo con deliberada lentitud —. Pero El Cóndor nunca volvió, Rohan. El otro apretó las mandíbulas. No quería discutir. Aunque había recorrido muchos parsecs con el comandante, nunca se había desarrollado entre ellos una amistad. ¿Acaso la diferencia de edad era demasiado grande? ¿O los peligros compartidos demasiado insignificantes? ¡Qué intransigente era ese hombre de cabellos casi tan blancos como su uniforme! Cien hombres o poco menos aguardaban silenciosos en sus puestos; el intenso trabajo que precediera a las últimas maniobras, las trescientas horas de desaceleración de la energía cinética acumulada en cada átomo de El Invencible, la puesta en órbita y el descenso, todo eso había sido obra de ellos: cerca de cien hombres que desde hacía meses no escuchaban el rumor del viento y que habían aprendido a odiar el vacío como sólo puede odiarlo aquel que lo conoce. Pero el comandante no pensaba por cierto en todo eso. Cruzó con paso lento la cabina, y apoyándose en el respaldo de su sillón masculló en voz baja: — No sabemos qué encontraremos aquí, Rohan. — Y en seguida, bruscamente:- Y ahora, ¿qué espera? Rohan se acercó con paso vivo al tablero de control, conectó los intercomunicadores y con voz temblorosa gritó — ¡Atención, todos los niveles! Maniobra de descenso concluida. Procedimiento terrestre, tercer grado. Puente número ocho: preparar los ergo-robots. Puente número nueve: encender los reactores blindados. Técnicos de protección: a vuestros puestos. El resto de la tripulación a los puestos habituales. Nada más. Mientras hablaba, mirando el ojo del amplificador, que vibraba de acuerdo con las modulaciones vocales, le pareció ver los rostros de los hombres alzándose hacia los altoparlantes, paralizados de estupefacción o de fría cólera. Ahora que habían entendido al fin, se oirían las primeras maldiciones. — Procedimiento de tercer grado en marcha, comandante — dijo, sin mirar al anciano. El otro lo observó de soslayo, esbozando una vaga sonrisa. — Esto no es más que el comienzo, Rohan. Quizá haya todavía largas caminatas a la hora del crepúsculo. Quién sabe… De un pequeño armario empotrado sacó un libro largo y estrecho, lo abrió, y poniéndolo sobre la blanca consola erizada de manivelas se volvió a Rohan: — ¿Leyó esto? — Sí. — La última señal registrada del hipertransmisor fue captada hace más de un año por la sonda de baja altura de la base. — Conozco el texto de memoria: «Aterrizaje en Regis III concluido. Planeta desértico del tipo subDelta 92. Bajamos a tierra siguiendo el procedimiento número dos, en la zona ecuatorial del continente Evana.» — Sí, pero esa no fue la última señal. — Lo sé, comandante. Cuarenta horas más tarde, el hipertransmisor registró una serie de señales que parecían en Morse, pero que no tenían sentido, y luego un rumor de voces extrañas, que se repitió varias veces. Haertel las describió como «maullidos de un gato al que tiran de la cola». — Sí… — respondió el astronauta, pero era evidente que ya no escuchaba. Estaba otra vez de pie, frente a la pantalla. En el borde inferior del campo visual, junto a la pared vertical de la nave, se veía la rampa por la que se deslizaban, a intervalos regulares, los ergo-robots, mecanismos de veinte toneladas recubiertos de un blindaje ignífugo de siliconas. Ya cerca del suelo, las corazas se abrían y levantaban, aumentando la envergadura de las máquinas; al salir del plano inclinado, pese a hundirse profundamente en la arena, avanzaban con paso firme, desplazando la duna que el viento había formado ya alrededor de El Invencible. Se encaminaban alternativamente a la derecha y a la izquierda; al cabo de diez minutos, el perímetro de la astronave estaba rodeado por una cadena de tortugas metálicas. Inmovilizándose, cada ergo-robot comenzó a enterrarse metódicamente en la arena hasta desaparecer; ahora, sólo unas pequeñas manchas brillantes, regularmente dispuestas sobre las pendientes rojizas de la duna, indicaban los sitios de donde emergían las cúpulas de los emisores Dirac. Tapizado de espuma de plástico, el suelo metálico de la cabina de comando trepidó bajo los pies de los dos hombres. Un leve estremecimiento fugaz como un relámpago, pero perceptible, les recorrió los cuerpos contrayéndoles un instante los músculos de las mandíbulas. En seguida, la escena que contemplaban pareció enturbiarse. Renació el silencio, turbado tan sólo por el zumbido lejano que venía de los puentes inferiores, donde acababan de poner los motores en marcha. El desierto, los escombros negro-rojizos de las rocas. las olas de arena que rompían lentamente una tras de otra, reaparecieron en las pantallas, y todo volvió a ser como antes; pero por encima de El Invencible se había cerrado la cúpula invisible de un campo de fuerza que impedía todo acercamiento. Sobre la rampa aparecieron entonces cangrejos metálicos cuyas antenas, semejantes a las aspas de un molino de viento, giraban, ora a la izquierda ora a la derecha. Los inforobots, aunque de mayor tamaño que los emisores de campo, tenían el tronco aplanado y se desplazaban sobre zancos metálicos curvos. Hundiéndose rápidamente en la arena, y extrayendo como a desgano las largas extremidades, los artrópodos de metal se separaron y se colocaron entre los ergorobots. A medida que los dispositivos de seguridad empezaban a funcionar, en la opaca superficie del tablero de la consola central se encendieron unas luces diminutas. Un resplandor verdoso bañó las esferas de los instrumentos contadores de impulsos, como si varias decenas de luminosos ojos gatunos se clavaran de pronto en los dos hombres. Las agujas de todos los cuadrantes apuntaban al cero. Nada intentaba atravesar el muro invisible del campo de fuerza. Sólo una aguja, la del tablero de la energía eléctrica, trepaba sin pausa hasta más allá de la línea roja de los megavatios. — Bajaré a comer un bocado, Rohan. Dejo a su cargo por un rato la conducción del programa — dijo Horpach cansadamente, retirándose de la pantalla. Control remoto? — Puede enviar a alguien.. o ir usted mismo, si lo prefiere — dijo Horpach mientras abría la puerta corrediza y abandonaba la cabina. Durante un instante Rohan distinguió aún el perfil del astronauta a la luz tenue del ascensor que descendía en silencio, Observó los cuadrantes del tablero. Cero. En realidad, pensó para sus adentros, hubiéramos tenido que comenzar por la fotogrametría. Circundar el planeta el tiempo suficiente como para tener una serie completa de fotos. Quizá de esa manera hubieran descubierto algo. Las observaciones visuales, efectuadas mientras se encontraban en órbita, no servían de mucho. Un continente no era como un mar, y un marinero encaramado en la cofa no era lo mismo que un grupo de observadores provistos de largavistas. Pero por otra parte, obtener fotografías completas les habría llevado todo un mes. El ascensor volvió a subir. Rohan entró y bajó al sexto nivel. Una multitud de tripulantes se apiñaba en la plataforma, frente a la cámara de aire. Nada tenían que hacer allí, pues las cuatro señales que anunciaban la comida principal se repetían incesantemente desde hacía más de un cuarto de hora. Los hombres de la plataforma se apartaron para abrir paso a Rohan. — Jordan y Blank, vengan conmigo. — ¿Escafandras, oficial? — No, sólo máscaras de oxígeno. Y un robot. Lo mejor sería llevar un arctano, para que no se hunda en esa maldita arena. Y todos ustedes, ¿qué hacen aquí? ¿Han perdido el apetito? — Nos gustaría salir a dar una vuelta. — ¿Por qué no podemos bajar? — Un rato aunque más no fuera. Todos hablaban al mismo tiempo. — Calma, muchachos, serenidad. Ya llegará la hora de salir a explorar. Por el momento, aplicaremos el procedimiento terrestre, tercer grado. Los hombres se dispersaron a regañadientes. Entretanto, un montacargas había traído un robot que les llevaba por lo menos una cabeza a los más altos de los hombres. Jordan y Blank, provistos ya de las máscaras de oxígeno, regresaban montados en una carretilla eléctrica. Rohan los esperaba recostado contra la barandilla; ahora que la nave espacial descansaba sobre la popa, el corredor se había transformado en un pozo vertical que descendía hasta la primera sala de máquinas. Rohan sentía arriba y abajo la presencia de las vastas cubiertas metálicas de la nave; en algún lugar, en las entrañas de El Invencible, las correas de transmisión trabajaban en silencio. Alcanzaba a oír el chapotea amortiguado del agua que circulaba por los canales hidráulicos, y desde el fondo del pozo de cuarenta metros, y a intervalos regulares, subían unas bocanadas de aire fresco, purificado, enviadas por los climatizadores de la sala de máquinas. Los dos hombres que custodiaban la cámara de aire les abrieron la puerta. Rohan, obedeciendo a un antiguo reflejo, verificó la disposición de las correas y la adherencia de las máscaras. Jordan y Blank entraron detrás, seguidos por el robot, cuyos pasos rechinaron sordamente sobre la chapa de acero. Con un silbido exasperante e interminable, el aire penetró violentamente en la cámara. La escotilla exterior se abrió de golpe, y vieron, cuatro pisos más abajo, la rampa de los robots. Un pequeño ascensor, previamente separado del casco de la nave, y cuya cabina era una especie de jaula metálica, estaba aguardándolos. Entraron en el ascensor y bajaron hasta la cresta de la duna de arena. El aire exterior, que penetraba por entre los barrotes de la jaula, era apenas más fresco que el que se respiraba dentro de la nave. Cuando pisaron la plataforma, se soltaron los frenos magnéticos, y los hombres descendieron lentamente los once pisos, pasando frente a todas las secciones del casco, una tras otra. Rohan verificaba mecánicamente el estado de los diferentes sectores. No siempre tiene uno la oportunidad de examinar la nave por fuera, pensó, y nunca más de cerca que desde la cala de carena. Ha soportado muchos avatares, se dijo, observando las estrías del casco producidas por el impacto de los meteoritos. De tanto en tanto, las chapas aparecían deslustradas, como corroídas por un ácido poderoso. El ascensor llegó a destino y se posó levemente sobre la arena acumulada por el viento. Los hombres saltaron a tierra y se hundieron en la arena hasta más arriba de las rodillas. Sólo el robot, dotado de enormes y absurdos pies planos, concebidos para recorrer grandes extensiones nevadas, se desplazaba con un curioso pero firme paso de ganso. Rohan le dio orden de detenerse, mientras él y los dos hombres se dedicaban a examinar atentamente todos los orificios accesibles de las toberas de popa. — No les vendría mal una pequeña limpieza — dijo —. Necesitan una purga de aire y una buena mano de barniz. Cuando salieron de debajo de la popa, observó la sombra gigantesca que proyectaba la astronave. Semejante a un ancho y oscuro camino, se extendía a través de las dunas bañadas por la luz del sol poniente. La perfecta regularidad de las ondulaciones de la arena creaba una extraña atmósfera de calma. Una sombra azulada oscurecía las depresiones, y los rosados resplandores del crepúsculo iluminaban las crestas. Esos matices cálidos y suaves le recordaron las delicadas tonalidades de un libro de imágenes que solía contemplar en su infancia. Sin embargo, la dulzura de aquel fulgor rosado y amarillo era engañosa. Alzó lentamente los ojos y miró las dunas, una tras otra, descubriendo los matices cambiantes de la luz, un rojo cereza ardiente que viraba al grana en la lejanía, entrecortado por bruscos conos de sombra negra. Y más allá, en el horizonte, envueltas en la monotonía de un gris amarillento, las dunas circundaban las cimas amenazantes de las desnudas rocas volcánicas. Mientras Rohan, inmóvil, contemplaba el paisaje, los dos hombres, sin prisa, con movimientos que eran ya automáticos al cabo de tantos años de práctica, efectuaban las mediciones rutinarias, recogían en pequeñas cajas muestras del aire, la arena y las rocas, y con la ayuda de una sonda portátil (cuya caja era llevada por el arctano) medían la radiactividad del suelo. Rohan no prestaba atención a las actividades que desplegaban los hombres. La máscara de oxígeno sólo le cubría la nariz y la boca. Se había quitado el liviano casco de protección y tenía los ojos y la cabeza al aire libre. Sentía que el viento le despeinaba los cabellos; los granos de arena se le posaban delicadamente sobre la cara y se le deslizaban con un cosquilleo entre los rebordes plásticos de la máscara y las mejillas. Los anchos pantalones del traje del espacio restallaban sacudidos por el viento. El disco del sol, agigantado, y que ahora podía mirar fijamente un instante, empezaba a ocultarse detrás del cohete. El viento silbaba, obstinado. Como el campo de fuerza que envolvía la nave no impedía la libre circulación de los gases, Rohan no alcanzaba a distinguir dónde se alzaba, por encima de la arena, aquella muralla invisible. El espacio inmenso que se extendía alrededor estaba muerto, como si ningún hombre hubiese puesto allí el pie, como si no hubiera sido este el planeta que había devorado a una nave tan grande como El Invencible, junto con ochenta tripulantes; un enorme crucero del espacio, experimentado, que podía desarrollar en una fracción de segundo una potencia de varios millones de kilovatios, de transformarla en un campo energético que ningún cuerpo material podría atravesar, de concentrarla en rayos destructores a la temperatura de una estrella incandescente y capaces de reducir a cenizas una cadena de montañas o de secar océanos enteros. Y sin embargo, aquí había perecido ese organismo de acero construido en la Tierra, fruto de varios siglos de expansión tecnológica, sin dejar ningún rastro, sin haber lanzado un S.O.S., como si se hubiese desvanecido en ese desierto gris y rojo. ¡Y todo el continente tiene el mismo aspecto! pensó Roban. Recordaba muy bien lo que viera a la distancia: los interminables boquetes de los cráteres, las encaradas vertientes; el único movimiento que jamás se interrumpía era la carrera lenta, incesante de las nubes, arrastrando sombras a través del interminable desierto de dunas. Actividad? — preguntó, sin volverse. — Cero, cero dos — respondió Jordan; de rodillas en el suelo, se puso lentamente de pie. Tenía las mejillas encendidas, los ojos brillantes. La máscara de oxígeno le desfiguraba la voz. Prácticamente, menos que nada, pensó Rohan. Por otro lado, no era posible que los tripulantes de El Cóndor hubiesen muerto a causa de una negligencia tan burda. Aunque nadie se hubiese preocupado por efectuar los controles de rutina, los detectores automáticos habrían dado la alarma. — Azoe, setenta y ocho por ciento; argón, dos por ciento; anhídrido carbónico, cero; metano, cuatro por ciento; el resto es oxígeno. — ¿Dieciséis por ciento de oxígeno? ¿Está seguro? — No hay posibilidad de error. — ¿Radiactividad del aire? — Prácticamente nula. Era extraño que hubiese tanto oxígeno. Rohan estaba perplejo. Se aproximó al robot, que le tendió inmediatamente el estuche de instrumentos. Quizá hayan intentado prescindir de las máscaras de oxígeno, se dijo, lo que era obviamente absurdo. De tanto en tanto, sí, algún hombre, más consumido que los otros por el deseo de volver a la Tierra, se quitaba la máscara pese a las prohibiciones, pues la atmósfera parecía tan pura, tan fresca… y moría asfixiado. Esto habría podido sucederle a uno, acaso a dos hombres a lo sumo. — ¿Han terminado con todo? — preguntó. — Sí. — Vuelvan a la nave, entonces. — ¿Y usted, oficial? — Yo me quedaré un rato más. Vuelvan a la nave — repitió Rohan con impaciencia. Quería estar solo. Blank se echó al hombro la correa que sujetaba las asas de los recipientes; Jordan le tendió la sonda al robot, y los dos se marcharon arrastrando penosamente los pies, seguidos por el arctano que parecía un hombre disfrazado. Rohan se encaminó a la duna más próxima. Ya allí alcanzó a ver, emergiendo de la arena, un orificio de boca ensanchada: uno de los emisores que creaban el campo energético protector. No tanto para corroborar la presencia del campo magnético como movido por un impulso infantil, levantó un puñado de arena y lo arrojó a lo lejos. La arena se desplegó en una larga cinta, y luego, como si chocara con un muro invisible e inclinado, cayó verticalmente para desparramarse por el suelo. Las manos le escocían de deseos de quitarse la máscara. No era una sensación nueva para él, la había experimentado muchas veces: escupir el tapón de caucho, arrancar las correas, llenarse de aire los pulmones, hasta el último alvéolo… Me estoy dejando llevar por mis impulsos, se dijo. Giró lentamente sobre sus talones y se encaminó a la astronave. La cabina del ascensor lo esperaba, vacía, la plataforma ligeramente hundida en la duna; habían pasado unos pocos minutos, y ya el viento había tapizado los revestimientos con una fina capa de arena. En el corredor del quinto nivel echó una ojeada al panel del muro. El comandante estaba en la cabina de observación estelar. Rohan subió hasta allí. — En una palabra, un mundo idílico — comentó Horpach cuando le hubo comunicado sus observaciones —. No hay radiactividad, no hay vestigios de esporos, bacterias, moho; ningún virus, nada… nada excepto ese oxígeno. En todo caso, habrá que preparar cultivos con las muestras. — Ya están en el laboratorio. Quizá haya vida en otros continentes del planeta — acotó Rohan sin mucha convicción. — Lo dudo. No me parece que haya irradiación solar suficiente más allá de la zona ecuatorial. ¿No reparó en los casquetes de los polos? Estoy seguro de que el manto glacial tiene allí de ocho a diez mil metros de altura. Me parece más verosímil que encontremos vida en el océano, quizá algas o plantas acuáticas… Pero, ¿por que la vida no habrá pasado del agua a la tierra firme? — Tendremos que estudiar ese océano detenidamente — dijo Rohan. — Es demasiado pronto para. pedir a nuestros hombres datos más definidos, pero me parece que este es un planeta muy viejo. Yo diría que ha de tener varios miles de millones de años. El sol mismo alcanzó su máximo esplendor en épocas ya remotas. Ahora es apenas algo más que una estrella roja enana. Sí, esta ausencia total de vida en tierra es inquietante. Quizá una especie particular de evolución que no puede soportar la sequía; eso ha de ser. Lo cual explicaría la presencia de oxígeno, pero no la desaparición de El Cóndor. — Tal vez ciertas formas de vida, criaturas que viven sumergidas en las profundidades del océano, y que han creado una civilización en los fondos abisales — sugirió Rohan. Los dos hombres estudiaron un enorme mapa del planeta, relevado de acuerdo con la proyección de Mercator, y por lo demás inexacto, pues había sido trazado de acuerdo con las coordenadas obtenidas por las sondas automáticas, un siglo atrás. Sólo señalaba los contornos de los principales continentes y océanos, la extensión aproximada de los casquetes polares y los cráteres más importantes. Un punto rodeado de un círculo rojo se destacaba en la red cuadriculada de los paralelos y meridianos, a los 8° de latitud norte, el lugar donde ellos habían descendido. El astronauta apartó el mapa con un ademán de impaciencia. — ¿Cómo puede usted creer tamaño disparate? — replicó —. Tressor no era más tonto que nosotros, no es posible que se haya rendido ante unas cuantas bestias submarinas. ¡Es absurdo! Además, aun suponiendo que aquí existieran criaturas marinas inteligentes, lo primero que habrían hecho sería adueñarse de la tierra firme. Utilizando, por ejemplo, escafandras de agua oceánica. Absurdo, descabellado — insistió, no para desahuciar de manera definitiva la hipótesis de Rohan, sino sencillamente porque ya estaba pensando en otra cosa —. Permaneceremos aquí algún tiempo — decidió por último. Tocó el borde inferior del mapa, que con un ligero zumbido se enrolló sobre sí mismo y desapareció en un casillero del archivo —. Wait and see. — ¿Y si nada sucede? — inquirió Rohan con cautela. — Saldremos a buscarlo? — Rohan, sea racional. Seis años estelares y semejante… El astronauta buscó la expresión adecuada, y la reemplazó por un movimiento displicente de la mano. — Este planeta — prosiguió- es tan grande como Marte. ¿Cómo los buscaríamos? O mejor dicho, ¿como localizaríamos a El Cóndor? — Es cierto — admitió Rohan a regañadientes —, el suelo es aquí muy ferruginoso. Era verdad; los análisis habían revelado que el suelo contenía un alto porcentaje de óxidos ferrosos, lo cual tornaba inutilizables los índices de inducción ferromagnética. Sin saber qué decir. Roban optó por guardar silencio. Estaba convencido de que el comandante terminaría por encontrar una solución. Sea como fuere, no podían volver con las manos vacías. Esperó, mientras observaba las tupidas cejas de Horpach erizadas de pelillos blancos. — Para serle franco, no estoy tan seguro de que estas cuarenta y ocho horas de espera den algún resultado positivo, pero el reglamento lo exige — confesó repentinamente el astronauta —. ¡Siéntese, Rohan! Plantado ahí, parece la viva encarnación de mi conciencia. Regis es el lugar más estúpido que se pueda imaginar. El súmmum de la idiotez. Vaya uno a saber por qué nos mandaron aquí en busca de El Cóndor… Poco importa, por lo demás, desde el momento en que las cosas son como son. Se interrumpió. Estaba de mal humor y como siempre en estos casos hablaba demasiado y discutía con facilidad, lo cual no dejaba de entrañar un peligro, pues en cualquier momento podía ocurrírsele alguna salida maligna. — Vayamos al grano. En el peor de los casos, algo tendremos que hacer. ¿Quiere que le diga lo que yo propongo? Poner algunos fotoobservadores en órbita ecuatorial. Pero es preciso que la órbita sea perfectamente circular y a escasa altura. A una distancia de unos setenta kilómetros. — Pero estaríamos todavía en la banda de la ionosfera — objetó Rohan —. Al cabo de una treintena de revoluciones los aparatos estarán completamente consumidos. — Que se consuman. Pero antes, habrán tomado una serie de fotografías. Hasta le aconsejaría que se arriesgara a colocarlos a sesenta kilómetros. Probablemente se consumirán a la décima revolución, pero sólo las fotos tomadas a esta altura pueden proporcionarnos datos relativamente útiles. ¿Sabe usted cómo se ve un cohete observado desde una distancia de cien kilómetros, incluso con el mejor teleobjetivo? ¡Una cabeza de alfiler sería un macizo montañoso comparado con ese cohete! Empiece ahora mismo… ¡Rohan! Al oír el llamado imperioso del comandante, Rohan. que estaba va cerca de la puerta, dio media vuelta Horpach arrojó sobre la mesa una hoja de papel, el informe sobre el resultado de los análisis. — ¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir este nuevo disparate? ¿Quién escribió este informe? — El autómata. ¿Qué pasa? — preguntó Rohan, tratando de conservar la calma. Ahora se va a desquitar conmigo, pensó, acercándose con paso deliberadamente lento. — Lea. Aquí. Sí, aquí. — Metano, cuatro por ciento — leyó Rohan —. ¡Cuatro por ciento! — repitió, perplejo. — Sí, cuatro por ciento de metano. Eso dice. Y dieciséis por ciento de oxígeno. ¿Sabe lo que esto significa? ¡Una mezcla detonante! ¡A ver si se digna explicarme cómo es que no estalló toda la atmósfera cuando aterrizamos aquí con los reactores de borano! — En verdad… no entiendo absolutamente nada — balbuceó Rohan. Se precipitó al panel de control, hizo entrar por las rejillas de ventilación un poco de aire atmosférico del planeta, y en tanto el astronauta se paseaba nerviosamente por la cabina en un silencio ominoso, se puso a observar los analizadores que hacían tintinear con diligencia los utensilios de vidrio. — Bueno, ¿y qué? — El mismo resultado: metano cuatro por ciento, oxígeno dieciséis por ciento — anunció Rohan. Aunque no comprendía absolutamente nada, sentía cierta satisfacción: por lo menos ahora Horpach no tendría nada que reprocharle. — ¡A ver, muéstreme eso! Metano cuatro por ciento. Maldita sea, tiene usted razón. Está bien, Rohan, las sondas en órbita, y luego tenga la bondad de venir al pequeño laboratorio. ¿Para qué hemos traído a nuestros hombres de ciencia? ¡Que sean ellos los que se rompan la cabeza! Rohan bajó por el ascensor, llamó a dos técnicos en cohetes y les transmitió las instrucciones del astronauta. Luego volvió al segundo nivel, donde se encontraban los laboratorios y las cabinas de los científicos. Pasó de largo frente a una serie de puertas, provistas todas ellas de placas metálicas con dos iniciales: «I.P.», «F.P.», «T.P.», «B.P.», y muchas otras. Las puertas del laboratorio pequeño estaban abiertas de par en par; la voz grave del astronauta se superponía de tanto en tanto a las frases monótonas de los expertos. Todos los «jefes» se encontraban allí reunidos: el ingeniero jefe, el jefe del laboratorio biológico, el jefe del departamento de física, el médico jefe y todos los técnicos de la sala de máquinas. El astronauta estaba sentado en el sillón más alejado, junto al programador electrónico de la computadora auxiliar. Frente a él, Moderon, frotándose las manos atezadas y delgadas, casi femeninas, decía en ese momento. — No soy especialista en la química de los gases, pero no creo, sin embargo, que se trate de simple metano. La energía de los enlaces químicos es diferente, aunque la diferencia sólo aparezca en el centésimo decimal. Sólo reacciona con el oxígeno en presencia de un agente catalizador, y aun en esos casos, con bastantes dificultades. — ¿De dónde procede este metano? — preguntó Horpach, apretándose las articulaciones de los dedos. — El carbono, en todo caso, es de origen orgánico. No hay mucho, pero no cabe ninguna duda… — ¿Isótopos? Este metano es viejo. ¿Qué edad podrá tener? — Entre dos y quince millones de años. — ¡Se concede usted un amplio margen de error! — Hemos tenido sólo media hora. No puedo decirle nada más. — ¡Doctor Quastler! ¿De qué origen es este metano? — No lo sé. Horpach miró, uno tras otro, a todos los especialistas. Por un instante pareció que iba a estallar en un acceso de cólera; pero de pronto sonrió. — Sin embargo, señores, todos ustedes son gente experimentada. Hace mucho tiempo que volamos juntos. Lo que pido es la opinión de ustedes. ¿Qué debemos hacer en estas circunstancias? ¿Por dónde empezar? Como ninguno parecía dispuesto a responder, el biólogo Joppe, uno de los pocos que no temía los arranques de ira de Horpach dijo tranquilamente. sin rehuir la mirada del astronauta: — Este no es un planeta ordinario de la clase subDelta 92. Si lo fuese, El Cóndor no habría desaparecido. Considerando que llevaba a bordo expertos que no eran ni mejores ni peores que nosotros, lo único que cabe suponer es que no supieron cómo evitar la catástrofe. Lo cual nos deja una sola alternativa: atenernos al procedimiento de tercer grado y proceder al estudio de la tierra firme y el océano. Creo que para empezar habría que perforar el suelo y extraer muestras para análisis geológicos, y estudiar a la vez el agua de mar. Cualquier otra cosa sería una mera hipótesis, y dadas las circunstancias no podemos permitirnos ese riesgo. — De acuerdo. — Horpach apretó fuertemente las mandíbulas. — Una perforación dentro del perímetro del campo de fuerza no es ningún problema. De eso podrá ocuparse el doctor Nowik. El geólogo jefe asintió con un movimiento de cabeza. — En cuanto al océano… ¿A qué distancia queda el litoral, Rohan? — A unos doscientos kilómetros — respondió el navegante. No le sorprendió que Horpach, que le daba la espalda y no podía verlo, supiera que él estaba allí, de pie, en el vano de la puerta. — Un poco lejos; sin embargo, no vamos a desplazar a El Invencible. Lleve el número de hombres que considere necesario, Rohan, vaya con Fitzpatrick, uno de los oceanógrafos, unos pocos especialistas en biología marina y seis ergo-robots de la reserva. Vaya con este plantel al litoral. Muévase exclusivamente dentro de los límites de la pantalla protectora del campo de fuerza. Nada de expediciones al mar, ninguna zambullida. También le pediré que no desperdicie a los autómatas; no nos sobran. ¿Entendido? Adelante, entonces, puede comenzar ahora mismo. ¡Ah, sí! Un detalle más. La atmósfera del planeta ¿es respirable? Los médicos cuchichearon entre ellos. — En principio, sí — respondió el cabo Stormont, sin mucha convicción, — ¿Qué significa «en principio»? ¿Es o no respirable? — La proporción de metano es excesiva. Al cabo de algún tiempo saturará la sangre, trastornando al cerebro. Desmayos… pero no antes de una hora, o quizá más. — ¿Y si utilizáramos filtros de metano? — No, comandante. No sería práctico. Se necesitarían muchos, y habría que cambiarlos con frecuencia además, el contenido de oxígeno del aire es demasiado bajo. Yo, personalmente, soy partidario de las máscaras de oxígeno. — Hmm. Y los demás, ¿están de acuerdo? Witte y Eldjarn inclinaron la cabeza, asintiendo. Horpach se puso de pie. — Entendido, entonces. ¡Manos a la obra, Rohan! ¿ Qué hay de las sondas? — Vamos a lanzarlas dentro de un instante. ¿Puedo controlar las órbitas antes de partir? — Puede. Rohan dio media vuelta y se alejó con paso rápido del bullicioso laboratorio. Cuando entró en la cabina de control, el sol se ponía en el horizonte, tan sombrío que el sector inflamado del disco delineaba con un púrpura casi violáceo el dentado contorno de un cráter. El cielo, densamente tachonado de estrellas, parecía mucho más profundo en esta región de la galaxia. En el horizonte empezaban a encenderse las grandes constelaciones, mientras el desierto desaparecía en las tinieblas. Rohan llamó a la rampa de lanzamiento de proa. Se acababa de dar la orden de partida de los dos primeros fotosatélites. Los siguientes serían lanzados una hora más tarde. Dentro de veinticuatro horas, las fotografías diurnas y nocturnas de los dos hemisferios del planeta proporcionarían a los tripulantes de El Invencible una imagen completa de la zona ecuatorial. — Un minuto, treinta y un segundo… azimut siete. Me remonto — repetía en el altoparlante una voz cantarina. Rohan bajó el volumen y volvió el sillón hacia el tablero. Jamás lo confesaría. pero el juego de luces que acompañaba a la puesta en órbita de un satélite le parecía siempre fascinante. Primero las luces rojas, blancas y azules del cohete de refuerzo. Luego el canturreo del autómata que daba la orden de partida. En el momento en que el rítmico recuento descendente llegó a cero, un ligero temblor sacudió la estructura de la nave. Al mismo tiempo, un resplandor fosforescente iluminó las pantallas negras. Con un gemido agudo y continuo, el pequeño cohete partió de la rampa de lanzamiento, envolviendo a la nave-madre en un torrente de llamaradas. Los reflejos del cohete de refuerzo, que ya se alejaba, bañaban cada vez más débilmente el flanco de las dunas, y al fin se apagaron. Ahora no se oía ningún ruido, pero un acceso de fiebre luminosa se propagó por todo el tablero. Las pequeñas luces ovales del control balístico surgieron atropellándose en las sombras, saludadas con amistosos parpadeos afirmativos por las lámparas nacaradas de los mandos de control remoto. Luego, como los farolillos multicolores de un árbol de Navidad, las señales que indicaban la expulsión de las pilas calcinadas se encendieron una a una. Finalmente, un rectángulo blanco apareció cubriendo la luz irisada: el satélite acababa de ser puesto en órbita. En el centro de esa superficie nívea asomó una aureola grisácea que fue definiéndose poco a poco hasta formar el número 67, la altura de vuelo. Rohan verificó rápidamente los parámetros de la órbita, pero tanto el perigeo como el apogeo eran los previstos. Ya no tenía nada que hacer allí. Miró el reloj del puente, que indicaba las dieciocho, y luego el reloj local, que ahora tenía un significado: eran las once de la noche. Cerró un instante los ojos. La perspectiva de aquella expedición a la costa lo entusiasmaba: le agradaba tener cierta libertad de acción. Estaba hambriento y con sueño. Se preguntó si una píldora bastaría para devolverle la lucidez, pero decidió que era preferible cenar. Al levantarse advirtió que estaba muy cansado. La sorpresa de esta comprobación lo reanimó de algún modo. Se encaminó al rancho' donde lo esperaban los otros miembros del equipo: los dos conductores de vehículos sobre colchones de aire, uno de ellos Jarg, hombre de un buen humor imperturbable por quien sentía una viva simpatía. También estaban allí Fitzpaqntrick, el oceanógrafo, y des colegas, Broz y Koechlin. Todos terminaban de cenar cuando Rohan pidió una sopa caliente y fue hasta el distribuidor mural automático en busca de pan y un par de botellas de cerveza sin alcohol. En el momento en que volvía con una bandeja, el suelo se estremeció ligeramente. El Invencible acababa de lanzar el segundo satélite. El comandante no quiso que partieran de noche. Salieron a las cinco, hora local, poco antes de la salida del sol. Avanzaban en orden y con tanta lentitud que bautizaron a la formación con el nombre de «cortejo fúnebre». A la cabeza de la procesión y también cerrando la retaguardia iban los ergo-robots, que habían levantado alrededor un campo de fuerza elipsoidal que protegía las máquinas: los vehículos que se desplazaban sobre almohadillas de aire, los jeeps que transportaban las instalaciones de radio y de radar, la cocina portátil, las herméticas casas rodantes, y el pequeño tractor-oruga en el que iba el rayo láser, vulgarmente llamado «punzón». Rohan y los tres científicos se encaramaron en el ergo-robot que encabezaba la marcha: no era, en verdad, un vehículo muy espacioso y confortable para tres pasajeros, pero creaba al menos cierta ilusión de normalidad. Toda la caravana debía adaptarse al ritmo de marcha de estos ergo-robots, las máquinas más lentas del equipo. No era, por cierto, un viaje de placer. Las orugas aullaban y chirriaban en la arena, los motores de turbina zumbaban como mosquitos elefantinos; el aire fresco soplaba a través de las rejillas del climatizador justo detrás de los asientos. El ergo-robot avanzaba como una pesada chalupa sacudida por el oleaje. Pronto la aguja negra de El Invencible desapareció en el horizonte. Durante algún tiempo avanzaron por un desierto monótono, alumbrados por los rayos horizontales de un sol frío y de color rojo sangre. Al cabo de un rato, el paisaje empezó a cambiar. La arena era menos espesa ahora, y dejaba al desnudo unas pendientes rocosas que los obligaban a frecuentes desvíos. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a la conversación. Los tres hombres observaban atentamente el horizonte, pero tropezaban siempre con la misma monotonía: enormes cúmulos de rocas v vastas superficies erosionadas, Por último, el terreno empezó a descender poco a poco, y en el fondo de un valle ancho aunque poco profundo descubrieron un arroyuelo, unos hilos de agua que reflejaban los resplandores rojizos de la aurora. En ambas orillas, la arena que se alzaba en bancos indicaba que el caudal del arroyo era a veces mucho más ancho. Se detuvieron un momento a analizar el agua. Era perfectamente límpida, aunque bastante dura, y contenía óxidos de hierro y trazas de sulfuros. Reanudaron la marcha, ahora a un ritmo relativamente más acelerado, pues las orugas se desplazaban con mayor facilidad por la superficie rocosa. Hacia el oeste, vieron unas pequeñas elevaciones. El vehículo que cerraba la caravana se mantenía en contacto permanente con El Invencible, las antenas de los radares giraban, y los observadores, sentados frente a las pantallas, se ajustaban los auriculares mientras mordisqueaban tabletas de alimento concentrado. De tanto en tanto, una piedra saltaba debajo de un aerodeslizador; como levantada por una pequeña tromba de aire volaba hacia los promontorios rocosos. De pronto, se toparon con una serie de colinas, suaves y desnudas. Sin detenerse, recogieron algunas muestras, y Fitzpatrick le anunció a Rohan, a voz en cuello, que el sílice era de origen orgánico. Cuando el espejo de las aguas apareció al fin ante. ellos como una línea gris, encontraron también algunas formaciones calcáreas. En medio del estrépito de los vehículos, que avanzaban sobre un suelo de guijarros achatados, descendieron a la costa. El vaho caliente de los motores, el chirrido de las cadenas de las orugas, el aullido de las turbinas, todo calló de golpe cuando el océano, verdoso de cerca v de apariencia perfectamente terrestre, estuvo apenas a cien metros de distancia. Para proteger al grupo de trabajo con el auxilio del campo de fuerza, era preciso llevar a cabo una maniobra complicada: había que hacer entrar en el agua al ergorobot que encabezaba la columna. La máquina, herméticamente cerrada, dirigida desde lejos por el segundo ergo-robot, se hundió en la rompiente, levantando una cascada de espuma. Al cabo de un momento fue sólo una mancha oscura, apenas visible en las profundidades del océano. Obedeciendo a una señal enviada desde el puente central de transmisión, el coloso sumergido sacó a la superficie un emisor Dirac. Y entonces, una vez establecido el campo, cuyo hemisferio invisible cubría parte de la orilla y de las aguas circundantes, los técnicos iniciaron sus investigaciones. La salinidad del océano era ligeramente inferior a la de los mares terrestres, pero no había diferencias importantes. Al cabo de dos horas de labor, casi tan a ciegas como al principio, lanzaron mar afuera dos sondas teledirigidas, y siguieron el recorrido en las pantallas. Sólo cuando las sondas se perdieron de vista en el horizonte, llegaron otras informaciones, más interesantes. Había organismos vivos, semejantes a peces, en las aguas del océano. Cada vez que las ondas se les acercaban, las criaturas acuáticas se dispersaban a una velocidad fantástica, buscando refugio en el lecho del mar. Los radares sónicos localizaron los primeros indicios de vida orgánica a ciento cincuenta metros por debajo de la superficie del océano. Broza insistió en la necesidad de atrapar un pez. En las aguas oscuras, las sondas perseguían a aquellas sombras fugaces con descargas eléctricas, pero la agilidad de las supuestas criaturas era inverosímil. Fueron necesarios muchos intentos antes que consiguieran atrapar un pez entre. las pinzas de la sonda. Inmediatamente lo llevaron a tierra. Mientras tanto, Koechlin y Fitzpatrick habían lanzado otra sonda mar afuera, recogiendo unas muestras fibrosas. Pensaban que se trataba de un tipo de algas locales. Por último, echaron la sonda hasta el lecho del océano, a doscientos cincuenta metros de profundidad. Allí, las rápidas corrientes dificultaban el control de la sonda. El incesante movimiento de las aguas la desviaba y la hacía tropezar con los guijarros que tapizaban el fondo. Al fin lograron remover algunas de las piedras. Tal como Koechlin lo había sospechado, debajo se escondía toda una colonia de diminutas criaturas ciliadas. Una vez que las dos sondas regresaron a la base, los biólogos se pusieron a trabajar. Entretanto habían montado ya una de las casetas, donde los hombres podían quitarse las incómodas máscaras de oxígeno. Allí Rohan, Jarg y los otros cinco disfrutaron de la primera comida caliente de la jornada. Consagraron el resto del día a recoger muestras de minerales, a estudiar la radiactividad del fondo del océano, a medir la insolación y a otra multitud de tareas tediosas pero imprescindibles si querían obtener resultados fidedignos. Al anochecer ya habían terminado. Y cuando Horpach llamó, Rohan pudo acercarse al micrófono con la conciencia tranquila. El océano estaba poblado por seres vivos que evitaban aproximarse a la costa. El organismo del pez que habían disecado no presentaba ninguna particularidad. De acuerdo con los datos que habían recogido, la evolución de la vida en Regis III debía de remontarse a varios centenares de millones de años. Habían encontrado también grandes cantidades de algas verdes, lo que explicaba la presencia de oxígeno en la atmósfera. La división de los organismos vivos en flora y fauna era la típica; también eran típicas las estructuras óseas de los vertebrados. Un solo órgano del espécimen acuático examinado por los biólogos no tenia equivalente en la vida terrestre: era un órgano sensorio que reaccionaba intensamente a las variaciones infinitesimales del campo magnético. Horpach les dio la orden de regresar inmediatamente a la nave, y antes de poner término a la conversación les comunicó una importante novedad: al parecer, habían logrado localizar los restos de El Cóndor. Pese a las airadas protestas de los biólogos, quienes insistían en que necesitarían por lo menos varias semanas para completar las investigaciones, levantaron campamento y emprendieron la marcha rumbo al noroeste. Rohan no pudo dar ninguna noticia precisa acerca de El Cóndor ya que tampoco él sabía nada. Quería llegar cuanto antes a la nave, pues suponía que el comandante iba a asignar nuevas tareas, que quizá llevaran a nuevos descubrimientos. Naturalmente, la primera medida consistiría en efectuar un reconocimiento minucioso del lugar donde se suponía que había descendido El Cóndor. Rohan, impaciente, imprimió a las máquinas el máximo de velocidad posible, y viajaron acompañados por el estrépito infernal de las orugas que martillaban las piedras del camino. Cuando cayó la noche y encendieron los potentes reflectores de las máquinas, el paisaje se tornó fantasmal y hasta amenazante. Los móviles haces de luz arrancaban de la oscuridad gigantescas siluetas informes, aparentemente dotadas de vida, y que eran sólo grandes peñascos, los últimos vestigios de una antigua y desgastada cadena de montañas. En varias ocasiones tropezaron con profundas hendiduras abiertas en el basalto, y tuvieron que esquivarlas mediante lentos y cautelosos rodeos. Por último, bien pasada la medianoche, avistaron la mole de El Invencible, con todas las luces encendidas como en una noche de fiesta, resplandeciente en la lejanía como una torre de metal. En el perímetro del campo de fuerza se desplegaba una actividad incesante. Caravanas de vehículos se desplazaban en todas direcciones, descargando los víveres y los combustibles; bajo la rampa, a la luz enceguecedora de los reflectores, se apiñaban los tripulantes; los rumores de este hormiguero humano llegaban desde lejos a los oídos de los expedicionarios. Silencioso, envuelto en una aureola de luz clara, se alzaba el casco de la nave. Guiada por el azul parpadeo de los semáforos que acababan de encenderse, la caravana de vehículos, cubiertos de polvo, atravesó la invisible pared protectora y penetró en el hemisferio del campo de fuerza. Rohan no había saltado todavía a tierra, cuando reconociendo a Blank en uno de los hombres, lo llamó a gritos para preguntarle qué noticias tenían de El Cóndor. Pero Blank no estaba enterado del supuesto descubrimiento, y lo que Rohan pudo saber fue en verdad poco y nada: antes de consumirse por completo en las capas inferiores de la atmósfera, los satélites habían logrado tornar unas once mil fotografías: captadas y retransmitidas por radio, habían sido fijadas en unas placas que se encontraban ahora en la sala de mapas. Sin perder tiempo, Rohan llamó a su cabina a Erett, el técnico cartógrafo, y mientras se duchaba le pidió que le hablase de los últimos acontecimientos. Erett había examinado las fotografías tomadas por los satélites en busca de rastros de El Cóndor, y era uno de los treinta hombres que había escudriñado el dilatado océano de arena rastreando un diminuto grano de acero. Además de los planetólogos, habían movilizado a los cartógrafos, a los operadores de radar y a todos los pilotos de la nave. Durante veinticuatro horas consecutivas los expertos, organizados en relevos, se habían turnado para examinar el material fotográfico a medida que era recibido, anotando las coordenadas de cada punto sospechoso del planeta. Pero la noticia que el comandante le había transmitido a Rohan era producto de un error. Lo que habían tomado por la nave parecía ser una especie de hongo rocoso, de una altura excepcional, y que proyectaba una sombra de contornos regulares, extrañamente semejante a la de un cohete. La suerte corrida por El Cóndor seguía pues tan envuelta en el misterio como antes. Rohan quiso presentar su informe al comandante esa misma noche, pero como Horpach ya se había retirado, volvió a la cabina; a pesar del cansancio, tardó muchas horas en dormirse. A la mañana, cuando se levantó, recibió la orden, transmitida por Ballmin, el jefe de los planetólogos, de enviar todo el material recogido al laboratorio principal. A las diez de la mañana, sintiéndose desfallecer, pues aún no había desayunado, bajó al rancho de los operadores de radar en el nivel segundo, y en el momento en que sorbía el café, Erett entró como una tromba. — ¿Qué, han encontrado a El Cóndor? — preguntó al ver la cara excitada del cartógrafo. — No, pero hemos descubierto algo mucho más grande. Venga en seguida, el comandante desea verlo. A Rohan le pareció que la caja vidriada del ascensor subía con una lentitud inverosímil. En la cabina a media luz nadie decía una palabra; sólo se oía el zumbido de los transmisores eléctricos. El revelador automático arrojaba sin interrupción nuevas fotografías, húmedas y relucientes. Pero nadie les prestaba atención. Dos técnicos acababan de sacar de un armario mural una especie de epidiáscopo y en el momento en que Rohan abrió la puerta se disponían a apagar el resto de las luces. Rohan alcanzó a ver, entre las cabezas de los otros hombres, la blanca testa del astronauta. Un instante después, la pantalla blanca que acababa de descender del cielo raso se tiñó de plata. En el tenso silencio que reinaba en la cabina, Rohan se acercó a la pantalla tanto como pudo. La imagen distaba de ser perfecta; además de borrosa, era una simple fotografía en negro y blanco. Alrededor de una cantidad de pequeños cráteres dispersos, se alzaba una altiplanicie desnuda; una ladera era recta y vertical, como si un enorme cuchillo hubiera cortado la roca. La línea del litoral sin duda, pues el resto de la foto estaba ocupado por la monótona extensión negra del océano. A cierta distancia de este precipicio, se extendía un mosaico de formas indistintas, oscurecido por ringleras de nubes y sombras. Pero parecía evidente que esta formación singular, de borrosos perfiles, no era de origen geológico. Una ciudad, pensó Rohan, perplejo. Pero no dijo nada. Todos los demás guardaban silencio. El técnico que manejaba el epidiáscopo intentó en vano enfocar mejor la imagen. — ¿Hubo algún obstáculo que interfiriera en la recepción? — preguntó de pronto la voz serena del comandante. — No — respondió desde la oscuridad la voz de Ballmin —. La recepción fue nítida, pero ésta es una de las últimas fotos tomadas por el tercer satélite. Ocho minutos después del lanzamiento, dejó de responder a las señales. Suponemos que la foto fue tomada con objetivos ya deteriorados; la temperatura era cada vez más elevada. — La altura de la cámara sobre el epicentro no fue en ningún momento superior a los setenta kilómetros — agregó una voz que Rohan reconoció como la de Malta, uno de los planetólogos de más talento —. Y yo, personalmente, la calcularía en unos cincuenta y cinco 0 sesenta kilómetros… Observen… La silueta de Malta oscureció en parte la pantalla. Aplicó sobre la imagen una matriz cuadriculada de plástico transparente en la que habían sido recortados varios círculos pequeños, desplazándola por la fotografía haciéndola coincidir con los distintos cráteres visibles. — Son decididamente más grandes que los cráteres de las otras fotos. Lo cual — agregó- no tiene importancia, pues de cualquier manera… Dejó la frase inconclusa, pero todos habían comprendido lo que quería decir: dentro de poco podrían verificar la exactitud de la fotografía, explorando esa región del planeta. Durante un rato contemplaron todavía la imagen que se reflejaba en la pantalla. Rohan ya no estaba tan seguro de lo que veía. ¿Sería realmente una ciudad o más bien unas ruinas? Las suaves y onduladas siluetas de las dunas de alrededor, como trazadas con un finísimo pincel, parecían testimoniar un largo abandono. Y las arenas del desierto cubrían casi del todo algunas de estas construcciones. Además, la constelación geométrica de las ruinas estaba dividida en dos partes desiguales por una negra línea zigzagueante, que se ensanchaba en la lejanía, una fisura sísmica que había partido en dos algunos de los «edificios» más altos. Uno de ellos, visiblemente desmoronado, se había abierto en forma de puente, y una de las jambas se apoyaba en la otra. vertiente de la hendidura. — Luz, por favor — dijo la voz del comandante. Cuando se encendieron las lámparas, Horpach miró la esfera del reloj mural. — Despegamos dentro de dos horas. Se oyeron voces de descontento; las protestas más enérgicas venían de los hombres del servicio de geología, quienes ya habían perforado pozos de más de doscientos metros para obtener muestras de suelo y de roca. Alzando una mano, Horpach dio a entender que la orden no admitía discusiones. — Todas las máquinas volverán en seguida a bordo. Los materiales recogidos hasta ahora serán guardados. Se proseguirá con el examen de las fotografías y todos los análisis. ¿Dónde está Rohan? Ah, aquí. Perfecto. ¿Escuchó lo que dije? Todo el mundo en sus puestos dentro de dos horas, listos para el despegue. La operación de reembarco de las máquinas se hizo de prisa pero con método. Rohan no prestó atención a las súplicas de Ballmin quien insistía en que se le concedieran quince minutos suplementarios para trabajos de perforación. — Ya han oído lo que dijo el comandante — repetía a diestro y siniestro, mientras acicateaba a los hombres que se encaminaban en montacargas a las zanjas que acababan de cavar. Uno tras otro, los aparatos de perforación, los torniquetes provisorios, los tanques de combustible fueron desapareciendo por las abiertas escotillas que conducían al pañol. Pronto, no quedaron otros vestigios de la actividad de los hombres que unos montones de tierra removida. Rohan, en compañía de Westergard, el ingeniero-jefe adjunto, hizo una última recorrida del terreno explorado, por mera precaución. Luego los hombres se hundieron una vez más en las profundidades de la nave. Sólo la arena se agitó entonces en el lejano perímetro, mientras los ergo-robots, llamados por radio, regresaban en fila india para ocultarse en las entrañas de la astronave, que por último engulló la rampa inclinada y la osamenta vertical del ascensor. Hubo un instante de inmovilidad total, la calma que precede a la tormenta. Luego, el silbido metálico del aire comprimido que purgaba las toberas acalló el aullido de los vientos. Torbellinos de polvo rojo envolvieron la popa, una luz verde titiló, mezclada con los resplandores bermejos del sol, y con un galope incesante de truenos, que sacudieron el desierto y repercutieron en ecos multiplicados por las paredes rocosas, la nave se elevó lentamente. Dejando tras de sí el círculo de roca incandescente, las dunas vitrificadas y las coladas de condensación, desapareció a una velocidad creciente en el cielo violeta. Mucho tiempo después, cuando el último reguero blancuzco de la estela de la nave se borró en el aire, y las arenas emprendieron la tarea de abrigar la roca desnuda v rellenar las excavaciones abandonadas. una nube oscura apareció en el horizonte. Volando a escasa altura, se expandió y envolvió como con un brazo extendido el lugar de aterrizaje; durante un tiempo permaneció inmóvil, suspendida en el espacio. Y luego, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte, una lluvia negra cayó sobre el desierto. Entre las ruinas El Invencible se posó en un lugar cuidadosamente elegido, a unos seis kilómetros del límite septentrional de lo que ya llamaban «la ciudad»; los «edificios» se divisaban ahora con nitidez desde la cabina de comando, y parecían en verdad construcciones artificiales, mucho más que en las fotografías tomadas por los satélites. Angulosas, más anchas en general en la base que en la cima, de altura desigual, se extendían sobre una superficie de varios kilómetros cuadrados, negruzcas, con algún reflejo metálico de tanto en tanto. Sin embargo, ni con la ayuda del largavista más potente pudieron distinguir los detalles. Al parecer, la mayoría de estas construcciones estaban perforadas como cribas. Esta vez no habían cesado aún los chasquidos metálicos de las toberas que empezaban a enfriarse, cuando ya la nave expulsaba la rampa inclinada y la osamenta del ascensor, rodeándose al mismo tiempo de un círculo de ergo-robots. Pero se tomaron además otras precauciones. En un paraje situado exactamente frente a la ciudad (que se alzaba detrás de unas pequeñas colinas, y no se veía desde el suelo), y al amparo de la cúpula invisible del campo protector, se preparó un equipo expedicionario de cinco coches oruga, junto con un monstruo dos veces más grande que los vehículos, y que parecía un escarabajo apocalíptico de caparazón grisáceo: el mortero antimateria móvil. Rohan era el jefe del grupo. De pie, encaramado en la torrecilla abierta del primer vehículo de tierra, esperaba a que en respuesta a una orden del puente de mando se abriese un pasaje de salida en el muro del campo de fuerza. Dos info-robots emplazados en las colinas más próximas, lanzaron una serie de cohetes verdes para indicar el camino, y la pequeña caravana, de dos en dos, con Rohan adelante, emprendió la marcha en línea recta. Los motores zumbaban con graves voces de bajo; las ruedas neumáticas de los gigantes lanzaban al aire manantiales de arena, y a la vanguardia de la comitiva, a doscientos metros de distancia, rozando apenas el suelo, se deslizaba un robot explorador que parecía un plato playo; las antenas del robot vibraban rápidamente, produciendo una corriente de aire que golpeaba los vértices de las dunas como encendiéndolas con un fuego invisible. La nube de polvo levantada por los vehículos flotaba en el aire sereno, señalando con una línea de volutas rojizas el derrotero de la caravana. Las sombras de las máquinas se alargaban a la luz postrera del atardecer. Veinte minutos más tarde, luego de circundar un cráter casi cubierto por la arena, la caravana llegó a las primeras ruinas. Rompiendo la formación en columna, los tres vehículos no tripulados se separaron de la caravana e internándose entre las ruinas emitieron unas señales azules: acababan de levantar un campo de energía móvil. Los dos vehículos que transportaban a los hombres se adelantaron colocándose bajo la cúpula del campo protector. Detrás, a cincuenta metros, moviendo las curvadas patas telescópicas, avanzaba el gigantesco mortero antimateria. Un poco más adelante, luego de atravesar una espesa maraña de cables y alambres metálicos, la caravana se detuvo. Una de las patas del mortero se había atascado en una grieta invisible bajo la espesa capa de arena. Dos arctanos saltaron del vehículo de Rohan y liberaron al coloso. Reanudaron la marcha. Lo que ellos llamaran la «ciudad» no se parecía a ninguna ciudad terrestre. Grandes macizos oscuros se hundían profundamente en las arenas movedizas. Las estructuras carcomidas, erizadas de puntas, como cepillos, eran formas indefinibles que alcanzaban una altura de varios pisos; no había ni ventanas ni puertas, ni tampoco muros. Algunas tenían el aspecto de redes sinuosas, más espesas en los sitios en que se entrecruzaban los alambres. Otras eran como arabescos complicados, panales superpuestos, con aberturas triangulares o pentagonales. En las estructuras de mayores dimensiones, y en las superficies visibles, se advertía una suerte de regularidad; no la uniformidad de los cristales, pero sí un cierto ritmo, aunque frecuentemente quebrado por las huellas de fuerzas destructivas. Algunas construcciones recordaban un sistema arbóreo, de ramas soldadas entre sí, y talladas en bisel; pero esas ramas no se abrían libremente como en los árboles o arbustos; en algunos casos eran parte de un arco, en otros parecían dos espirales que giraban en sentido contrario y crecían verticalmente desde el suelo. Otras, por fin, se alzaban oblicuamente como la tabla de un puente levadizo. Los vientos dominantes, que soplaban del norte, habían acumulado arena en todas las estructuras horizontales y en los declives menores. De lejos, varias de estas ruinas recordaban una gruesa pirámide de vértice truncado. De cerca, sin embargo, la superficie aparentemente lisa era un sistema de ramas espinosas de aguzadas puntas, un follaje tan enmarañado e impenetrable que en algunos sitios retenía la arena. A Rohan se le ocurrió de pronto que estas construcciones eran en verdad residuos rocosos, cúbicos y piramidales, invadidos por una vegetación muerta y desecada. Pero también esta impresión se desvaneció cuando hubo avanzado algunos pasos: el deterioro caótico no alcanzaba a ocultar una regularidad extraña a cualquier forma de vida orgánica. Aquellas no eran ruinas verdaderamente macizas, pues a través de las múltiples aberturas del matorral metálico se podía observar el interior; tampoco eran huecas, puesto que el matorral impenetrable las llenaba por completo. Todo daba una impresión de desolación y muerte. Rohan pensó por un instante en recurrir al mortero antimateria, pero no hubiera tenido sentido; no había sitio en donde entrar. El huracán levantaba nubes de un polvo áspero entre los altos bastiones. La arena que colmaba los mosaicos de las aberturas corría sin cesar en un hilo delgado, con un rumor seco, acumulándose al pie de los panales en husos cónicos, como levantados por avalanchas en miniatura. Las antenas giraban en silencio; de los contadores Geiger, los micrófonos ultrasónicos y los detectores de radiaciones no venía ninguna señal. Sólo se oía el rechinar de la arena bajo las ruedas, el aullido repentino de los motores cuando los vehículos cambiaban de dirección. Avanzando ya a la sombra fría y profunda de los colosos, ya a la luz brillante que teñía la arena de rojo escarlata, llegaron por fin a la fisura tectónica. Tenía un centenar de metros de ancho y era un abismo de una profundidad aparentemente insondable, que las cataratas de arena arrastradas sin cesar por las violentas ráfagas de viento no habían llegado a colmar. Hicieron un alto y Rohan envió al robot explorador volante al otro lado del abismo. Siguió los movimientos del autómata en la pantalla de televisión, pero la imagen era siempre la misma, siempre el mismo paisaje. Al cabo de una hora, llamó al robot explorador. Luego de una breve consulta con Ballmin y el físico Gralew, que viajaban en el mismo vehículo, decidió examinar más de cerca algunas de las ruinas. En primer término, intentaron medir con una sonda ultrasónica el espesor de la capa de arena que cubría las «calles» de la «ciudad» muerta; tarea ímproba por cierto, ya que los resultados de los sondeos eran contradictorios; el terremoto había abierto la grieta, y había descristalizado sin duda el subsuelo rocoso. La profundidad de la capa de arena en ese sector de la depresión parecía oscilar entre los siete y los doce metros. Cambiando nuevamente de rumbo, la caravana se encaminó hacia el oeste, hacia el litoral oceánico. Al cabo de once kilómetros de camino tortuoso, entre ruinas negruzcas cada vez más bajas, que al fin desaparecieron bajo la arena, llegaron a una desnuda superficie rocosa, un acantilado que se elevaba a gran altura sobre el nivel del mar; el rugido de las rompientes» llegaba hasta ellos como un leve rumor. Una cadena de rocas desnudas, sin rastros de arena, de una tersura que no parecía natural, señalaba el borde del acantilado y se continuaba en una serie de cumbres montañosas que caían sobre el espejo del océano como petrificadas cataratas. La «ciudad» que habían dejado atrás se alzaba ahora en el rojizo horizonte del atardecer como una silueta negra de contornos regulares. Rohan llamó a El Invencible y comunicó al astronauta los resultados de las exploraciones, resultados que en verdad eran casi insignificantes. Poco después, siempre al amparo del campo protector y tomando todas las precauciones posibles, dieron media vuelta para regresar a las ruinas. Ya en camino, hubo un pequeño accidente. Uno de los ergo-robots, quizá a causa de un ligero error de dirección, aumentó demasiado la extensión del campo de fuerza, que rozó el borde de una construcción inclinada y puntiaguda, alta como un rascacielos terrestre. El mortero antimateria, conectado al detector de intensidad del campo de fuerza, instruido para reaccionar inmediatamente en caso de ataque, e interpretando la súbita variación de intensidad como una señal de que alguien intentaba penetrar en el campo, bombardeó la ruina. Toda la parte superior de la «construcción» inclinada cambió de color, se encendió con una llamarada enceguecedora y estalló, pocos segundos después, en una lluvia de metal ardiente. Por fortuna, ni una sola gota de aquella lluvia incandescente cayó sobre los exploradores: las partículas de metal resbalaban por la invisible superficie de la cúpula protectora y llegaban al suelo como nubes de vapor. El aumento de radiación provocado por el mortero fue captado inmediatamente por los contadores Geiger que dieron la señal de alarma. Rohan, echando maldiciones y jurando que le rompería los huesos al hombre que había programado los instrumentos, perdió un buen rato en cancelar el estado de alerta y en responder a El Invencible. La nave, alarmada por aquel repentino estallido de fuegos de artificio. estaba llamando a los exploradores. — Por el momento sólo sabemos una cosa: que es metal. Probablemente una aleación de acero, tungsteno y níquel — respondió Ballmin, que en medio de la confusión general había llevado a cabo un análisis espectroscópico de las llamas. — ¿Puede calcularle la edad? — le preguntó Rohan, mientras se sacudía la finísima arena que le cubría las manos y el rostro. Habían dejado atrás los restos de la ruina, que se cernía sobre el camino como un ala quebrada. — No. Sólo puedo asegurarle qué es Condenadamente viejo. Condenadamente viejo — repitió. — Tendremos que hacer un estudio más minucioso. Y no pienso pedir permiso — agregó Rohan con una súbita determinación. Se detuvieron frente a una estructura compleja; una red de brazos que convergían en un centro. Se encendieron dos señales luminosas, y un pasaje se abrió en el campo de fuerza. Vista de cerca, la estructura parecía caótica. La fachada del edificio era una superficie de losetas triangulares cubiertas de «cerdas» de alambre. En el interior, las losetas estaban sostenidas por un sistema de ramas gruesas como troncos. Superficialmente, parecían estar dispuestas con cierto orden, pero en el interior, en la espesura que trataban de examinar con la ayuda de poderosos reflectores, los árboles metálicos se bifurcaban en ramas nudosas, volvían a apretarse, creando la impresión de un matorral gigantesco, un hormiguero de millones de alambres retorcidos en extrañas contorsiones. Buscaron en vano rastros de corriente eléctrica, de polarización, de magnetismo y radiactividad. Las luces verdes que señalaban la abertura de acceso al selvático territorio parpadeaban al viento. Las masas de aire que soplaban en la espesura de acero entonaban cánticos fantasmales. — ¿Qué diantre podrá significar esta maldita jungla? — dijo Rohan, frotándose la cara y quitándose la arena que el sudor le adhería a la piel. Tanto él como Ballmin estaban montados a horcajadas sobre el lomo del explorador volante, protegido por una especie de parapeto liviano, y suspendidos a unos quince metros por encima de la «calle», o mejor dicho de una plazoleta triangular, tapizada de arena, entre dos ruinas convergentes. Allá abajo se agrupaban los vehículos y los hombres, como juguetes diminutos. El explorador volante planeaba por encima de las ruinas. Ahora pasaban sobre una extensión cubierta de puntas aceradas, de metal negruzco; una superficie desigual, quebrada, cubierta de tanto en tanto por las losetas triangulares: inclinadas hacia arriba o hacia abajo, permitían vislumbrar las grávidas entrañas de las tinieblas. La espesura de aquella maraña de ramas, de paredes de panal, era tan densa que ni la luz del sol ni los potentes rayos de los reflectores alcanzaban a iluminar el interior. — ¿Qué piensa usted, Ballmin? ¿Qué sentido puede tener todo esto? — preguntó Rohan nuevamente. Estaba furioso. De tanto quitarse la arena tenía la frente irritada y los ojos inflamados. Para colmo, dentro de pocos minutos tendría que transmitir un nuevo informe a El Invencible, y no sabía cómo describir lo que estaban viendo. — No soy adivino — le contestó el científico —. Ni siquiera soy arqueólogo. Aunque tampoco un arqueólogo podría decirle mucho. A mí me parece… Se interrumpió. — Hable. Diga lo que piensa. — No son casas, ruinas de viviendas de seres humanoides o lo que fueren. ¿Entiende lo que quiero decir? Si pudiera compararlas con algo, diría más bien que se parecen a una máquina. — ¿Una máquina? ¿Qué clase de máquina? ¿Una computadora? ¿Una especie de cerebro electrónico?… — ¿Qué le sugiere esa idea? — respondió lacónicamente el paleontólogo. El robot viró a la izquierda, rozando casi las ramas que brotaban en desorden entre las losetas inclinadas. — No. Esto nunca fue un sistema de circuitos eléctricos. ¿Dónde ve usted los conmutadores, los aisladores, los blindajes? No hay nada que pudiera ser parte de un cerebro electrónico. — Tal vez el material fuera inflamable. Quizá el fuego lo haya destruído todo. Al fin y al cabo, esto no es más que una ruina — replicó Rohan no muy convencido. — Quién sabe. A lo mejor tiene usted razón — dijo, pensativo, el paleontólogo. — Bueno. Pero ¿qué puedo decirle al astronauta? — ¿Por qué no deja que lo vea él mismo en una pantalla de televisión? — No pudo haber sido una ciudad — dijo Rohan de pronto, como si acabase de resumir mentalmente todo cuanto acababa de ver. — No, por cierto — confirmó Ballmin —. En todo caso, no una ciudad como las que nosotros conocemos. Aquí no pueden haber habitado criaturas de forma humana, ni lejanamente semejantes al hombre. Sin embargo, la fauna oceánica es bastante similar a la terrestre. Sería lógico, por lo tanto, que también en tierra firme hubiese alguna forma de vida análoga. — Sí, y eso me desconcierta. Ninguno de los biólogos quiere comprometerse con una opinión definitiva. ¿Qué piensa usted? — No quieren hablar; lo que han visto les parece inverosímil. Algo impidió que la vida se asentara aquí en tierra firme… Algo no permitió que las criaturas oceánicas abandonaran las aguas. — Eso puede haber ocurrido una vez, una única vez; por ejemplo, la explosión de una supernova cercana. La Zeta de la Lira, por ejemplo, era una supernova hace varios millones de años. Quizá las radiaciones destruyeron la vida orgánica en los continentes, y sólo subsistieron los seres que habitan en las profundidades del océano… — Si esas radiaciones hubiesen existido, descubriríamos algún rastro. Sin embargo, la radiactividad del suelo es prácticamente nula, al menos en esta región de la galaxia. Y por otro lado, durante estos millones de años, los procesos evolutivos habrían proseguido. Naturalmente, no encontraríamos vertebrados, pero sí otras formas de vida orgánica, más primitivas. ¿No ha notado la ausencia total de vida en el litoral oceánico? — Lo he notado, desde luego. Pero ¿eso qué significa? — Mucho. Por lo general, la vida aparece primero en las costas y emigra luego a las profundidades de los mares. No es posible que aquí haya ocurrido algo diferente. Algo tuvo que obligarlos a que abandonaran las costas. y algo les impide aún hoy que vuelvan a tierra firme. — ¿Por qué supone tal cosa? — Porque los peces se asustan de las sondas. En los planetas que conozco, no he visto animales que temieran a las máquinas. Jamás se asustan de lo que nunca han visto. — ¿Quiere usted decir que estos peces ya han visto sondas antes de las nuestras? — No sé lo que vieron. Pero ¿para qué otra cosa puede servirles el sentido magnético? — ¡No tengo la menor idea! — exclamó Rohan. Observó las despedazadas guirnaldas de metal y se asomó por encima del parapeto. El aire desplazado por el robot estremecía las puntas dobladas de las ramas. Ballmin arrancaba con unas pinzas los alambres que sobresalían de la abertura. — Quiero decirle una cosa — prosiguió el paleontólogo —. Aquí no ha habido jamás temperaturas elevadas, el metal no está oxidado. Por lo tanto, esa hipótesis de un incendio… — Aquí, cualquier hipótesis se derrumba — murmuró Rohan —. Por otra parte, no veo qué relación puede haber entre este laberinto de metal y la desaparición de El Cóndor. Aquí, todo está muerto. — Tal vez no siempre haya sido así. — Hace mil años, tal vez, pero no unos pocos años atrás. No tenemos nada más que hacer en este sitio. Bajemos. No volvieron a hablar mientras el robot descendía frente a los semáforos verdes del campamento. Rohan ordenó a los técnicos que conectaran las cámaras de televisión y transmitieran las novedades a El Invencible. Mientras, se retiró con los científicos a la cabina del vehículo principal. Abrieron la válvula de entrada de oxígeno, y luego se dedicaron, todos, a devorar sandwiches y a beber el café de los termos. La blanca luz fluorescente de la lámpara del cielo raso fue un alivio para Rohan; Juego del diurno resplandor rojizo del planeta. Ballmin escupió en una servilleta de papel; la arena se le había metido en la máscara de oxígeno y le crujía entre los dientes. — Esto me recuerda algo… — dijo de pronto Gralew, mientras cerraba el termo. Los espesos cabellos negros le brillaban a la luz del neón —. Les diré de qué se trata, pero si no lo toman demasiado en serio. — Si eso te ayuda a pensar, bienvenido sea — dijo Rohan con la boca llena —. Habla, a ver. — No hay una relación directa. Pero hace tiempo me contaron algo, una especie de cuento de hadas. A propósito de los habitantes de la constelación de Lira. . — No es un cuento de hadas. Existieron. Achramian les dedicó una monografía — observó Rohan. A espaldas de Gralew, una lucecita empezó a parpadear: estaban en comunicación con El Invencible. — Sí. Según Payne, algunos consiguieron salvarse. No estoy seguro de que haya algo de verdad en esa hipótesis. Para mí, todos perecieron cuando estalló la nave. — Eso ocurrió a dieciséis años-luz de este planeta — dijo Gralew —. No conozco el libro de Achramian. Pero leí, no recuerdo dónde, que habían tratado de escapar. Quizá enviaron astronaves a los planetas de los otros «soles» galácticos. Se sabe que conocían los principies de la astronáutica. — ¿Y luego? — En realidad, eso es todo. Dieciséis años-luz no es, por cierto, una distancia demasiado grande. Acaso algunas de las naves hayan aterrizado aquí… — ¿Supones, entonces, que están aquí? ¿Es decir, sus descendientes? — No sé. Fue una simple asociación de ideas, entre esa historia y las ruinas. Tal vez ellos las construyeron… — ¿Qué aspecto tenían? — preguntó Rohan —. ¿Parecían humanos? — Según Achramian, sí — respondió Ballmin —. Pero no es más que una hipótesis. Dejaron menos rastros que el pitecantropus. — Es curioso. — En absoluto. Durante más de diez mil años, la cromosfera de la nova envolvió al planeta. La temperatura de la superficie excedía a veces los diez mil grados. Hasta las rocas de las capas profundas de la corteza sufrieron una total metamorfosis. No. quedaron rastros de los océanos, el planeta entero se calcinó como un hueso entre las llamas. ¡Piénselo, cien siglos en el fuego de una nova! — ¿Lirianos aquí? Pero ¿por qué se ocultarían? ¿Y dónde? — No sé. Quizá todos perecieran desde entonces. No me pregunte demasiadas cosas. Sólo he dicho lo que me sugirieron estas ruinas. Todos guardaron silencio. Repentinamente, una señal de alarma se encendió en el tablero de dirección. Rohan dio un salto y tomó los auriculares. — Aquí Rohan… ¿Cómo? ¿Es usted, comandante? Sí! ¡Sí! Lo escucho… ¡De acuerdo, regresamos en seguida! Se volvió a los otros, el rostro pálido y desencajado: — El segundo grupa ha encontrado a El Cóndor… a trescientos kilómetros de aquí… El Cóndor A la distancia, el cohete parecía una torre inclinada. Las arenas circundantes reforzaban esta impresión. A causa de la dirección de los vientos, el talud que descendía hacia el oeste era mucho más elevado que el del este. En las cercanías de la nave, varios tractores estaban hundidos casi por completo en la arena, y hasta el mortero antimateria, con la cúpula abierta, asomaba apenas en la superficie. Sin embargo, los escapes de las toberas de popa eran todavía visibles, pues la nave descansaba en el centro de una depresión que la protegía de los vientos. Hubiera bastado con remover una fina capa de arena para llegar a los objetos diseminados aquí y allá, alrededor de la rampa. Los hombres de El Invencible se habían detenido en la cresta del talud más elevado. Los vehículos que habían traído de la nave rodeaban ya en círculo una vasta extensión de terreno, y los rayos de energía de los emisores se habían unido levantando el campo protector. Habían dejado los transportes y los info-robots a unos cien metros del anillo de arena que circundaba la base de El Cóndor. Los hombres miraban desde lo alto de la duna. La rampa de la nave se alzaba a unos cinco metros del suelo, como si algo la hubiese detenido de pronto. El ascensor, sin embargo, estaba intacto, y la puerta abierta de la cabina parecía invitarlos a entrar. En las cercanías, algunos tanques de oxígeno emergían de la arena. Los recipientes de aluminio resplandecían como si se los hubiese dejado allí pocos minutos antes. Un poco más lejos asomaba un objeto azul: un recipiente de plástico. Había, por lo demás, una multitud de objetos diversos abandonados aquí y allá: latas de conserva, llenas y vacías, teodolitos, cámaras fotográficas, trípodes y portaviandas; intactos algunos, deteriorados otros. Se diría que alguien arrojó todo esto a brazadas fuera del cohete, pensó Rohan, mientras observaba el oscuro agujero de la escotilla de acceso, que estaba entreabierta. La pequeña expedición aérea de De Vries había descubierto por pura casualidad la nave abandonada. De Vries no había intentado entrar y había informado inmediatamente a la base. Al grupo de Rohan le había sido asignada la tarea de descifrar el misterio de El Cóndor, y ya los técnicos descendían rápidamente de las máquinas, llevando cajas de instrumentos. Viendo un objeto combado cubierto de una delgada capa de arena, Rohan lo levantó de un puntapié; sin darse cuenta todavía de qué se trataba, se acercó a aquella bola de un color blanco amarillento. Retrocedió de pronto, reprimiendo un grito. Los otros se volvieron y lo miraron alarmados. La bola era una calavera humana. Casi en seguida encontraron otras osamentas, cráneos, y hasta un esqueleto entero vestido con un traje espacial. Entre la mandíbula inferior y los dientes superiores colgaba aún el tubo de oxígeno; la manecilla indicaba una presión de cuarenta atmósferas. Arrodillándose, Jarg desatornilló la válvula del recipiente y el gas escapó con un prolongado silbido. A causa de la sequedad desértica del aire, no había rastro de óxido en las partes metálicas del aparato, y el tornillo giró fácilmente. Entraron en el ascensor y apretaron los botones: no había corriente eléctrica. Escalar cuarenta metros, la altura del pozo del ascensor, parecía difícil; Rohan vaciló. ¿No convendría más enviar algunos hombres en el explorador volante? Pero ya dos de los técnicos se habían colocado las cuerdas y estaban escalando la armazón metálica. Los otros los observaban en silencio. El Cóndor, crucero de la clase de El Invencible, había sido construido pocos años antes, y exteriormente ambas naves eran idénticas. Los hombres callaban. Todos hubieran preferido encontrar unos restos diseminados, a causa de una colisión, o aun de una explosión nuclear. Pero El Cóndor estaba allí, hundido en la arena del desierto, volcado a un costado como una mole inerte, como si el suelo hubiese cedido bajo el peso de los pilares de popa, rodeado de una caótica profusión de objetos y huesos humanos, y aparentemente intacto. Los hombres se estremecieron. Los dos técnicos llegaron a la escotilla de los tripulantes, empujaron la puerta sin esfuerzo aparente y desaparecieron dentro del casco. Pasó el tiempo, y ya Rohan empezaba a inquietarse, cuando el ascensor trepidó repentinamente, subió un metro más, y descendió luego para posarse en la arena. La figura de uno de los técnicos se asomó a la puerta, indicándoles con un ademán que podían subir. Rohan, Ballmin, Hagerup el biólogo y Kralik, uno de los técnicos, entraron en el ascensor. Por la fuerza de la costumbre, Rohan examinaba al pasar el poderoso y curvado casco de la nave que se deslizaba por detrás de los barrotes de la cabina, y por primera vez en ese día sintió miedo. Las chapas blindadas, construidas con una aleación de titanio y molibdeno, habían sido arañadas o perforadas con una herramienta de una dureza inverosímil; las marcas no eran profundas, pero el casco íntegro parecía tachonado por pequeñas picaduras de viruela. Rohan tomó a Ballmin por el hombro, pero el paleontólogo ya había observado aquel extraño fenómeno. Los dos hombres examinaron con atención aquellas marcas. Todas eran pequeñas, como si hubiesen sido cinceladas con un instrumento puntiagudo. Sin embargo, Rohan sabía que no había cincel capaz de dañar el revestimiento de la nave. Aquellas cicatrices tenían que ser el producto de algún corrosivo químico. Antes que pudiera sacar otras conclusiones, el ascensor llegó a destino. Todos pasaron a la cámara neumática. El interior de la nave estaba iluminado, pues los técnicos habían puesto en marcha el generador auxiliar de aire comprimido. La arena que había entrado por la escotilla se había acumulado en el umbral, pero los corredores estaban limpios. El tercer nivel parecía impecable, brillantemente iluminado; sólo de tanto en tanto un objeto caído: una máscara de gas, un plato de material plástico, un libro, parte de una escafandra. El orden reinaba únicamente en el tercer nivel. Más abajo en cambio, en las salas de mapas y de observación estelar, en las cantinas, los camarotes de los tripulantes, las salas de radar, la cabina de comando, los largos corredores, los puentes, los pasillos laterales, el desorden era en verdad indescriptible. En la cabina de comando no había ningún vidrio intacto. El vidrio de los cuadrantes y pantallas era un material prácticamente indestructible; sin embargo, golpes de una fuerza sobrehumana los habían reducido a ese polvo plateado que ahora cubría las consolas, los sillones y hasta los cables eléctricos y los interruptores. En la pequeña biblioteca contigua, como si alguien hubiese vaciado de golpe el contenido de un bolso, vacían en desorden, en confusa maraña, carretes de microfilms parcialmente desenrollados, libros despedazados, compases, reglas de cálculo, espectroscopios; todo destrozado, roto, mezclado con grandes atlas estelares de Camerón, en los que parecían haberse encarnizado especialmente, con furia, pero con una paciencia inconcebible, desgarrando uno por uno los rígidos cuadernillos de plástico. En la sala de reuniones y en el microcine, montones de trajes destrozados y jirones de cuero arrancados al tapizado de los sillones obstruían la entrada. En pocas palabras, y como dijo el técnico Terner, parecía que un ejército de gorilas enfurecidos hubiera tomado la nave por asalto. Los hombres, estupefactos, iban de uno a otro puente. En la pequeña cabina de navegación, enroscado al pie de la pared, descubrieron el cadáver reseco de un hombre, vestido con pantalones de hilo y una camisa manchada. Uno de los técnicos, el primero en entrar, había extendido una sábana sobre el cadáver, que era ya una especie de momia, con la piel pardusca pegada a los huesos. Rohan fue uno de los últimos en abandonar El Cóndor. Se sentía mareado y enfermo. Tenía la impresión de haber vivido una pesadilla, un sueño inverosímil. Pero los rostros desencajados de los otros eran demasiado elocuentes. Transmitió un breve mensaje a El Invencible. Parte del grupo permaneció a bordo de El Cóndor, tratando de poner un poco de orden. Rohan les pidió que fotografiaran previamente todos los lugares, y que anotaran todo lo que habían encontrado. Luego emprendió el regreso junto con Ballmin y Gaarb, uno de los biofísicos. Jarg timoneaba el vehículo. El rostro ancho, habitualmente sonriente, estaba sombrío y como encogido. El pesado tractor se sacudía por los golpes bruscos que Jarg, un conductor siempre hábil y experimentado, aplicaba de tanto en tanto al acelerador. Arrojando a ambos lados grandes chorros de arena, el vehículo se internó entre las dunas. Delante avanzaba un ergo-robot vacío, que los protegía con un campo de fuerza. Todos guardaban silencio, ensimismados. Rohan casi tenía miedo de encontrarse cara a cara con el astronauta; no sabía qué decirle. Se había reservado uno de los hallazgos más espeluznantes, quizá el más incomprensible. En el cuarto de baño del octavo piso había encontrado varios trozos de jabón con huellas inconfundibles de dientes humanos. Era imposible que aquellas mordeduras obedecieran a un estado de hambruna en la nave. Los víveres se acumulaban en los depósitos; hasta la leche, en la cámara fría, estaba perfectamente conservada. A mitad de camino recibieron las señales radiales transmitidas por un pequeño automotor que pasó junto a ellos levantando una cortina de polvo. Detuvieron la marcha y el otro vehículo también se detuvo. Dos hombres viajaban en él: Magdov, un técnico de cierta edad, y Sax, el neurofisiólogo. Rohan desconectó el campo y pudieron hablar de viva voz. En la cámara de hibernación de El Cóndor, y luego de la partida de Rohan, habían descubierto un cuerpo humano congelado. Tal vez fuese posible reanimarlo y Sax había traído de El Invencible todos los instrumentos necesarios. Rohan decidió ir con ellos, justificando este cambio de planes; el vehículo de Sax no tenía campo protector. Pero en verdad, le alegraba poder postergar su entrevista con Horpach. Dieron pues media vuelta y entre grandes nubes de polvo regresaron al lugar de partida. Los hombres iban y venían alrededor de El Cóndor. Seguían desenterrando de las dunas los objetos más heterogéneos. En un lugar aparte, cubiertos por sábanas blancas, había una hilera de cadáveres. Ya habían encontrado más de veinte. La rampa funcionaba ahora, los generadores eléctricos habían sido reparados. Los reconocieron de lejos por la nube de polvo que se elevaba en el desierto, y cuando se acercaron les abrieron un pasaje en el campo de fuerza. Había un médico entre los hombres de la primitiva expedición, el doctor Nygren, pero quería consultar a un especialista antes de examinar al hombre que habían encontrado en el túnel de hibernación. Rohan invocando prerrogativas — ¿acaso no reemplazaba aquí al propio comandante? — subió a bordo con los dos médicos. Los escombros que habían obstruido la entrada en la primera visita ya no estaban allí. El termómetro indicaba una temperatura de diecisiete grados bajo cero. Los dos médicos se miraron. En cuanto a Rohan, sabía bastante de métodos de hibernación y entendía que aquella temperatura era demasiado alta para permitir una muerte completa reversible, pero demasiado baja para un sueño hipotérmico. No parecía que el hombre se hubiese preparado para sobrevivir en el hibernador, sino que hubiera quedado encerrado allí accidentalmente otro de los tantos enigmas absurdos y desconcertantes que les planteaba la nave. Los médicos y Rohan se pusieron los trajes termostáticos e hicieron girar la manivela que abría la pesada puerta del hibernador. Tendido de cara al suelo, vestido tan sólo con una camisa, vieron el cuerpo de un hombre. Rohan ayudó a los médicos a transportarlo a una camilla cubierta con una sábana blanca, e iluminada por tres lámparas que desalojaban todas las sombras. No era una mesa de operaciones propiamente dicha, sino una camilla para las pequeñas intervenciones que es preciso practicar de vez en cuando en un hibernador. Rohan tenía miedo de mirar el rostro del hombre, pues conocía a casi todos los tripulantes de El Cóndor. Sin embargo, este rostro le era desconocido. De no haber sido por el frío glacial y la rigidez de los miembros, se hubiera podido pensar que el hombre dormía. Tenía los párpados bajos; en la cabina seca y herméticamente cerrada, la piel no había perdido su color natural; estaba, sí, más pálida. Pero en los tejidos, bajo la epidermis, había microscópicos cristales de hielo. Los dos médicos, sin decir una palabra, se miraron otra vez. Luego comenzaron a preparar los aparatos. Rohan se sentó en una de las cuchetas libres. Todo estaba allí en perfecto orden. La doble fila de literas daba la impresión de haber sido acomodada pocos minutos antes. Los instrumentos tintinearon varias veces, los médicos cuchichearon entre ellos. Por último Sax se separó de la mesa. — No hay nada que hacer — comentó. — Está muerto — dijo Rohan, más como una conclusión que como una pregunta. Nygren, por su parte, se había acercado al tablero del climatizador. Al cabo de un instante, una corriente tibia entró en el cuarto. Rohan se levantaba para marcharse cuando observó que Sax volvía a la mesa. El médico recogió un pequeño maletín negro que había dejado en el suelo, lo abrió, y sacó uno de esos aparatos de los que Rohan había oído hablar, pero que hasta entonces nunca había visto. Sax, con extraordinaria parsimonia, con una precisión casi petulante, desenrolló unos alambres rematados por electrodos planos. Aplicó los seis electrodos sobre el cráneo del muerto, los aseguró con bandas de goma, se arrodilló, y sacó del maletín tres pares de auriculares. Se calzó uno a las orejas, y siempre agachado, movió las llaves del aparato en el interior del maletín. Cerrando los ojos, escuchó con profunda atención. De pronto, arrugó el ceño, se inclinó un poco más hacia adelante, inmovilizó con la mano una de las llaves, y se quitó bruscamente los auriculares. — Doctor Nygren — dijo con una voz extraña. El doctor Nygren se calzó los auriculares. — ¿Qué…? — dijo Rohan con voz trémula, conteniendo casi la respiración. En la jerga de los tripulantes, llamaban a este aparato el «estetoscopio de las tumbas». En un muerto reciente o un cuerpo donde el proceso de descomposición no se hubiera iniciado aún, era posible «escuchar el cerebro», o mejor dicho detectar los últimos pensamientos conscientes. El aparato introducía en las profundidades de la caja craneana unos impulsos eléctricos; estos impulsos recomían el cerebro siguiendo las líneas de menor resistencia, es decir las fibras nerviosas que antes de la agonía habían constituido un todo funcional. Los resultados nunca eran seguros, pero se decía que algunas veces había sido posible obtener informaciones de extraordinaria importancia. En una ocasión como esta, cuando todo el porvenir dependía de que se encontrara una explicación al misterio de El Cóndor, el «estetoscopio de las tumbas» podía ser una ayuda inapreciable. Rohan ya había adivinado que el neurólogo no había tenido en ningún momento la esperanza de reanimar al hombre congelado, y que había venido, en realidad, para escuchar lo que aquel cerebro pudiera transmitirle. Inmóvil, con una extraña sensación de sequedad en la boca, Rolan oía los sordos latidos de su propio corazón. En ese momento, Sax le tendió el segundo par de auriculares. Si el ofrecimiento no hubiese sido tan espontáneo, Rohan no se habría atrevido. Se puso los auriculares bajo la serena mirada de los ojos negros de Sax. Siempre con una rodilla en tierra, junto al aparato, Sax movía lentamente la perilla del amplificador. En un principio, Rohan no oyó nada más que el zumbido de la corriente, y se sintió aliviado, pues en verdad no quería oír nada. Hubiera preferido. aunque no se lo decía abiertamente, que el cerebro de aquel desconocido fuese mudo como una piedra. Sax, levantándose. le ajustó los auriculares. Entonces Rohan vio algo a través de la luz que inundaba la blanca pared de la cabina, una imagen gris, como de partículas de polvo, borrosa y suspendida a una distancia indefinible. Cerró los ojos involuntariamente, y la imagen se volvió casi nítida. Era algo así como un corredor en el interior de la nave, con tubos a lo largo del cielo raso; estaba totalmente ocupado por un hacinamiento de cuerpos humanos. Los cuerpos parecían moverse, pero era en verdad toda la imagen lo que vibraba y se mecía. Los hombres estaban casi desnudos, unos restos de ropas les colgaban en harapos, y en la piel, de una blancura sobrenatural, había una erupción de manchas negras. Sin embargo, era. posible que ese fenómeno. fuese un mero efecto visual, pues las manchas negras moteaban también profusamente el piso y las paredes. La imagen toda, semejante a una fotografía muy borrosa, tomada a través de una densa masa de agua, oscilaba, se estiraba, y se encogía, ondulando. Asustado, Rohan abrió los ojos; la imagen se enturbió, y a la cruda luz de la realidad circundante se diluyó en una pantalla de sombra. Entonces Sax movió una vez más las perillas del aparato, y Rohan oyó como en el interior de su propia cabeza, un débil murmullo: «…ala…ama…lala…ala…ma…mama…» Nada más. Repentinamente, los auriculares emitieron unos ruidos espeluznantes, maullidos, graznidos que se repetían como un hipo enloquecido, como una carcajada salvaje, sarcástica y atroz. Pero no era otra cosa que la corriente, el heterodínamo que emitía ahora vibraciones demasiado poderosas… Sax enrolló los alambres y los guardó otra vez en el maletín, en tanto Nygren cubría de nuevo con la sábana la cara del muerto; la boca, hasta ese momento cerrada, estaba ahora entreabierta — quizá por efecto del calor, que ya empezaba a ser sofocante; al menos Rohan sentía que la transpiración le corría por la espalda- y le confería al rostro una expresión de asombro indescriptible. Sintió alivio cuando por fin la sábana lo ocultó. — Diga algo… ¿Por qué no dice nada? — estalló Rohan. Sax ajustó las correas del maletín, se levantó, se acercó a Rohan hasta casi tocarlo. — Tranquilícese, navegante. . Roban arrugó los ojos y apretó los puños; el esfuerzo fue desmesurado pero vano. Como de costumbre en tales situaciones, sentía que lo dominaba la cólera. Le era muy difícil evitarlo. — Per…dóneme. .-balbuceó —. Pero qué… ¿qué significa esto? Sax abrió el cierre de la escafandra, que se le deslizó hasta el suelo; el imponente efecto de elevada estatura desapareció. Fue una vez más el personaje familiar: un hombrecito flaco, encorvado, de pecho estrecho y manos delicadas y nerviosas. — No sé nada que usted no sepa — dijo —. Y quizá todavía menos. Roban se sintió desconcertado; no entendía nada, pero se aferró a las últimas palabras del neurólogo. — ¿Por qué? ¿Por qué menos? — Porque yo acabo de llegar, no vi nada, aparte de este cadáver. Usted, ustedes estuvieron aquí desde la mañana. Esa imagen ¿no le sugiere algo? Y esos… se movían. ¿Estaban con vida todavía? ¿Y esas manchas, esas manchitas negras…? no se movían. Era una ilusión. Los engramas se fijan como las fotografías. Algunas veces hay varias imágenes superpuestas; pero no en este caso. — ¿Y las manchas? ¿Eran también una ilusión? — No lo sé. Todo es posible, pero me parece que no. Qué piensa usted, Nygren? También Nygren se había desembarazado ya del traje protector. — No sé — dijo —. No estoy seguro de que fuesen una ilusión óptica. No había ninguna en el cielo raso ¿verdad? — ¿Ninguna mancha? No. Sólo ellos… y el suelo. Y algunas en las paredes… — Una segunda proyección hubiera cubierto casi toda la imagen — observó Nygren —. Pero tampoco eso es seguro. Hay muchos factores aleatorios en estas fijaciones. — ¿ Y la voz? ¿ Ese… balbuceo? — insistió Rohan, buscando desesperadamente una respuesta. — Una de las palabras era perfectamente clara: «Mamá». ¿La oyó usted? — Sí. Pero también había otras. «Ala»…«tala». . Se repitieron muchas veces. — Se repitieron porque yo estaba explorando la corteza parietal — dijo lacónicamente Sax —. O sea toda la región de la memoria auditiva — le explicó a Rohan —. Eso fue lo más extraordinario. — ¿Qué? ¿ Las palabras? — No. No las palabras. Un moribundo puede pensar en cualquier cosa; hubiera sido perfectamente normal que pensara en la madre de él. Pero la corteza auditiva de este hombre está en blanco, totalmente en blanco. ¿ Comprende? — No. No comprendo nada. ¿ Cómo, en blanco? — Por lo general, la exploración de los lóbulos parietales no da resultados — prosiguió Nygren —. Hay ahí demasiados engramas. Demasiadas palabras inscriptas. Nadie puede leer cien libros al mismo tiempo. Un caos. Pero él — dijo mirando la forma alargada bajo la tela blanca —, no tenía nada en esa región. Ni una sola palabra, aparte de esas pocas sílabas. — Sí. Pasé del centro sensorial de la palabra, a la cisura de Rolando — aclaró Sax —. Por eso se repetían las sílabas; los últimos fonemas que quedaron allí. — ¿Y que pasó con los otros? — No hay otros — Sax levantó bruscamente el pesado aparato, haciendo restallar el cuero de las manijas —. No hay nada más y punto. Y no me pregunte qué les ocurrió. Este hombre había perdido por completo la memoria auditiva. — ¿Y la imagen? — Eso es diferente. La imagen, la vio. Quizá no comprendió lo que veía, pero una máquina fotográfica tampoco comprende y sin embargo fija la imagen. Por lo demás, no sé si la habrá comprendido o no. «¿Tiene la bondad de ayudarme con esto, Nygren? Los dos médicos abandonaron la cámara de hibernación, llevándose los aparatos. La puerta se cerró y Rohan quedó solo. Se sentía tan desesperado que se acercó a la mesa, levantó la mortaja, la retiró, desabrochó la camisa del muerto, que estaba descongelándose, y le examinó minuciosamente el pecho. Se estremeció al contacto de esa piel, que ya no era rígida sino flexible. A medida que los tejidos se descongelaban, se relajaban los músculos. La cabeza, hasta ese momento tensa, en una postura poco natural, descansaba ahora pasivamente, como si en verdad el hombre estuviese durmiendo. Rohan buscó en aquel cuerpo vestigios de una epidemia misteriosa, de envenenamiento, de mordeduras, pero no encontró nada. Dos dedos de la mano izquierda se apartaron, dejando al descubierto una pequeña herida, de bordes ligeramente abiertos. La herida empezó a sangrar. Gotas rojas cayeron sobre la mesa tapizada de linóleo blanco. Aquello fue demasiado para Rohan. Sin siquiera volver a cubrir al muerto, salió corriendo de la cabina, y tropezando con las personas que se apretujaban en la puerta, se precipitó hacia la salida principal. Jarg consiguió detenerlo en la cámara de descompresión, le ayudó a ajustarse la máscara de oxígeno, y hasta le deslizó la boquilla entre los labios. — ¿Encontraron algo? — No, Jarg. Absolutamente nada. No supo quiénes bajaron con él en el ascensor. Afuera rugían los motores de las máquinas. El viento huracanado soplaba ahora con mayor violencia, levantando ráfagas de arena, que se estrellaban contra la superficie del casco, granulosa y desigual. Rohan había olvidado por completo ese extraño fenómeno. Acercándose a la popa y estirando el brazo, palpó con las yemas de los dedos el casco metálico. El blindaje parecía de roca, una viejísima superficie rocosa desgastada por la intemperie, tachonada de nódulos y asperezas. Alcanzó a ver entre los vehículos la elevada silueta del ingeniero Ganong, pero ni se le ocurrió preguntarle qué pensaba acerca del fenómeno. El ingeniero no sabría más que él. Es decir, nada. Absolutamente nada. Regresó junto con una docena de hombres, sentado en un rincón de la cabina del transporte principal. Oía las voces de los otros como si le llegasen desde muy lejos. Temer habló de envenenamiento, pero los demás protestaron. — ¿Envenenamiento? ¿Con qué? Todos los filtros se encuentran en perfecto estado. Hay oxígeno en las tanques, reservas de agua, víveres… — ¿Notaron el aspecto de ese hombre en la cabina de navegación? — preguntó Blank —. Yo lo conocía, pero si no hubiese visto el anillo de sello, no lo habría reconocido. Nadie le respondió. De regreso en la base, Rohan fue directamente a ver a Horpach. El astronauta estaba ya al tanto de lo ocurrido, gracias a la transmisión televisada y a los informes del grupo que había vuelto primero trayendo centenares de fotografías. Rohan experimentó un involuntario alivio: no tendría que relatar en detalle al comandante lo que había visto en El Cóndor. El astronauta lo miró largamente y se levantó de la mesa sobre la que había extendido un mapa de la zona, cubierto ahora en parte por pruebas fotográficas. Estaban los dos solos, en la amplia cabina de navegación. — Trate de serenarse, Rohan — le dijo —. Comprendo muy bien lo que siente, pero lo que ahora más necesitamos es serenidad, raciocinio y lucidez. Hay que aclarar este condenado enigma. — Tenían todos los medios de protección: los ergorobots, los lasers, los morteros antimateria. El mortero principal está junto a El Cóndor. Tenían el mismo equipo que nosotros — dijo Rohan con voz opaca. De improviso, se dejó caer en una silla. — Perdón… — murmuró. El comandante sacó del armario una botella de cognac. — Un antiguo remedio. Algunas veces es útil. Beba, Rohan. En otras épocas lo utilizaban en los campos de batalla… Rohan bebió en silencio el ardiente licor. — He verificado los contadores de todos los campos de fuerza — dijo con tono de reproche —. Nunca fueron atacados. Ni siquiera dispararon una sola vez. Sencillamente… sencillamente… — ¿Todos se volvieron locos de pronto? — sugirió, imperturbable, el comandante. — Si al menos pudiésemos tener esa certeza. Pero ¿cómo es posible? — ¿Vio usted el libro de bitácora? Gaarb se lo llevó. ¿Lo vio usted? Luego de la fecha del aterrizaje hay sólo cuatro anotaciones. Se refieren a las ruinas que ustedes han explorado… y a las «moscas». — No entiendo. ¿Qué moscas? — No lo sé. El texto dice literalmente que… Tomó de la mesa un registro abierto. — «Ni un solo rastro de vida en tierra firme. La composición de la atmósfera…» Aquí figuran los resultados de los análisis… Luego: «A las 18 y 40 la segunda patrulla motorizada regresaba de las ruinas. Tropezaron con una tormenta de arena local; descargas eléctricas atmosféricas. Contacto radial establecido, pese a los parásitos. La patrulla comunica el descubrimiento de una cantidad considerable de moscas pequeñas que cubren…» El astronauta se interrumpió y volvió a poner el registró sobre la mesa. — ¿ Qué más? ¿ Por qué no termina de leer? — Porque no hay nada más. Aquí se interrumpe la última anotación. Mire. El astronauta le tendió el registro abierto. Estaba cubierto de garabatos ilegibles. Rohan, los ojos fuera de las órbitas, miraba como hipnotizado la maraña indescifrable de líneas y trazos. — Se diría que aquí hay una letra «b» — dijo en voz baja. Y aquí una «G». Una «G» mayúscula. Parece la escritura de un niño pequeño… ¿Está usted de acuerdo? Rohan callaba; aun tenía la copa vacía en la mano. Recordó ambiciones recientes: había pensado que un día comandaría El Invencible. Ahora, daba gracias al cielo por no tener que decidir el futuro de la expedición. — Rohan. Hágame el favor de convocar a los jefes de los grupos de especialistas. ¡Rohan! ¡Reaccione de una vez! — Perdón, comandante. ¿Una conferencia? — Sí. Que se reúnan todos en la biblioteca. Un cuarto de hora más tarde, todos se encontraban sentados en la amplia sala cuadrada, de paredes de color; los libros y los microfilms se guardaban detrás de las mamparas. Lo más impresionante era sin duda la increíble semejanza entre las instalaciones de El Cóndor y las de El Invencible, Rohan miraba a un lado y a otro, y veía una vez más las imágenes de pesadilla que se le habían grabado en la memoria. Todos ocuparon los sitios de costumbre. El biólogo, el médico, el planetólogo, los ingenieros electricistas y de comunicaciones, los cibernetistas y los físicos estaban sentados en semicírculo. Estos veinte hombres eran el cerebro estratégico de la nave. El astronauta se encontraba de pie, debajo de una pantalla blanca desenrollada a medias. — ¿Están todos al tanto de la situación a bordo de El Cóndor? Un murmullo de voces afirmativas. — Hasta el momento — anunció Horpach- los equipos que trabajan en el perímetro de El Cóndor han recuperado veintinueve cadáveres. En la nave misma, han hallado treinta y cuatro, uno de ellos perfectamente conservado, en la cámara de hibernación. El doctor Nygren, que acaba de regresar de la nave, nos dirá lo que ha visto. — No tengo mucho que decir — déclaró Nygren, Con paso lento se acercó al astronauta, que le llevaba más de una cabeza, — Hemos encontrado nueve cuerpos momificados. Además del que acaba de mencionar el comandante, y que estamos disecando. Los restantes son en realidad esqueletos o partes de esqueletos extraídos de la arena. La momificación ocurrió en el interior de El Cóndor donde prevalecían condiciones favorables: muy escasa humedad atmosférica, una ausencia prácticamente total de bacterias patógenas y una temperatura no demasiado elevada. En los cuerpos que se encontraron a la intemperie la descomposición se aceleró en los períodos de lluvias, pues la arena contiene óxidos y sulfuros de hierro que reaccionan en presencia de los ácidos débiles. . Por lo demás, creo que estos detalles no son importantes. Si se desea una explicación más a fondo de estas reacciones, nuestros colegas del laboratorio químico podrían investigarlas. De todas maneras, la momificación era imposible fuera de la nave, pues el agua de las lluvias y las sustancias disueltas del suelo y la arena han estado actuando todos estos años. Este último fenómeno explica el porqué de las superficies pulidas de los huesos. — Perdone, doctor — dijo el astronauta —. Lo más importante para nosotros es conocer la causa de esas muertes, no lo que vino después. — Ningún síntoma de muerte violenta, al menos en los cadáveres mejor. conservados — explicó inmediatamente el médico. No miraba a nadie y daba la impresión de estar observando un objeto invisible que sostenía en la mano levantada —. En apariencia todos murieron de muerte natural. — ¿Qué quiere decir? — No hubo causas exteriores. Encontramos fracturas en algunos huesos largos, pero pueden haberse producido más tarde. Para saberlo con certeza, habría que llevar a cabo otros experimentas. Los que estaban vestidos tenían la piel y los huesos intactos. Ninguna herida, si descontamos los pequeños rasguños que con seguridad no pueden haberles provocado la muerte. — Pero entonces, ¿cómo murieron? — Lo ignoro. Podríamos aventurar la hipótesis de que murieron de hambre o de sed. . — Hay mucha agua y víveres en El Cóndor — observó Gaarb. Hubo un instante de silencio. — Momificación significa en primer término la total deshidratación del cuerpo — explicó Nygren, sin volverse hacia los otros —. Los tejidos adiposos se modifican, pero no desaparecen. Pero en estos hombres no había vestigios de grasas. Como si hubiesen muerto de hambre. — Pero ese no es el caso del hombre que encontramos en la cámara de hibernación — dijo Rohan que estaba de pie detrás de la última fila de butacas. — Es verdad. Pero es probable que haya muerto de frío. Cómo y por qué entró en la cámara de hibernación, es todavía un misterio. A lo mejor se quedó dormido en la cámara mientras la temperatura seguía bajando. — ¿Hay alguna posibilidad de un envenenamiento colectivo? — preguntó Horpach. — No. — Pero doctor, cómo puede ser tan categórico… — Me parece obvio — respondió el médico —. Un envenenamiento, en condiciones planetarias, sólo es concebible por vía pulmonar, mediante gases venenosos, o por el tubo digestivo e incluso por la piel. Sin embargo, entre los cadáveres mejor conservados había uno con máscara de oxígeno. La reserva del tanque le habría alcanzado para varias horas más… Es cierto, se dijo Rohan. Recordó al hombre, la piel tensa sobre el cráneo; manchas parduscas en los huesos de los pómulos y las órbitas llenas de arena. — Esta gente no puede haber comido nada venenoso, por la sencilla razón de que aquí no hay nada que comer. En tierra firme, quiero decir. Y no intentaron pescar en el océano. A lo sumo, enviaron una patrulla al fondo de las ruinas. Nada más. Pero allí veo a Mac Minn. ¿Ha terminado usted, colega? — Sí, he terminado — dijo el bioquímico desde la puerta. Todas las cabezas se volvieron hacia él. Se abrió paso entre los asistentes y se detuvo junto a Nygren. Todavía llevaba puesta la larga túnica de laboratorio. — ¿Hizo los análisis? — El doctor Mac Minn acaba de estudiar el cadáver de la cámara de hibernación — explicó Nygren —. Si quisiera decirnos qué ha encontrado… — Nada — dijo Mac Minn. Tenía el cabello tan claro que casi parecía blanco. Los ojos eran pálidos también, con párpados manchados de pecas. Ahora, sin embargo, la larga cabeza equina no hacía sonreír a nadie. — Ningún veneno, orgánico o no. Todos los valores enzimáticos, normales. Ningún elemento extraño en la sangre. En el estómago, restos de bizcochos y de alimentos concentrados digeridos a medias. — ¿De qué murió, entonces? — preguntó Horpach con la calma de siempre. — Murió, sencillamente — respondió Mac Minn que sólo en ese momento reparó en que aún llevaba puesta la túnica de laboratorio. Desató los cordones, se la quitó y la tiró sobre un sillón vacío, al lado. La tela sedosa resbaló y cayó al suelo. — ¿Cuál es, entonces, la opinión de usted? — insistió el astronauta. — No tengo ninguna opinión. Sólo puedo decir que estos hombres no murieron envenenados. — ¿ Una sustancia radiactiva de descomposición rápida? ¿Una radiación dura? — Una radiación dura, en dosis mortal, deja rastros: hemorragias, petequias, modificaciones en la sangre. No las hay. Por lo demás, ninguna sustancia radiactiva consumida en dosis mortales hace ocho años puede haber desaparecido del todo. El nivel de radiactividad es aquí inferior al de la Tierra. Esos hombres no han estado sometidos a ninguna forma de radiactividad. Puedo asegurarlo. — ¡Pero algo tiene que haberlos matado! — exclamó el planetólogo Ballmin alzando la voz. Mac Minn guardaba silencio. Nygren le dijo algo en voz baja. El bioquímico inclinó la cabeza y salió del salón, pasando entre las filas de asientos. Nygren descendió del estrado y se sentó en el lugar de Mac Minn. — Las perspectivas no son muy alentadoras — dijo el astronauta —. En todo caso, no podemos esperar ninguna ayuda de los biólogos. ¿Alguno de los presentes tiene algo que decir? Sarner, el físico atómico, se puso de pie. — La clave del misterio de El Cóndor tenemos que buscarla en la nave misma. Los penetrantes ojos de pájaro miraron uno tras otro a todos los presentes. En contraste con el pelo renegrido, los ojos parecían casi blancos. — Lo que quiero decir es que la explicación se encuentra allí, pero que nosotros no estamos aún en condiciones de descifrarla. El caos que reina en las cabinas, las provisiones intactas, el estado y la disposición de los cadáveres, los deterioros causados a la instalación; todo eso algo significa. — Si eso es lo que tiene que decir. . — intervino Gaarb, decepcionado. — Un momento, un momento. Nos encontramos en la más completa oscuridad y lo primero que necesitamos es buscar un camino. Por el momento, sabemos muy poco. Tengo la impresión de que no nos atrevemos a recordar algunas de las cosas que vimos en El Cóndor. Por esa razón volvemos una y otra vez con tanta obstinación a la hipótesis de un envenenamiento misterioso, que habría provocado una locura colectiva. Por nuestro propio interés, y también por ellos, los tripulantes muertos de El Cóndor, hemos de enfrentar los hechos con lucidez y sin engaños. Sugiero, o mejor dicho propongo que hablemos todos francamente, ahora mismo. ¿Qué les chocó más cuando estuvieron en El Cóndor? Lo que quizá no han dicho todavía a nadie. Lo que pensaron que era preferible olvidar. Sarner volvió a sentarse. Rohan titubeó un momento y habló de los trozos de jabón que había visto en el cuarto de baño. Luego Gralew se puso de pie. Debajo de la capa de mapas y libros destrozados había abundantes excrementos secos. Alguien mencionó una lata de conserva con marcas de dientes. Como si hubiesen intentado morder el latón. Lo que más había sobrecogido a Gaarb era la mención de las «moscas» en el libro de bitácora. Y en seguida dijo: — Supongamos que de esa fosa tectónica de la «ciudad» haya escapado una capa de gas asfixiante, y que el viento lo haya llevado hasta el cohete. Si, a consecuencia de un descuido, la puerta de la cámara de aire hubiera quedado abierta… — Sólo la puerta exterior estaba abierta. Había arena en la cámara de aire. La puerta interior estaba cerrada… — Quizá la cerraron después, cuando la acción deletérea de los gases… — ¡Imposible, Gaarb! No se puede abrir la puerta exterior si la interior no está cerrada. Se abren alternativamente, lo que excluye toda posibilidad de descuido o negligencia… — Pero para mí hay un hecho indudable: que todo esto ocurrió de repente. Una locura colectiva… no voy a negar que haya casos de psicosis durante los vuelos, pero no en un planeta, no pocas horas después del aterrizaje. Una locura colectiva que atacara de golpe a toda la tripulación sólo podría ser resultado de un envenenamiento. — O de un retorno a la infancia — acotó Sarner. — ¿Cómo? ¿Qué dice? — inquirió Gaarb, estupefacto —. ¿ Qué es eso? ¿ Una broma? — Nunca hablo en broma en circunstancias como ésta. Hablo de un retorno a la infancia porque nadie lo dijo hasta ahora. ¡Y sin embargo! Esos garabatos en el libro de a bordo, esos atlas estelares despedazados, esas letras trazadas con tanto esfuerzo… Todos ustedes lo han visto, ¿no es verdad? — Pero, ¿qué puede significar? — preguntó Nygren —. ¿Acaso una enfermedad nueva? — No. No una enfermedad. En eso tiene usted razón, doctor. Una vez más todos guardaron silencio. El astronauta titubeó. — Una pista falsa, quizá. Los resultados de las auscultaciones necroscópicas siempre son inciertos. Aunque por el momento, no veo en qué podría perjudicarnos. Doctor Sax. . El neurofisiólogo describió la imagen extraída del cerebro del muerto; no dejó de mencionar las sílabas grabadas en la memoria auditiva. Las revelaciones de Sax desencadenaron una verdadera tempestad de preguntas. Hasta Rohan fue interrogado por los científicos, puesto que había presenciado la experiencia. A pesar de todo, no llegaron a ninguna conclusión. — ¿No le parece que las «manchitas» deben de tener alguna relación con las «moscas»? — sugirió Gaarb. Un momento; tal vez las causas de la muerte hayan sido otras. Digamos que la tripulación fue atacada por insectos venenosos. No es posible detectar una picadura en una piel momificada. Y el hombre que encontramos en la cámara de hibernación quizá intentó esconderse, huir de los insectos, y murió de frío. — Pero ¿por qué, antes de morir, tuvo un ataque de amnesia? — ¿Perdió la memoria? ¿No hay ninguna duda? — Eso dicen los exámenes necrópticos. — Pero ¿qué opina usted de la hipótesis de los insectos? — Que hable Lauda. Lauda era el paleobiólogo jefe de la nave. Se puso de pie y esperó a que todos los otros callaran. — No es por casualidad que no hayamos hablado de esas «moscas». Todos nosotros, incluso aquellos que tienen vagas nociones de biología, sabemos que ningún organismo puede vivir fuera de un biotipo determinado; es decir, fuera de un todo más complejo: el medio y las especies que en él habitan. Lo hemos comprobado en todos los rincones del Cosmos. Una enorme variedad de formas de vida; o ninguna. No hay insectos si no hay plantas en tierra firme, y otros organismos invertebrados semejantes, etcétera. No les daré una conferencia sobre la teoría general de la evolución; bastará que les diga que esa hipótesis es imposible. No hay aquí moscas venenosas, ni artrópodos, ni coleópteros, ni arácnidos. — ¿Cómo puede estar tan seguro? — preguntó Ballmin. — Si usted hubiera sido alumno mío, Ballmin — dijo el paleobiólogo- no se encontraría a bordo de esta nave, pues no habría aprobado los exámenes. — Todos sonrieron involuntariamente. — No sé qué calificaciones habrá obtenido usted en planetología, pero no sabe mucho de biología de la evolución. — Parece que esto degenera en una disputa entre especialistas. ¡Qué manera de perder el tiempo! — susurró alguien al oído de Rohan. Rohan se volvió y se encontró con el ancho rostro bronceado de Jarg, que le guiñaba un ojo. — Pero quizá los insectos no eran originarios de este planeta — insistió Ballmin —. A lo mejor los trajeron de alguna otra parte. — ¿De dónde? — De los planetas de la Nova. Ahora todo el grupo hablaba al mismo tiempo. Pasó un largo rato antes que se restableciera el orden. — Estimados colegas — dijo Sarner —, sé quién ha sugerido esta idea a Ballmin. El doctor Gralew. — Está bien, no negaré esa paternidad — admitió el físico. — Perfecto. Supongamos que ya no podemos permitirnos el lujo de hipótesis relativamente plausibles, y que recurramos a hipótesis descabelladas. Por mi parte, seña res biólogos, no hay ningún inconveniente. Admitamos que una nave haya traído a Regis III insectos que vivían en un planeta de la Nova. ¿Se habrían adaptado esos insectos a las condiciones locales? — Si estamos proponiendo una hipótesis descabellada, todo es posible — admitió Lauda —. Pero aun las hipótesis disparatadas no pueden dejar cosas sin explicar. — ¿Qué quiere decir? — Quiero decir que falta explicar qué ha deteriorado el blindaje exterior. Según los ingenieros, la nave no podrá despegar si no se la repara a fondo. ¿Creen ustedes, por ventura, que esos misteriosos insectos llegaron a adaptarse a una dieta de molibdeno? Es una de las sustancias más duras de todo el universo. Petersen, ¿qué puede atacar a ese material? — Si está bien templado nada, que yo sepa — respondió el adjunto del jefe de ingenieros —. Se lo puede perforar ligeramente con un diamante, pero serían necesarias varias toneladas de diamantes y miles de horas de trabajo. La alternativa sería algún ácido. Pero ácidos inorgánicos que actúan a una temperatura mínima de dos mil grados y sólo en presencia de ciertos catalizadores. — ¿Qué puede haber deteriorado entonces el blindaje de El Cóndor? — No tengo ni la más remota idea. Quizá si lo hubieran sumergido un tiempo en un baño de ácido, y a la temperatura necesaria… Pero no sé cómo pudo haber sido posible, sin arcos de plasma y sin catalizadores. — Bueno, ya ve a qué han quedado reducidas esas «moscas», colega Ballmin — dijo Lauda volviendo a sentarse. — Creo que no tiene sentido continuar la discusión — intervino el astronauta que había estado callado un largo rato —. Tal vez sea prematura. Todo cuanto podemos hacer por el momento es continuar nuestros exámenes, análisis y búsquedas. Nos dividiremos en tres grupos. Uno se ocupará de las ruinas, otro de El Cóndor y el tercero explorará el desierto occidental. Más no podemos hacer, pues aunque reparemos algunas máquinas de El Cóndor, no podrá movilizar más de catorce ergorobots. Por lo demás, el tercer procedimiento de rutina sigue vigente. El primero Una oscuridad fosforescente y sedosa le envolvía el cuerpo. Se ahogaba. Trataba desesperadamente de liberarse de aquellas cuerdas inmateriales; se cerraban sobre él como los hilos invisibles de una telaraña. Buscó un arma; en vano: estaba desnudo. Quiso gritar pidiendo auxilio, y el grito se le ahogó en la garganta. Un ruido ensordecedor lo arrancó del sueño. Rohan saltó de su cucheta, despierto sólo a medias, consciente sólo de las tinieblas de alrededor y del repiqueteo incesante de la señal de alarma. Esto no era ya una pesadilla. Encendió la luz, se enfundó de prisa el traje protector, y corrió al pasillo. Los hombres se apiñaban frente a la jaula, en todos los niveles. Sólo se oía la llamada de alarma; resplandecía en todas las paredes la palabra alerta en letras rojas. Entró corriendo en la cabina de comando. El astronauta, vestido de uniforme, como en pleno día, estaba de pie frente a la pantalla principal. — Ya he dado orden de suspender la alarma — dijo con voz serena —. Está lloviendo, nada más. Mire, Rohan: un hermoso espectáculo. Y en verdad, la pantalla que mostraba la parte superior del cielo nocturno brillaba con una lluvia de chispas. Las gotas chocaban con la cúpula invisible del campo de fuerza, y se transformaban instantáneamente en microscópicas explosiones incandescentes que iluminaban todo el paisaje con una luz vacilante, como una multiplicada aurora boreal. — Tendremos que programar mejor a los autómatas — dijo Rohan en voz baja, ya completamente despierto —. Le diré a Terner que desconecte el aniquilador. De lo contrario, un poco de arena en el viento nos hará saltar de la cama en plena noche… — Tomémoslo como un ejercicio de prueba — respondió el astronauta, que parecía estar de muy buen humor —. Son las cuatro de la mañana. Puede volver a su cabina, Rohan. — A decir verdad, no tengo nada de sueño. ¿Y usted? — Yo ya he dormido. Cuatro horas de sueño me bastan. Después de viajar dieciséis años por el espacio, ya poco me queda de los hábitos terrestres. He estado pensando si podríamos proteger aun más a los grupos de exploración. Sería demasiado engorroso que llevaran de aquí para allá a los ergo-robots levantando campos de fuerza. ¿Qué piensa usted? — Podríamos darles emisores individuales. Pero eso no resolvería todos los problemas. Un hombre encerrado en una burbuja de energía no puede tocar nada… ya sabe usted cómo es eso. Y si el radio del campo se reduce demasiado, hay peligro de graves quemaduras. He visto accidentes de ese tipo. — Estuve pensando incluso en no mandar hombres a tierra y en trabajar sólo con robots — confesó el astronauta —. Sí, eso podría ser práctico unas pocas horas, un día a lo sumo. Pero sospecho que pasaremos aquí un tiempo largo. — ¿Qué planes tiene usted? — Cada uno de los grupos tendrá una base de operaciones, protegida por un campo de fuerza, pero los exploradores dispondrán de cierta libertad de movimientos. De otro modo estaríamos tan protegidos contra posibles accidentes que no llegaríamos a nada. Habrá una condición: los hombres que trabajen fuera del campo llevarán la guardia de un hombre protegido, que lo seguirá a todas partes. No perder de vista a nadie en ningún momento: este principio será ley mientras estemos en Regis III. — ¿A qué grupo me destina usted? — ¿Le gustaría trabajar en El Cóndor? Ya veo que no. Quedan la «ciudad» y el desierto. Puede elegir. — Elijo la «ciudad», astronauta. Sigo pensando que allí encontraremos la clave del misterio. — Es posible. Mañana, o mejor dicho hoy, pues ya está amaneciendo, partirá con el mismo grupo de ayer. Les daré un par de arctanos más. Algunos lasers manuales también. Tengo la impresión de que eso actúa a corta distancia. — ¿Eso? ¿A qué se refiere? — Si lo supiera… Bueno.. no olvide llevar también una cocina portátil. Trabajará así con más libertad y no dependerá de los víveres de la nave. El sol rojo apenas calentaba el aire. Las sombras de las grotescas construcciones se alargaban y unían. El viento soplaba sin cesar levantando remolinos de arena en las dunas móviles, entre las pirámides metálicas. Rohan, sentado sobre el techo de un tractor-oruga, observaba con el largavista a la pareja Gralew-Chen. Los hombres, del otro lado del campo de fuerza, excavaban el pie de un panal negro. La correa que sujetaba el láser portátil le lastimaba la nuca. Acomodó la correa sin perder de vista a los dos hombres. El quemador de plasma, en manos de Chen, brillaba como un pequeño diamante. Una señal de llamada llegó de pronto desde el interior del vehículo, repitiéndose una y otra vez, pero Rohan no volvió la cabeza. Oyó que el conductor respondía a la base. — ¡Astronauta! ¡Orden del comandante! ¡Tenemos que regresar inmediatamente! — le gritó Jarg, muy excitado, asomando la cabeza por la portezuela de la torrecilla. — ¿Regresar? ¿Por qué? — No sé. No hacen más que repetir la señal de regreso inmediato: EV cuatro veces seguidas. — ¿EV? Maldición, tenemos que darnos prisa. Alcánceme el micrófono y lance los cohetes. Al cabo de diez minutos todos los hombres que exploraban el exterior estaban de vuelta en los vehículos. Rohan conducía la pequeña caravana a tanta velocidad como lo permitía el terreno accidentado. Blank, que ahora trabajaba junto a él como oficial de enlace, le tendió de pronto los auriculares. Rohan se dejó caer en el interior del vehículo, que olía a plástico recalentado. Bajo el zumbido del ventilador — la corriente de aire le arremolinaba los cabellos —, se puso a escuchar las señales entre el grupo de Gallagher, en el desierto occidental, y El Invencible. Parecía avecinarse una tormenta. Ya desde la mañana los barómetros habían bajado de nivel, y ahora sobre el horizonte aparecían unas nubes alargadas de color azul oscuro. Arriba, el cielo era claro. Había tantos ruidos parásitos en la atmósfera, que las comunicaciones sólo podían hacerse en morse. Rohan captaba series de señales convencionales. Había tomado los auriculares demasiado tarde y no entendía muy bien de qué se trataba. El grupo de Gallagher también regresaba a la base, lo más rápidamente posible. En la nave se había declarado el estado de alerta y habían llamado a todos los médicos. — Alerta para los médicos — informó a Ballmin y Gralew que lo observaban ansiosos —. Algún accidente, pero con seguridad nada grave. Quizá un desprendimiento de tierra y alguien quedó enterrado. Todos sabían qué tareas habían encomendado a Gallagher: excavaciones geológicas en un lugar previamente elegido. Rohan, sin embargo, no creía en lo que estaba diciendo: tenía la convicción de que no había sido un simple accidente de trabajo. Se encontraban a sólo seis kilómetros de la base, pero parecía que el otro grupo había sido llamado mucho antes, pues cuando la sombría silueta de El Invencible se alzó ante ellos, vieron en la arena rastros recientes de tractores. Las huellas, en aquel viento huracanado, no podían tener más de media hora. Se acercaron al límite exterior del campo y pidieron que les abrieran un pasaje. Curiosamente, la respuesta tardó largo rato en llegar. Al fin los semáforos azules se encendieron y la comitiva entró en el campo protector. El grupo de El Cóndor 'ya estaba allí. Era a ellos, entonces, a quienes habían llamado en primer término, y no a los geólogos de Gallagher. Había un vehículo-oruga junto a la rampa; otros obstruyendo el pasaje. En torno de la nave, todo era alboroto. Los hombres corrían frenéticos de aquí para allá hundiéndose en la arena hasta las rodillas; los autómatas encendían y apagaban los reflectores. Caía ya la noche, y Rohan no supo cómo interpretar esta escena caótica. Repentinamente, un rayo de luz deslumbrante partió desde lo alto transformando la nave en un faro gigantesco. El rayo explorador avanzó a tientas por el desierto hasta encontrar una columna de luces que oscilaban y se sacudían como si se tratara de todo un convoy. Los vehículos no se habían detenido aún cuando los hombres de Gallagher saltaron a la arena. Un reflector rodante se acercó a ellos desde la rampa, y entre las hileras de vehículos pasó una pequeña procesión, llevando a un hombre en unas parihuelas. En el momento en que la camilla pasaba frente a él, Rohan apartó de un codazo a los hombres que tenía al lado y se puso en primera fila. Por un momento, había llegado a pensar que había ocurrido en verdad un desgraciado accidente, pero el hombre tendido en la camilla tenía las piernas y los brazos atados, y se debatía, gritando, la boca desmesuradamente abierta. El grupo siguió el haz de luz del reflector. Rohan, paralizado en la oscuridad, continuaba escuchando aquellos alaridos inhumanos que no se parecían a nada que hubiese oído alguna vez. El blanco grupo luminoso subió por la rampa y desapareció en la escotilla del pañol. Rohan llamó a gritos a algunos de los hombres preguntándoles qué había sucedido; todos pertenecían al equipo de El Cóndor, y no sabían nada. Transcurrió largo rato antes que pudiera reponerse. La hilera de vehículos detenidos volvió a moverse, y trepó ruidosamente por la rampa; en lo alto del ascensor se encendieron las luces; las gentes que esperaban abajo empezaron a dispersarse, y al fin el mismo Rohan subió, entre los últimos, junto con los arctanos; la calma imperturbable de los robots le pareció esta vez singularmente irritante. Dentro del cohete se oían las interminables campanillas de los informadores y los teléfonos internos, y en las paredes continuaban encendidas las luces de alarma que llamaban a los médicos. Las señales se apagaron casi en seguida. Los pasillos se fueron despejando poco a poco. Una parte de la tripulación bajó a las cantinas. Rohan oyó conversaciones en los corredores resonantes de pasos; un arctano rezagado avanzó pesadamente hacia el departamento de los robots; por último, todo el mundo desapareció, y sólo él quedó allí, como abrumado, convencido de que no podía haber ninguna explicación, y de que nunca la habría. — ¡Rohan! Gaarb estaba frente a él, llamándolo a la realidad. — ¿Es usted? Doctor… ¿usted lo vio? ¿Quién era? — Kertelen. — ¿Kertelen? ¡No es posible! — Lo vi casi hasta el final… — ¿El final? — Sí, yo estaba con él — explicó Gaarb con una voz artificialmente serena. Rohan vio en las gafas de Gaarb los reflejos de las luces coloreadas. — El grupo que exploraba el desierto — balbuceó. — Exactamente. — ¿Y qué pasó? — Gallagher había elegido el lugar de acuerdo con las sondas sismográficas… Descubrimos un laberinto de gargantas estrechas y serpeantes — explicó Gaarb con voz lejana, como hablándose a sí mismo y tratando de rememorar el curso exacto de los acontecimientos —. Hay allí rocas blandas de origen orgánico; agua, grutas, cavernas. Tuvimos que dejar los orugas en la meseta superior. Avanzábamos en fila india, no muy separados. Éramos once. Los ferrómetros indicaban la presencia de masas de hierro y nosotros tratábamos de encontrarlas. Kertelen pensaba que quizás había máquinas ocultas en alguna parte. — Sí. También a mí me lo dijo. ¿Y entonces? — En una de las cavernas, casi en la superficie, debajo de una capa de légamo, encontró una especie de autómata. Había estalactitas y estalagmitas en esa gruta. — ¿Un autómata? — No, no lo que usted piensa. Chatarra en realidad. No herrumbrada, pues la aleación es inoxidable, sino corroída, casi reducida a cenizas, restos, nada más. — Pero podría haber otros… — No sé, este autómata tiene por lo menos trescientos mil años. — ¿Cómo puede saberlo? — Porque en la superficie encontramos depósitos de cal, del agua que cayó de las estalactitas. Gallagher en persona estudió el tiempo de evaporación, y la formación de la estalagmita. Trescientos mil años es el cálculo más modesto. Además ¿sabe a qué se parece ese autómata? ¡A las famosas ruinas! — ¡Entonces no tiene nada de autómata! — Espere. Tuvo que haber sido un móvil, pero sin un par de patas. Aunque parecía un cangrejo. Además, no tuvimos tiempo de estudiarlo, pues en seguida… — ¿Qué sucedió? — A intervalos regulares yo contaba a nuestros hombres. Me encontraba bajo el campo de fuerza y estaba encargado de vigilarlos, entiende… pero todos llevaban máscaras, y usted sabe cómo es, todos parecían iguales. Sobre todo porque ya no se veían los colores — de los trajes, estaban cubiertos de fango. En un determinado momento conté un hombre de menos. Llamé a todos los demás y nos pusimos a buscarlo. Kertelen, feliz con su descubrimiento, se había apartado del grupo, seguramente con la intención de curiosear un poco más allá. Pensé que se habría extraviado en una de las gargantas laterales. La caverna es un verdadero laberinto de callejones sin salida, pero todos cortos, nivelados, y con luz. De improviso, lo vimos aparecer en un recodo, acercándose en línea recta. Ya en ese estado. Nygren estaba con nosotros; pensó que se trataba de un ataque de insolación. — Pero ¿qué tiene? — Está inconsciente. No, no es eso. Camina, mueve el cuerpo, pero es imposible comunicarse con él. Además, ya no sabe hablar. ¿Lo oyó? — Sí. — Ahora se ha serenado un poco. Antes, era peor. No nos reconoció. En el primer momento eso fue lo más espantoso. «Kertelen, a dónde fuiste», le grité y él pasó a mi lado como si se hubiera quedado sordo de repente; pasó de largo junto a todos nosotros y fue hacia la entrada de la garganta, a un paso que nos puso la carne de gallina. Como si lo hubieran cambiado, sencillamente. Viendo que no nos contestaba corrimos detrás. ¡Menuda tarea! En una palabra, tuvimos que atarlo para poder traerlo de vuelta a la nave. — ¿Qué dicen los médicos? — Como de costumbre, sueltan frases en latín, pero no saben nada. Nygren está con Sax en la cabina del comandante; si quiere, puede preguntar allí. Gaarb se alejó con paso lento, la cabeza un poco inclinada, como de costumbre. Rohan tomó el ascensor y subió hasta la cabina de comando. Estaba desierta, pero al pasar por la sala de mapas oyó la voz de Sax. Entró. — Una amnesia total, eso parece — decía el neurofisiólogo. Estaba de pie, de espaldas a Rohan, examinando las radiografías que tenía en la mano. Detrás del escritorio, inclinado sobre el abierto libro de bitácora, estaba sentado el astronauta, la mano levantada y apoyada en los estantes de mapas celestes perfectamente enrollados. Escuchaba a Sax en silencio; Sax guardaba lentamente la radiografía en un sobre de papel madera. — Una amnesia. Pero una amnesia de una naturaleza excepcional. No sólo ha perdido todos los recuerdos, sino también capacidad de hablar, de escribir, de leer; en realidad, es más que amnesia. Es una desintegración total, una verdadera destrucción de la personalidad. Fuera de los reflejos más primitivos, no queda nada. Es capaz de caminar y comer, pero sólo si se le pone el alimento en la boca. — ¿Ve y oye? — Sí, por supuesto. Pero no comprende lo que ve. Es incapaz de distinguir entre las personas y las cosas. — ¿Los reflejos? — Normales. Es un problema cerebral. Como si le hubieran borrado de un solo golpe todas las huellas de memoria. — Pero entonces… el otro, el hombre de El Cóndor… — Sí, ahora no cabe la menor duda. Es el mismo caso. — Vi una vez algo parecido — dijo el astronauta en voz muy baja, casi un murmullo. Miraba en dirección a Rohan pero no lo veía —. Fue en el espacio… — ¡Ah, ya sé! ¡Y no haber pensado en eso! — exclamó el neurofisiólogo con voz excitada —. Amnesia total como consecuencia de una exposición magnética, ¿no es eso? — Sí. — Nunca vi a ese hombre. Conozco el caso sólo en teoría. Ocurrió hace mucho tiempo ¿no? Durante una travesía a gran velocidad por un campo magnético. — Sí, pero cuidado; en condiciones muy particulares. No es tanto la intensidad del campo lo que cuenta sino el gradiente, la brusquedad del cambio. Hoy detectamos los gradientes desde lejos. En aquellos tiempos, no era posible… — Es verdad — asintió el médico —. Es verdad. Ammarhatten experimentó con monos y gatos. Los sometió a campos magnéticos intensos, hasta hacerles perder la memoria. — Sí. Esto tiene cierta relación con los impulsos eléctricos del cerebro. — Pero en el caso presente — reflexionó Sax en alta voz —, además del informe de Gaarb, tenemos las declaraciones de los otros hombres. Un potente campo magnético… por lo menos centenares de miles de gauss ¿no? — Centenares de miles de gauss no habrían bastado. Se habrían necesitado millones — declaró el astronauta, con voz áspera. En ese mismo momento pareció advertir por primera vez la presencia de Rohan: — ¡Entre y cierre la puerta! — ¿Millones? ¿Y los aparatos de a bordo no descubrieron semejante campo? — Todo depende de las circunstancias — respondió Horpach —. Si estuviese concentrado en una superficie reducida; si tuviera, por ejemplo, la circunferencia de ese globo, y se encontrase, además, aislado del exterior… — En una palabra, ¿si Kertelen hubiese metido la cabeza entre los polos de un electroimán gigantesco? — Ni siquiera eso sería suficiente. El campo tendría que oscilar a una frecuencia determinada. — Pero allí no había ningún imán, ningún aparato excepto esos escombros ruinosos; sólo gargantas bañadas por las aguas, guijarros y arena. — Y cavernas — agregó, pensativo, el comandante. — Y cavernas, sí. ¿Supone, astronauta, que alguien o algo lo atrajo a una de esas cavernas, y que allí había un imán? Bueno, francamente.. — ¿Qué explicación le da usted, entonces? — preguntó Horpach, como si la discusión empezara a fatigarlo. El médico guardó silencio. A las tres y cuarenta de la madrugada las señales de alarma repiquetearon en todos los niveles de El Invencible. Los hombres saltaron de las camas, echando maldiciones, se vistieron en un abrir y cerrar de ojos, y corrieron a sus puestos. Rohan llegó a la cabina de comando cinco minutos después de la primera llamada. El astronauta no había llegado todavía. Se volvió a la pantalla mayor. Hacia el oeste, una lluvia de diminutos relámpagos blancos iluminaba la oscuridad. Parecía como si un enjambre de meteoritos estuviese atacando a la nave. Echó una ojeada a los instrumentos que medían el campo. Él, personalmente, había programado las computadoras y sabía que no podían reaccionar ni a la lluvia ni a una tormenta de arena. Algo volaba desde el desierto invisible y estallaba en un diluvio de perlas de fuego; las descargas eléctricas se producían en la superficie del campo, y los extraños proyectiles volaban en estelas parabólicas de un resplandor cada vez más débil al resbalar por la superficie convexa. Las crestas de las dunas eran visibles un momento, y luego se desvanecían otra vez en la oscuridad. Las agujas de los cuadrantes oscilaban perezosamente; los emisores Dirac aniquilaban sin mucho esfuerzo este misterioso bombardeo. Rohan oyó que el comandante se acercaba, y echó una ojeada a los detectores espectroscópicos. — Níquel, hierro, manganeso, berilo, titanio — leyó junto a él el astronauta en la pantalla iluminada —. Me gustaría verlo con mis propios ojos. — Una lluvia de partículas metálicas — dijo Rohan con voz lenta —. De acuerdo con las descargas, tienen que ser muy reducidas. — Me gustaría verlas de cerca — dijo el astronauta —. ¿Qué le parece? ¿Nos arriesgamos? — ¿A qué? ¿A desconectar el campo? — Sí. Por una fracción de segundo. Unas pocas partículas caerán en la zona protegida, y rechazaremos el resto conectando en seguida. Rohan tardó en contestar. — Después de todo ¿por qué no? — dijo al cabo de un rato, titubeando. Pero antes que el astronauta tuviera tiempo de acercarse al tablero, el hormiguero de llamas se extinguió tan repentinamente como había aparecido, y otra vez reinó esa oscuridad total que sólo conocen los planetas sin luna y que giran lejos de las constelaciones galácticas. — Esta vez no hemos tenido suerte — gruñó Horpach. Se quedó un momento con la mano apoyada en el interruptor central. Luego, saludando a Rohan con un leve movimiento de cabeza, salió de la cabina. Las sirenas que suspendían el estado de alerta resonaron en toda la nave. Rohan suspiró, contempló una vez más las pantallas ahora completamente negras y volvió a la cabina. a tratar de dormir. La nube Ya empezaban a acostumbrarse al planeta, al rostro inmutable de ese desierto, a las ligeras sombras de las nubes que parecían siempre a punto de disiparse, esas nubes de una rara transparencia que permitía divisar, en pleno día, las estrellas brillantes; al crujir de la arena bajo las ruedas y los pasos, al sol rojo y opaco cuyos rayos eran incomparablemente más suaves que los del sol terrestre, y que se sentían, más que como calor, como una extraña y silenciosa presencia. Todas las mañanas los equipos de trabajo se encaminaban a sus diferentes destinos; los ergo-robots desaparecían entre las dunas, meciéndose como barcazas gigantescas. Y cuando la polvareda levantada por las caravanas volvía a asentarse, los que quedaban a bordo de El Invencible pensaban en lo que el nuevo día iría a depararles. Comentaban lo que el técnico de radares le había dicho al ingeniero de comunicaciones, o trataban de recordar el nombre del piloto que había perdido una pierna en el satélite de navegación Terra 5. Pasaban así las horas, hablando de cosas intrascendentes, inclinados sobre latas vacías, a la sombra del casco que como la aguja de un gigantesco cuadrante solar giraba y se extendía hasta tocar el círculo de los ergo-robots. Luego, a la hora del regreso de los expedicionarios, se levantaban, buscando a lo lejos, con la mirada, a los que no podían tardar en llegar. En cuanto a los exploradores, apagado el entusiasmo de la búsqueda entre los escombros metálicos de la «ciudad», regresaban a la nave fatigados y hambrientos. Hasta el grupo de El Cóndor, al cabo de una semana, no traía ya informaciones más importantes que las de haber identificado uno u otro de los cadáveres. Y los hallazgos que en un principio fueran símbolos de horror — los despojos de antiguos camaradas —, eran ahora cuidadosamente embalados en recipientes herméticos y guardados en las bodegas de El Invencible. Y mientras, esos hombres que continuaban tamizando la arena alrededor de El Cóndor, que seguían hurgando en las entrañas de la nave, no sentían ningún alivio, sino un cansancio y aburrimiento profundos, como si ya no recordaran la suerte corrida por los tripulantes. Empezaron a coleccionar objetos fútiles, recuerdos anónimos, todo cuanto quedaba de los antiguos propietarios desaparecidos. Así, en lugar de documentos capaces de dilucidar el misterio, traían consigo una vieja armónica, un rompecabezas chino; y esos objetos, como despojados de un inexplicable origen mítico, pasaron a ser en cierto modo propiedad común de todos los tripulantes de El Invencible. Rohan, que nunca había pensado que aquello fuese posible, al cabo de una semana se comportaba igual que los demás. Sólo de tanto en tanto, cuando se encontraba a solas consigo mismo, se preguntaba por qué razón estaba allí. Y entonces tenía la impresión de que toda aquella actividad, todo ese deliberado y concienzudo ajetreo, esos complicados métodos de trabajo, de radiografía, de recolección de muestras, de perforación de las capas rocosas — todo tan penoso a causa de la necesidad de respetar la tercera rutina, cerrando y abriendo constantemente los campos de fuerza, los caños de los lasers apuntando en un ángulo de tiro cuidadosamente calculado, el control óptimo permanente, el recuento incesante de los hombres, las transmisiones simultáneas en varios canales —, que todo aquello no tenía otro propósito que el de ocultar la verdad, y que en el fondo todos esperaban un nuevo accidente, una nueva catástrofe. Al principio, todas las mañanas, los hombres se apiñaban en los alrededores de la enfermería para enterarse del estado de Kertelen. Les parecía, más que una víctima de un misterioso ataque, una criatura que ya no tenía nada de humano, diferente de todos ellos, como si hubiesen empezado a creer en cuentos fantásticos y pensaran que las fuerzas hostiles del planeta eran capaces de transformar a un hombre, un hombre igual a ellos, en un verdadero monstruo. En realidad, Kertelen no era nada más que un inválido. Además, no tardaron en descubrir que la mente de Kertelen, en blanco como la de un recién nacido, asimilaba lentamente las enseñanzas que le impartían los médicos, y aprendía poco a poco a hablar, como un niño pequeño, justamente. Ya no se escuchaban, en los alrededores de la enfermería, aquellos terribles gemidos inhumanos, sino los balbuceos sin sentido de un bebé, que brotaban de la garganta de un adulto. Al cabo de una semana, Kertelen pronunciaba algunas sílabas y reconocía a los médicos, aunque no podía llamarlos por sus nombres. Luego, a principios de la segunda semana, ya no se mostraron tan interesados, sobre todo porque los médicos explicaron que Kertelen no podría decir absolutamente nada acerca de las circunstancias del accidente, incluso una vez que volviese al estado normal, o mejor dicho, una vez finalizada la extraña pero indispensable reeducación. Mientras tanto, los trabajos proseguían. Los equipos continuaban trazando planos de la «ciudad», estudiando en detalle aquellas inexplicables «pirámides de matorrales». En vista de los resultados negativos de estas búsquedas, Horpach decidió suspenderlas. La nave misma tendría que ser abandonada, pues las reparaciones del casco estaban más allá de las posibilidades de los ingenieros, sobre todo teniendo en cuenta la necesidad de hacer otros trabajos mucho más urgentes. Sólo transportaron a El Invencible una cantidad de ergo-robots, vehículos, jeeps y toda clase de aparatos, en tanto el despojo (pues ahora, vacío, El Cóndor era un mero despojo) fue cerrado herméticamente. Se consolaban con la idea de que ellos mismos o quizá una futura expedición terminaría por devolver la nave a un puerto de amarre. Horpach envió el grupo de El Cóndor, con Regnar a la cabeza, a reunirse con el grupo de Gallagher en el norte. Rohan, nombrado ahora coordinador general de todas las investigaciones, no se alejaba de las inmediaciones de El Invencible sino por períodos muy breves, y no todos los días. En un sector entrecruzado por grietas, donde abundaban las aguas subterráneas, los dos grupos hicieron algunos hallazgos sorprendentes. Las capas de arcilla traídas por los aluviones estaban separadas entre sí por estratos de una sustancia de color rojo negruzco cuyo origen no era ni geológico ni planetario. Los expertos estaban desorientados. Todo parecía indicar que millones de años atrás, en la superficie de la vieja costra basáltica se habían asentado grandes cantidades de partículas metálicas. Dichas partículas, acaso simples esquirlas de algún metal o metaloide, sugirieron una hipótesis: en aquella época remota un gigantesco meteorito de hierro y níquel habría estallado en la atmósfera de Regis III, y la lluvia de fuego se habría diseminado sobre la roca. Esos residuos metálicos, al oxidarse poco a poco, al reaccionar con los elementos del medio, habrían terminado por transformarse en capas de sedimentos de un color castaño negruzco, que en algunos sitios cambiaba al púrpura y al rojo. Las excavaciones practicadas hasta ese momento no habían llegado más allá de las capas relativamente superficiales del terreno rocoso. Cuando alcanzaron la capa basáltica, de una edad que se calculaba en miles de millones de años, comprobaron que en los sedimentos, pese a un avanzado estado de cristalización, había trazas de carbono orgánico. En un primer momento se pensó que aquél había sido en otra época el fondo del océano. Pero luego descubrieron depósitos de hulla con vestigios de numerosas especies vegetales que sólo habrían podido crecer en tierra firme. Poco a poco fueron conociendo mejor las formas orgánicas primitivas. Se enteraron, así, de que trescientos millones de años antes habían habitado reptiles en las selvas. Un día volvieron en triunfo a la base trayendo la columna vertebral y el hueso maxilar de un reptil, pero la tripulación no mostró mucho entusiasmo. Al parecer había habido dos ciclos evolutivos en el continente; los seres vivos se habrían extinguido la primera vez unos cien millones de años atrás. Las plantas y los animales habrían perecido bruscamente, a consecuencia sin duda de la explosión de una nova cercana. Sin embargo, la vida había renacido una vez más, en formas nuevas. Pero ni la cantidad ni el estado de los restos fósiles descubiertos permitían una clasificación apenas rigurosa. En el planeta nunca se desarrollaron formas semejantes a los mamíferos. Noventa millones de años antes había ocurrido una segunda erupción estelar, pero esta vez a una distancia mucho mayor. Esta explosión pudo ser determinada por la presencia de isótopos. Según cálculos aproximados, la intensidad de la radiación superficial no había sido suficiente, para provocar la total desaparición de los seres vivos. Y sin embargo, y esto era lo que más desconcertaba a los científicos, a partir de esa fecha los fósiles de plantas y animales eran poco frecuentes en las capas rocosas jóvenes. En cambio, abundaba cada vez más esa «arcilla» comprimida, de sulfuros de antimonio, óxidos de molibdeno, óxidos de hierro, sales de níquel, de cobalto y de titanio. En esos estratos metalíferos, relativamente superficiales, y que contaban entre seis y ocho millones de años, encontraron núcleos de radiactividad, de origen reciente, comparados con la edad del planeta. Además, todo parecía indicar que algo había desencadenado en ese entonces una serie de reacciones nucleares violentas, pero localizadas, y que los productos se habían depositado sobre las «arcillas de metal». Amén de la hipótesis del «meteoro de hierro radiactivo», se formularon otras de carácter fantástico, que atribuían la presencia de esos núcleos de «radiactividad caliente» a la catástrofe del sistema planetario de Lira. De acuerdo con una de esas hipótesis, durante las tentativas de colonizar Regis III se habían librado batallas atómicas entre las naves que huían del sistema planetario amenazado. Pero esto no explicaba los extraños estratos metálicos de otras regiones distantes. De todos estos distintos datos emergió al fin un cuadro misterioso pero plausible: la vida en los continentes del planeta se había extinguido a lo largo de millones de años, mientras se formaban los estratos de metal. La causa de esta extinción no podía ser de naturaleza radiactiva; la cantidad total de la radiación había sido calculada en explosiones nucleares: apenas unos veinte o treinta megatones. Escalonadas a lo largo de centenares de miles de años, tales explosiones — si eran en verdad explosiones atómicas y no otras formas de reacción nuclear- no habrían podido amenazar seriamente la evolución de las formas biológicas. Sospechando la existencia de alguna relación entre las capas metálicas y las ruinas de la «ciudad», los hombres de ciencia querían seguir investigando, aunque esto exigiese la remoción de enormes cantidades de material. La única solución consistía en cavar galerías subterráneas; pero quienes trabajaran bajo tierra no estarían entonces protegidos por el campo de fuerza. Entretanto, los trabajos progresaban a pesar de todo. En efecto, a una profundidad de unos veinte metros, en una capa rica en óxidos de hierro, encontraron fragmentos herrumbrados de metal, de formas muy extrañas, que parecían piezas desgastadas y corroídas de mecanismos diminutos. Diecinueve días después del aterrizaje, nubes espesas y más sombrías que nunca cubrieron el cielo de la región donde trabajaba la excavadora. Hacia el mediodía, estalló una tormenta, con descargas eléctricas mucho más violentas que las terrestres. El cielo y la montaña se unieron en enceguecedores relámpagos. Las aguas, crecidas como torrentes, se precipitaron por las sinuosas hondonadas, inundando las excavaciones. Los hombres tuvieron que abandonarlas, y se refugiaron junto con los autómatas bajo la cúpula del campo de fuerza. Rayos de varios kilómetros de largo se estrellaban contra la invisible pared protectora. La tormenta se desplazó lentamente hacia el oeste y el horizonte se extendió por encima del océano como un muro negro rasgado incesantemente por luces deslumbrantes. En el camino de regreso, los equipos excavadores descubrieron una cantidad considerable de minúsculas gotas de metal negro, diseminadas sobre la arena. ¿Serían aquéllas las famosas «moscas»? Las recogieron con todo cuidado y las llevaron a la nave, donde despertaron mucho interés entre los científicos; pero la idea de que fueran despojos de insectos fue decididamente descartada. Se convocó a una nueva reunión de expertos que degeneró varias veces en ásperas disputas. Por último, se decidió enviar una expedición al nordeste, más allá de la región de los barrancos serpenteantes y las capas de compuestos ferrosos, pues en las orugas de los vehículos de El Cóndor se habían descubierto pequeñas cantidades de minerales extraños que no habían aparecido en los sectores estudiados hasta ese momento. Una columna perfectamente equipada, dotada de ergorobots, el mortero antimateria retirado de El Cóndor, transportes y robots (entre ellos doce arctanos, provistos de palas y excavadoras automáticas) partió a la mañana siguiente. El grupo, encabezado por Regnar, era de veintidós hombres, y llevaba consigo reservas de oxígeno, víveres y carburante atómico. El Invencible se mantuvo en contacto con la expedición hasta que la convexidad del planeta impidió las transmisiones en ondas ultracortas. El Invencible puso entonces en órbita una telesonda que permitió restablecer el contacto. La columna marchó durante toda la jornada. Cuando cayó la noche, los vehículos y los ergo-robots se ordenaron en círculos levantando un campo de fuerza. A la mañana siguiente reanudaron la marcha. Alrededor del mediodía Regnar llamó a Rohan; se habían detenido al pie de unas ruinas que asomaban en la arena de un cráter pequeño. Una hora más tarde perturbaciones estáticas interfirieron en la transmisión. Los técnicos buscaron otra frecuencia de ondas. De pronto, mientras los estampidos de los truenos se desplazaban hacia el este — es decir, el rumbo mismo de la expedición —, el contacto se interrumpió. Poco antes las señales se habían debilitado varias veces. Además la recepción de televisión se había deteriorado; aunque, transmitida por un satélite en órbita, no dependía del estado de la ionosfera. A la una de la tarde, las comunicaciones cesaron del todo. Ni los técnicos ni los físicos pudieron encontrar alguna explicación. Se hubiera dicho que un muro de metal se había levantado súbitamente en algún lugar del desierto, aislando a El Invencible del grupo expedicionario, a ciento setenta kilómetros de distancia. Rohan, que durante todo ese tiempo no se había separado del comandante, lo notó nervioso e inquieto. La reacción le pareció injustificada, pues la nube tormentosa podría tener características especiales, que la transformaran en una cortina impenetrable. ¿Acaso no avanzaba en la misma dirección que los expedicionarios? Sin embargo, los físicos, consultados acerca de esa posible masa de aire ionizado, se mostraron escépticos. A eso de las seis de la tarde, la tormenta cesó, pero no fue posible restablecer el contacto. Horpach envió entonces dos aparatos exploradores. Uno de los planeadores se cernía a algunos centenares de metros por encima del desierto, en tanto el otro volaba a cuatro mil metros de altura y transmitía los mensajes televisados del aparato más bajo. Roban, el astronauta, y Gralew, junto con una decena de hombres entre los que se contaban Ballmin y Sax, observaban en la pantalla principal de la cabina de comando todo cuanto acontecía en el campo visual del piloto de la primera máquina. Más allá del oscuro laberinto de gargantas se extendía el desierto: la interminable cadena de dunas, listadas de negro ahora, pues el sol estaba próximo a desaparecer. A los rayos oblicuos del sol poniente, que daban al paisaje un aspecto singularmente lúgubre, desfilaban bajo las máquinas algunos pequeños cráteres, colmados de arena. Algunos de esos cráteres sólo eran visibles gracias al cono central del volcán, extinguido hacía siglos. El terreno se elevaba paulatinamente y se tornaba más variado. De la arena emergían unos peñascos altos, como un sistema de cadenas montañosas curiosamente melladas. Algunas de las rocas, puntiagudas y aisladas, parecían cascos de naves despanzurradas o siluetas de gigantes. Las laderas estaban marcadas por las nítidas líneas de las hondonadas donde los escombros se amontonaban en formaciones cónicas. Finalmente, la arena desaparecía por completo y era reemplazada por un desierto desolado de rocas abruptas y guijarros. Aquí y allá serpenteaban — semejantes a ríos, a la distancia- las fisuras tectónicas de la corteza del planeta. El paisaje recordaba la luna terrestre. De pronto, la imagen televisada perdió nitidez y se deformó. No pudo corregirse. Las rocas, hasta ese momento de un color blancuzco, empezaron a oscurecerse. Las crestas superpuestas que se alejaban del campo visual eran pardas y de un brillo metálico ominoso. De tanto en tanto aparecían manchas de color índigo, casi negro, como si sobre la roca desnuda hubiera una frondosa vegetación muerta. En ese momento se oyó la llamada de la primera máquina, que hasta entonces había estado muda. El piloto anunciaba que oía las señales automáticas del vehículo de vanguardia. Sin embargo, los hombres reunidos en la cabina de comando no oyeron otra cosa que la voz del piloto, cada vez más débil mientras llamaba al grupo de Regnar. El sol, ya casi oculto detrás del horizonte, teñía el cielo de un resplandor purpúreo. De pronto, frente a la máquina, contra el rojo telón del firmamento, se alzó un muro negro, un muro que se enroscaba sobre sí mismo en volutas, semejante a una nube, elevándose desde el suelo rocoso hasta una altura de mil metros. Todo cuanto estaba del otro lado de ese muro era ahora invisible. De no haber sido por el movimiento lento y regular de los cúmulus de esa masa sombría, ora negra como la tinta china, ora de un brillante violeta metálico, casi escarlata, se la hubiese tomado por una extraña formación montañosa. Los rayos del sol herían el muro en líneas casi horizontales y por debajo se abrían cavernas; dentro estallaban unas fugaces cataratas de luz. En las fisuras del muro unos centelleantes cristales de hierro negro parecían moverse en una danza frenética. En el primer momento, los espectadores pensaron que la nube avanzaba hacia la máquina volante; pero era una ilusión óptica. El planeador se acercaba a una velocidad constante a aquel extraño obstáculo. — P. 4 a la base. ¿Entro en la nube? Conteste. Era la voz apagada del piloto. Luego de una fracción de segundo, el astronauta respondió — Comandante de P. 4. Deténgase frente a la nube. — P. 4 a la base. Detenido frente a la nube — confirmó inmediatamente el piloto, y Rohan creyó advertir un tono de alivio en la voz. Sólo unos pocos centenares de metros separaban a la máquina de la extraña formación, que se estiraba lateralmente, como si quisiera alcanzar la línea del horizonte. Casi toda la pantalla estaba ahora ocupada por una especie de mar negro azabache, un imposible océano vertical. El planeador ya no se movía. Pero de pronto, antes que nadie tuviese tiempo de decir una palabra, la masa que oscilaba lentamente disparó una serie de relámpagos en todas direcciones. La imagen de la pantalla se oscureció, fue sólo un punto luminoso, volvió a encenderse, fluctuó de nuevo, desgarrada por las líneas de las descargas eléctricas cada vez más débiles, y desapareció. — P. 4 — llamó el operador. — Aquí P. 8 — respondió de improviso el piloto del segundo aparato, que hasta ese momento había funcionado como subestación —. P. 8 a la base. ¿Transmito la imagen? Conteste. — ¡Base a P. 8! ¡Transmita! Un caótico torbellino de corrientes negras cubrió la pantalla. Era la misma imagen, desde una altura de cuatro mil metros. Ahora se podía ver que la masa negra de la nube reposaba sobre la falda de la montaña, como si quisiera impedir él acceso a esa región. La superficie del muro ondulaba perezosamente como una sustancia viscosa. Pero no fue posible localizar a la primera máquina, que había sido engullida por la masa oscura. — ¡Base a P. 8! ¿Oye usted a P. 4? ¡Responda! — P. 8 a base. No oigo. Paso a la banda de interferencias. ¡Atención! P. 4, aquí P. 8, responda. P. 4. ¡P. 4! Oyeron el llamado del piloto y luego, más claramente:- P. 4 no contesta. Paso a la banda de ultrarrojos. ¡Atención! ¡P. 4, aquí P. 8! ¡Conteste! P. 4! P. 4 no contesta. Enfocaremos la nube con el radar… En la penumbra de la cabina de comando el silencio era profundo, como si nadie se atreviera a respirar. Todos estaban tensos, expectantes. La imagen, abandonada a sí misma, no cambiaba ahora: la cresta de la montaña asomaba en la nube oscura como una isla en un océano de tinta. En lo alto, en pleno cielo, se desvanecían los copos de unas nubes doradas. El disco del sol tocaba ya el horizonte. Dentro de pocos minutos caería la noche. — ¡P. 8 a base! — La voz del piloto sonaba ahora extrañamente distinta. — El radar detecta un obstáculo metálico. Conteste. — ¡Base a P. 8! Conecte el radar a la pantalla. ¡Esperamos! La pantalla se ensombreció, se apagó, se iluminó de blanco un momento, cambió al verde, y se pobló de chispas centelleantes. — Esa nube es de hierro — suspiró alguien a espaldas de Rohan. — ¡Jason! — llamó el astronauta —. ¿Está Jason aquí? — Estoy aquí. El físico nuclear se separó del grupo. — ¿Le parece que puedo calentarlo? — preguntó con voz tranquila el astronauta, señalando la pantalla. Todos comprendieron lo que quería decir. Jason tardó en contestar. — Habría que alertar previamente a P. 4, para que amplíe al máximo el radio del campo… — ¡Jason! ¡Estamos incomunicados! — Hasta cuatro mil grados, sin grandes riesgos. — Gracias.¡Blaar,el micrófono!¡Comandantea P. 8! Prepare los lasers contra la nube, potencia reducida, un billón de ergios en el epicentro como máximo. ¡Fuego continuo en el eje del azimut! — P. 8, fuego continuo de un billón de ergios máximo — respondió inmediatamente la voz del piloto. Por espacio de un segundo, nada ocurrió. Luego hubo un relámpago, y la nube central, en la parte inferior de la pantalla, cambió de color. Al principio, la nube se desparramó como un fluido, viró al rojo y burbujeó transformándose en una especie de embudo de paredes incandescentes en cuyo interior desaparecieron, como aspirados por un remolino, los jirones de las nubes más cercanas. De pronto, todo movimiento cesó; la nube era ahora un enorme anillo que dejaba ver los caóticos amontonamientos de formaciones rocosas. Un cono de fino polvo negro flotó por el aire. — ¡Comandante a P. 8! ¡Descienda a la distancia de máxima eficacia! El piloto repitió la orden. La nube, rodeando de una muralla móvil la brecha recién abierta, intentaba cerrarla, y retiraba los tentáculos oscuros cada vez que la alcanzaba el fuego. Todo esto duró pocos minutos. La situación no podía prolongarse. El astronauta no se atrevía a atacar a la nube con toda la potencia del láser, pues dentro, en algún sitio, estaba el otro aparato. Rohan supo instintivamente lo que Horpach esperaba: que la otra máquina consiguiera escapar hacia la región despejada del espacio. Pero la máquina seguía siendo invisible. El P. 8 planeaba ahora, casi inmóvil, bombardeando con luces enceguecedoras los bordes burbujeantes del círculo negro. El cielo era claro aún, pero la oscuridad crecía a lo largo de las rocas. El sol se ocultaba. Bruscamente, un resplandor fantasmagórico iluminó las sombras. Rojiza y turbia, como la boca de un volcán encendido bajo un manto de cenizas, la nube ocultó la escena. Ya sólo eran visibles las tinieblas, y dentro siseaba un fuego que proyectaba lenguas escarlatas. La materia nubosa, o lo que fuese, atacaba a la máquina desaparecida, chocando con el campo de fuerza de la nave, envolviéndolo en llamas ardientes. Rohan observaba al astronauta en cuyo rostro inmóvil, inexpresivo, se reflejaban las llamaradas del incendio. Las volutas negras de la hoguera, que a veces parecía petrificarse en una zarza ardiente, ocupaban el centro de la pantalla. A lo lejos, una elevada cumbre se recortaba contra el púrpura frío de los postreros rayos del sol, extrañamente semejante en esa hora al astro terrestre. Rohan esperaba, tenso; el rostro del astronauta era una máscara impenetrable; nadie podía saber si ordenaría a la máquina superior que acudiera en ayuda de la otra, o que la abandonara a su suerte continuando vuelo hacia el nordeste. En ese preciso momento sucedió algo espantoso; o el piloto de la máquina prisionera de la nube perdió la cabeza, o alguna catástrofe ocurrió a bordo de la nave. Sea como fuere, un relámpago atravesó la bullente masa de sombras, una llama enceguecedora estalló en el centro, y grandes jirones de nubes, desgarradas por la explosión, volaron en todas direcciones. La trepidación desencadenada por el choque fue tan violenta que la imagen toda empezó a moverse, repitiendo la danza frenética del P. 8. Luego, volvió la oscuridad, una oscuridad ahora impenetrable. El astronauta se inclinó y le dijo algo al radiooperador que se encontraba junto a los micrófonos, pero en voz tan baja que Rohan no alcanzó a oírlo. La radio transmitió inmediatamente la orden: — ¡Prepare los antiprotones! ¡Bombardee la nube a máxima potencia, fuego continuo! El piloto repitió la orden. Uno de los técnicos, que observaba una pantalla lateral, gritó de pronto: — ¡Atención! ¡P. 8! ¡Suba! ¡Más alto! ¡Más! Desde el espacio hasta entonces despejado en el oeste, se precipitaba, con la velocidad de un huracán, una nube negra que giraba sobre sí misma. Durante una fracción de segundos, la masa negra fue sólo una prolongación de la inmensa nube principal, pero luego se separó de ella, y arrastrando tras de sí ramificaciones fragmentadas, empezó a ascender con movimientos giratorios en una línea casi vertical. El piloto, que había advertido este fenómeno una fracción de segundo antes de la llamada de alarma, maniobró rápidamente para ganar altura, pero la nube lo perseguía, estirando unos negros tentáculos. El piloto los atacaba sistemáticamente, uno tras otro. Uno de los tentáculos, herido de frente, se fragmentó y se oscureció. Y repentinamente la imagen empezó a temblar. En aquel momento, mientras una porción de la nube penetraba ya en la zona de las ondas de radio, dificultando cada vez más las comunicaciones entre la nave y la.base, el piloto recurrió — sin duda por primera vezal mortero antimateria. La atmósfera del planeta se transformó, de pronto, en un inmenso mar de fuego. Los últimos resplandores purpúreos del sol, ya oculto detrás del horizonte, se apagaron como al soplo de una ráfaga de viento. Por un instante aún se vislumbró la nube entre los zigzags de las deflagraciones y las negras columnas de humo que ascendían y se dispersaban en una masa blanquecina. Una segunda.' explosión, mucho más terrible que la primera, arrojó cascadas de fuego _sobre un caos de rocas envueltas en vapores y gases. Esa fue la última imagen que vieron, pues un instante después, tras un breve pero intenso estallido de chispas y descargas eléctricas, la pantalla quedó en blanco, vacía, iluminando en la penumbra de la cabina de comando la mortal palidez de los rostros de los hombres. Horpach ordenó a los radiooperadores que continuaran llamando a las dos máquinas, y junto con Rohan, Jason y algunos otros se trasladó a la cabina contigua. — Según ustedes, ¿ de qué naturaleza es esa nube? — preguntó sin preámbulos. — Partículas de metal. Una especie de suspensión dirigida por control remoto desde un centro único — dijo Jason. — ¿ Gaarb? — Opino lo mismo. — ¿Desean añadir algo? ¿No? Tanto mejor. Ingeniero jefe, ¿qué supercóptero está en mejores condiciones? ¿El nuestro o el que rescatamos de El Cóndor? — Los dos están bien, astronauta. Pero yo preferiría el nuestro. — De acuerdo. Rohan, si no me equivoco, usted quería trabajar fuera de la cúpula. Bueno, es el momento. Llevará dieciocho hombres, un doble equipo de autómatas, lasers de arco y antiprotones. ¿Hay alguna otra cosa que podría serle útil? Nadie respondió. — Bueno, no hay arma más poderosa que el mortero. Partirá a las 4 y 31, es decir a la salida del sol, y tratará de descubrir ese cráter de que hablaba Regnar. Aterrizarán allí en un campo de fuerza. En camino, dispare contra todo, pero desde lejos. No economice municiones. Si pierde contacto con la base, no se detenga, siga adelante. Cuando haya encontrado el cráter, aterrice; pero con prudencia, para no posarse sobre los hombres… Me imagino que deben de estar por ahí. — Señaló un punto del mapa de Regis III que ocupaba toda la pared. — Dentro de este sector marcado con rojo. Es una mera suposición, pero no tenemos otra cosa. — ¡Qué he de hacer después del aterrizaje, astronauta? ¿Los busco? — Decida usted. Pero le pido que tenga en cuenta una sola cosa: no dispare en un radio de cincuenta kilómetros, pues allí pueden estar nuestros hombres. — ¿Contra ningún objetivo terrestre? — Contra ninguno en general. Hasta aquí — el astronauta trazó sobre el mapa una línea imaginaria que separaba el territorio en dos sectores- puede atacar con armas aniquiladoras. A partir de esta línea, sólo está autorizado a defenderse con un campo de fuerza. Jason ¿qué presión soporta el campo de un supercóptero? — Más de un millón de atmósferas por centímetro cuadrado. — ¿Qué significa «más»? ¿Acaso me lo quiere vender? ¡Dígame cuántas! ¿Cinco millones? ¿Veinte millones? El tono de voz era tranquilo; pero esta calma estudiada inquietaba siempre a los tripulantes de.El Invencible. Jason carraspeó. — El campo fue probado a dos millones y medio… — Eso está mejor. ¿Oyó, Rohan? Si el peso de la nube supera esa cifra, levante campamento al instante. Subir, creo que esa es la mejor vía de escape. — Miró el reloj. Exactamente ocho horas después de la partida, los llamaré por todas las longitudes de onda. Si no da resultado, trataremos de comunicarnos vía satélite o contacto óptico directo. Enviaremos señales láser en morse. Hasta donde yo sé, este sistema nunca ha fallado. Pero seamos más previsores, por las dudas. Si tampoco los lasers logran atravesar la nube, espere tres horas más, y entonces despegue y vuelva a la base. Y si yo no estoy aquí… — ¿Qué? ¿Piensa despegar? — No me interrumpa, Rohan. No tengo la intención de despegar, pero no todo depende de nosotros. Si no estoy aquí, póngase en órbita alrededor del planeta. ¿Lo hizo ya alguna vez con un supercóptero? — Sí, dos veces, en Delta de la Lira. — Perfecto. Entonces sabe que es un procedimiento complicado pero perfectamente factible. La órbita tiene que ser estacionaria. Stroem le indicará las coordenadas exactas antes de la partida. Me esperará en esa órbita treinta y seis horas. Si en ese lapso no doy señales de vida, regresará al planeta. Volará hasta El Cóndor, y tratará de ponerlo en marcha. Imagino lo que piensa, pero no hay alternativa. Si lo consigue, regrese a la Tierra con El Cóndor y presente un informe sobre esta expedición. ¿Hay algo que desee preguntar? — Sí. ¿Puedo tratar de entrar en contacto con… con ese centro que dirige la nube, si logro localizarlo? — Lo dejo también a criterio de usted. En todo caso, no corra más riesgos que los razonables. Naturalmente, no puedo estar seguro, pero creo que ese centro no se encuentra en la superficie del planeta. Si existe, lo que me parece problemático. — ¿Qué quiere decir? — Hemos estado captando todo el espectro electromagnético. Si alguien o algo estuviese dirigiendo a esa nube, habríamos registrado las señales. — Quizá el centro se encuentre en la nube misma. — Quizá. No sé. Jason, ¿es posible un medio de telecomunicación que no sea el de las ondas electromagnéticas? — ¿Me pide usted mi opinión, astronauta? No, no es posible. — ¿Su opinión? ¿Qué otra cosa podría pedirle? — Mis conocimientos no abarcan todas las zonas de lo posible. Lo único que puedo decirle es que nosotros no los conocemos. — ¿Y la telepatía? — insinuó una voz desde el fondo. — Sin comentarios — replicó secamente Jason —. En todo caso, no se ha descubierto nada parecido en la parte explorada del universo. — A ver, orden. No perdamos el tiempo en discusiones estériles. Lleve a sus hombres, Rohan, y prepare el supercóptero. Las coordenadas de la eclíptica de la órbita le serán facilitadas por Stroem dentro de una hora. Stroem, calcule una órbita estacionaria con un apogeo de cincuenta y cinco kilómetros. — Muy bien, astronauta. El astronauta entreabrió la puerta de la cabina. — Terner ¿qué hay de nuevo? ¿Nada? — Nada, comandante. Es decir, interferencias atmosféricas. Muchos parásitos de estática, pero nada más. — ¿Ningún rastro de un espectro de emisión? — Ninguno. Lo que quiere decir que las máquinas no están combatiendo, que han abandonado la lucha, se dijo Rohan. Si utilizaran el fuego de los lasers, o simplemente un lanzallamas inductivo, los detectores de El Invencible los habrían descubierto a una distancia de centenares de kilómetros. Rohan estaba demasiado excitado para pensar en los peligros que podían esperarle. Esa noche la pasó en vela. Era preciso revisar todas las instalaciones del supercóptero, subir a bordo la carga suplementaria de combustible, los víveres y las armas. Los hombres trabajaron sin descanso para poder partir a la hora señalada. En el momento en que el disco rojo del sol asomaba por detrás del horizonte, la nave de dos niveles y setenta toneladas de peso se elevó por los aires. Levantando densas nubes de polvo, el cóptero voló en línea recta hacia el nordeste, subiendo hasta quince mil metros, pues a la altura de la estratosfera no sólo podía desarrollar la velocidad máxima: el peligro de toparse con la nube era también menor. O por lo menos eso pensaba Rohan. Tuviera o no razón, o quizá suerte, lo cierto es que al cabo de una hora se posaban bajo los rayos oblicuos del sol naciente, en un cráter cubierto de arena y de fondo todavía sombrío. Antes aún que los ardientes chorros de gas lanzaran al aire nubes de polvo, los operadores de video alertaron a la cabina de navegación: habían avistado algo sospechoso en la parte norte del cráter. La pesada máquina volante interrumpió el descenso, estremeciéndose ligeramente como suspendida de un tenso resorte invisible. Desde una altura de quinientos metros hicieron una minuciosa inspección del lugar. En la pantalla amplificadora alcanzaron a ver contra un fondo gris rojizo, unos pequeños rectángulos dispuestos regularmente alrededor de une rectángulo más grande, de color gris acerado. Junto con Ballmin y Gaarb, que se encontraban con él en la cabina de comando, Rohan reconoció los vehículos de la expedición de Regnar. Sin esperar más, aterrizaron no lejos de allí, respetando todas las medidas de seguridad. Las patas de aterrizaje telescópicas no se habían detenido aún por completo cuando ya los hombres habían bajado la planchada, y dos vehículos exploradores, protegidos por un campo de fuerza móvil, eran enviados a tierra. El interior del cráter se parecía a un plato playo de bordes mellados. Una costra de lava negro-pardusca cubría el cono central del antiguo volcán. Los vehículos exploradores tardaron pocos minutos en recorrer el kilómetro y medio que los separaba del grupo de Regnar. La comunicación radial era excelente. Rohan hablaba con Gaarb, que iba al frente de la primera máquina. — Estamos escalando una pequeña elevación, de un momento a otro los tendremos a la vista — repitió Gaarb varias veces. Luego de un instante, gritó —: ¡Aquí están! ¡Ahora los veo! — Y a continuación, en tono más sereno:- Parece que todo marcha bien. Uno, dos, tres, cuatro, no falta ningún vehículo. Pero ¿por qué están detenidos a pleno sol? — ¿Y los hombres? ¿Ve a nuestros hombres? — preguntó Rohan de pie, arrugando los ojos, frente al micrófono. — Sí. Algo se mueve por allí, dos hombres. ¡Otro! Y alguien está allí, acostado a la sombra. ¡Los veo, Rohan! La voz se alejó. Rohan oyó que le decía algo al conductor. Luego, el eco apagado de un cohete fumífero. La voz de Gaarb otra vez clara. — Los estoy saludando… el humo flota ahora en dirección a ellos… en cuanto se disipe… Jarg ¿qué pasa? ¿Qué? ¿Cómo?… ¡Hola, hola, muchachos! El grito de Gaarb vibró un instante en la cabina y se cortó en seco. Rohan escuchó un rato: el zumbido de los motores fue amortiguándose, y al fin cesó del todo; ahora oían pasos precipitados, llamadas confusas, una exclamación, y otra; luego, silencio. — ¡Hola! ¡Gaarb! ¡Gaarb! — llamó Rohan una y otra vez con los labios resecos. Los pasos en la arena se acercaban. Había ruidos parásitos en el micrófono. — ¡Rohan! — la voz de Gaarb era distinta, jadeaba —. ¡Rohan! ¡Maldición! ¡Están igual que Kertelen! ¡Están inconscientes, no nos reconocen, no hablan…! Rohan, ¿me oye? — Lo oigo, sí. ¿Todos, todos en el mismo estado? — Me parece que sí. No sé todavía. Jarg y Terner los están observando uno por uno. — ¿Cómo es posible? ¿Y el campo? — Desconectado. No hay campo. No sé qué ha pasado. Se diría que lo desconectaron. — ¿Rastros de combate? — No, ninguno. Los vehículos están detenidos, intactos, sin ninguna avería; y ellos, ellos están acostados, sentados. Los sacudimos pero no reaccionan. ¿Qué? ¿Qué pasa allí? Rohan oyó una voz lejana, interrumpida por un aullido interminable.. Apretó las mandíbulas, procurando vencer la sensación de náusea que le subía de la boca del estómago. — ¡Dios todopoderoso! ¡Es Gralew! — La voz horrorizada de Gaarb. — ¡Gralew, Gralew! ¿No me reconoces? El jadeo de Gaarb, amplificado por el altoparlante, llenó de pronto la cabina. — Gralew también — dijo por fin, sin aliento. Calló un instante, como para reponerse. — Rohan, no sé si podremos, solos. Hay que sacarlos de aquí. Envíenos más hombres ¿quiere? — En seguida. Una hora más tarde un cortejo de pesadilla se detenía bajo el casco metálico del supercóptero. De los veintidós hombres que habían partido sólo quedaban dieciocho; se ignoraba la suerte que habían corrido los otros cuatro. La mayor parte del grupo no se resistió, pero cinco de los hombres rehusaron abandonar el lugar y hubo que llevarlos por la fuerza. Fueron transportados en camillas hasta la enfermería improvisada en el puente inferior del supercóptero. Los trece restantes, de terrible aspecto, con rostros rígidos como máscaras, fueron instalados en una cabina donde se dejaron acostar sin oponer resistencia. Tuvieron que desvestirlos y quitarles las botas; parecían bebés desvalidos. Rohan, testigo mudo de esta escena, de pie entre las hileras de cuchetas, notó que los hombres rescatados estaban casi todos tranquilos; los otros, en cambio, los que fueran traídos de viva fuerza, continuaban retorciéndose y gimiendo. Dejó a los hombres al cuidado del médico y envió en busca de los desaparecidos a todo el equipo disponible. Ahora sobraban vehículos, pues habían puesto en marcha las máquinas abandonadas por los hombres de Regnar. Acababa de dar la orden de salida a la última patrulla cuando lo llamaron desde la cabina de comunicaciones: habían establecido contacto con El Invencible. No le extrañó que hubiesen podido comunicarse con la nave madre. Ya nada lo asombraba. En pocas palabras informó a Horpach. — ¿Quiénes faltan? — inquirió el astronauta. — Regnar, Bennigsen, Korotko y Mead. ¿Y qué noticias hay de los planeadores? — preguntó Rohan. — Ninguna. — ¿Y la nube? — Esta mañana envié una patrulla de tres aparatos. Acaban de regresar. No hay rastros de la nube. — ¿Nada? ¿Absolutamente nada? — Nada. — ¿Y de las máquinas volantes? — Nada. La hipótesis de Lauda El doctor Lauda llamó a la puerta de la cabina del astronauta. Al entrar, vio que Horpach hacía algunas anotaciones en un mapa fotogramétrico. — ¿Qué pasa? — preguntó el comandante sin levantar la cabeza. — Quisiera decirle algo. — ¿Es urgente? Partimos dentro de quince minutos. — No sé. Me parece que estoy empezando a comprender lo que pasa aquí — dijo Lauda. El astronauta dejó el compás sobre la mesa. Miró a Lauda. El biólogo no era más joven que el comandante; parecía raro que aún le permitiesen volar. Era evidente que los viajes interplanetarios lo apasionaban. En realidad, tenía más el aspecto de un mecánico veterano que de un hombre de ciencia. — ¿Qué piensa usted, doctor? Soy todo oídos. — En el océano hay vida — dijo el biólogo —. Hay vida en el océano, pero no en el continente. — ¿Qué quiere decir? En el continente también hubo vida; Ballmin halló vestigios. — Sí. Pero vestigios de hace cinco millones de años. Luego, todo cuanto vivía en tierra firme fue exterminado. Lo que voy a decirle le parecerá fantástico, comandante, y en realidad no tengo prueba alguna, pero es así. Suponga que en tiempos remotos, hace millones de años, aterrizó aquí un cohete que venía de otro sistema. Un cohete que venía, digamos, de la región de una nova. Ahora hablaba más de prisa, pero siempre con tono calmo y firme. — Sabemos que antes de la explosión de Zeta de la Lira, el sexto planeta del sistema estaba habitado por seres inteligentes. Tenían una civilización altamente desarrollada, de tipo tecnológico. Supongamos que una nave exploradora enviada por los lirianos hubiese aterrizado aquí y que ocurriera una catástrofe. O algún otro accidente desgraciado a raíz del cual pereció toda la tripulación. Una explosión del reactor, por ejemplo, una reacción en cadena. En suma, a bordo de la nave que aterrizara en Regis III no quedó nadie con vida. Ningún sobreviviente… salvo los autómatas. Y no autómatas como los nuestros. No tenían forma humana. Como tampoco los lirianos, sin duda. Los autómatas, sanos y salvos, abandonaron pues la nave. Eran mecanismos homeostáticos altamente especializados, capaces de subsistir en las condiciones más inverosímiles. Ya no quedaba nadie que pudiera dirigirlos. Quizá algunos de los robots, cuyos procesos intelectuales eran más semejantes a los de sus creadores, intentaran reparar la máquina, aunque hubiera sido inútil. Pero usted sabe cómo están programados los autómatas. Un robot reparador arreglará todo lo que sea necesario. Luego un grupo de robots se independizó de los restantes. Quizá fueron atacados por la fauna local. Reptiles semejantes a saurios habitaban en aquel entonces el planeta; también había bestias depredadoras, y algunas de estas bestias atacan a todo cuanto se mueve. Los autómatas empezaron a combatirlas y ganaron la batalla. Pero tuvieron que adaptarse para esta lucha. Tuvieron que transformarse para adaptarse en lo posible a las condiciones del planeta. La clave de todo, a mi juicio, estriba en que esos autómatas tenían la capacidad de producir otros autómatas, de acuerdo con las necesidades específicas de la situación. Para combatir a los saurios voladores, necesitaban máquinas volantes. Huelga decir que no puedo dar detalles concretos. Hablo de lo que hubiera podido ocurrir en una situación análoga y en condiciones naturales de evolución. Tal vez no hubo aquí saurios voladores, quizá hubo reptiles roedores, que habitaban en cuevas. No lo sé. De cualquier modo, los robots se habrían adaptado perfectamente a las condiciones del medio y habrían logrado exterminar todas las formas de vida animal del planeta. Y también las vegetales. — ¿Las vegetales también? ¿Cómo lo explica usted? — No puedo decírselo con exactitud. Podría proponer varias hipótesis diferentes, pero prefiero abstenerme. Además, no he dicho aún lo principal. Pasaron los años, y los descendientes de esos mecanismos, a lo largo de muchas generaciones, dejaron de parecerse a los modelos primitivos, creados por los lirianos. ¿Sigue usted mi razonamiento? Esto significa, que se inició una evolución inorgánica. Una evolución de aparatos mecánicos. ¿Cuál es al fin y al cabo el principio fundamental de un homeostato? Sobrevivir, subsistir en un medio cambiante, incluso en las condiciones más hostiles y desfavorables. El peligro principal, para las formas ulteriores de esta evolución de sistemas metálicos, capaces de autoorganizarse, no eran los animales ni las plantas. Necesitaban procurarse fuentes de energía y materiales, para producir así piezas de repuesto y mecanismos nuevos. Los antepasados remotos, aquellos que habían aterrizado en el planeta a bordo de la hipotética nave, habían sido activados sin duda por una fuente de energía radiactiva. Pero en Regis III no había elementos radiactivos, y por lo tanto esa energía les estaba vedada. Tuvieron que buscar otras. Esta situación debió de provocar una crisis grave en el abastecimiento de energía, y hasta una lucha entre esos mecanismos, una simple lucha por la supervivencia. Sabemos que en eso consiste la evolución. En una selección natural de los más aptos. En esa guerra, los mecanismos «intelectualmente» superiores, pero incapacitados para sobrevivir, pues eran demasiado grandes y necesitaban de cantidades considerables de energía, no pudieron enfrentar la competencia de otros menos desarrollados, pero más económicos y más productivos… — ¡Espere! Dejemos de lado el aspecto fantástico de la teoría. Pero en la lucha de la evolución, ¿no es siempre el ser que dispone del sistema nervioso más desarrollado el que gana la batalla? En este caso hipotético; se trataría, no de un sistema nervioso, sino de un sistema eléctrico, pero el principio sigue siendo el mismo. — Así es, comandante, pero sólo en el caso de organismos homogéneos, evolucionados naturalmente en un planeta, y no venidos de otros sistemas. — No entiendo. — Es muy sencillo: las condiciones bioquímicas para el adecuado funcionamiento de los seres vivos en la Tierra son y fueron siempre prácticamente invariables. En las algas, las amebas, las plantas, los animales inferiores y superiores las células son casi idénticas, tienen el mismo metabolismo, el de las albúminas. Y por eso, por este punto de partida común, lo que usted ha dicho de las máquinas pasa a ser un factor de diferenciación. No el único factor, pero sin lugar a dudas uno de los más importantes. Aquí las cosas sucedieron de otro modo. Los mecanismos más evolucionados que desembarcaron en Regis III obtenían energía de sus propias reservas radiactivas, pero los mecanismos más simples, los pequeños sistemas reparadores por ejemplo, tenían quizá baterías solares: una enorme ventaja con respecto a los impulsados por energía radiactiva. — Pero los más complejos podían haber despojado a los otros de esas baterías. Bueno ¿pero a qué nos conduce esta controversia? No vale la pena continuar, Lauda. — Todo lo contrario; el punto es importante. Aquí se inició una evolución inorgánica, de un carácter muy particular, en condiciones excepcionales. Brevemente, he aquí lo que pienso: en esta evolución, hubo dos tipos de sistemas que ganaron la batalla: en primer término, aquellos que más eficazmente lograron miniaturizarse, y en segundo lugar, los que consiguieron fijarse en un sitio. Los primeros fueron las formas embrionarias de las «nubes negras»: pequeñísimos seudoinsectos que en caso de necesidad, y por el bien común, son capaces de unirse en sistemas de un orden superior. En forma de nubes precisamente. Así habrían evolucionado los mecanismos móviles. Los estacionarios, en cambio, dieron nacimiento a una extraña especie de vegetación metálica: las ruinas que hemos llamado «ciudades»… — Entonces, según usted, ¿no serían ciudades? — No, claro que no. No son ciudades sino colecciones de mecanismos fijos, estructuras inanimadas, capaces de multiplicarse y absorber energía solar. Supongo que esas losetas triangulares… — Entonces, según usted, ¿esa «ciudad» sigue teniendo una vida vegetativa? — No. Tengo la impresión no sé por qué, de que esa «ciudad», o para ser más preciso esa «selva de metal», ha sido derrotada en la batalla por la supervivencia y que ahora es sólo chatarra. Una única forma ha sobrevivido: los sistemas móviles, que dominan en todos los continentes. — ¿Por qué? — No puedo contestarle. Es posible que en el curso de los tres últimos millones de años el sol de Regis III se haya enfriado más rápidamente que antes, y que esos grandes «organismos» fijos no pudieran absorber la cantidad necesaria de energía. Pero esto no es más que una conjetura. — Admitamos que esté usted en lo cierto. ¿Supone que algo controla esas «nubes», desde la superficie o en el interior del planeta? — No creo que haya nada semejante. Quizá los mismos micromecanismos sean ese centro, un «cerebro inorgánico», cuando se unen de cierto modo. En general, puede que sea mejor para ellos vivir como entidades independientes. De ese modo, organizados en enjambres más o menos dispersos, pueden estar expuestos constantemente a la luz del sol, y hasta perseguir a las nubes tormentosas, pues no es imposible que utilicen también la energía de las descargas atmosféricas. Pero en los momentos de peligro o para ser más precisos: cuando los amenaza un cambio brusco, entonces se unen. — Sin embargo, algo tiene que provocar esa reacción. ¿Y qué pasa, en los períodos de «enjambres», con esa memoria extraordinariamente compleja que recuerda la estructura de todo el conjunto? Un cerebro electrónico es más «inteligente» que sus elementos, Lauda. Una vez desintegrado el cerebro, las unidades serían capaces de reagruparse. Esto implicaría un plano previo del cerebro… — No necesariamente. Bastaría que cada elemento recordara los elementos a los que se asocia. Supongamos que una unidad entra en contacto con otras seis en determinados planos. Cada una de ellas «sabe» lo que ha de hacer con respecto a las otras seis. De este modo, la cantidad de información contenida en cada. elemento puede ser mínima, y sólo haría falta algo así como un mecanismo disparador, una especie de señal de atención a la que todos responderían ordenándose y reconstituyendo el «cerebro». Pero esto no es más que un esquema bastante burdo, comandante. Quizá el proceso sea mucho más complicado; los elementos son destruidos con frecuencia, pero esta destrucción no afecta la superestructura. — Perfecto. Pero no podemos entretenernos en este tipo de disquisiciones. ¿Qué conclusiones concretas y útiles extrae usted de esta. hipótesis, Lauda? — Conclusiones negativas. Millones de años de evolución mecánica y un fenómeno que desconocíamos hasta ahora. Le ruego que piense un momento en el problema fundamental. Las máquinas que conocemos no se sirven a sí mismas; han sido creadas para servir a otros. Desde el punto de vista del hombre, la existencia de un bosque metálico en Regis III es pues un absurdo, tanto como esa nube de hierro. Claro, usted podría decirme que los cactos de los desiertos terrestres son también absurdos. Pero aquí la clave es que se han adaptado para combatir a las criaturas vivas. Me inclino a pensar que sólo mataban al comienzo, cuando aquí, en el continente, había superabundancia de seres vivos; y que luego comprobaron que despilfarraban energía. Recurrieron entonces a otros métodos, como en la catástrofe de El Cóndor, el accidente de Kertelen, y el exterminio del grupo de Regnar. — ¿Cuáles serían esos métodos? — No lo sé exactamente. Sólo puedo darle mi opinión: en el caso de Kertelen, la destrucción de casi toda la información contenida en el cerebro de un hombre. Un organismo incapacitado de este modo está condenado a perecer. El método es simple, rápido y económico. Mi conclusión es por desgracia pesimista. Y quizá llamarla pesimista sea poco decir. Nuestra situación es peor que la de ellos, por muchas razones. Ante todo, es más fácil destruir a una criatura viva que a un mecanismo o una instalación técnica.. En segundo lugar, estas micromáquinas han evolucionado combatiendo a la vez contra seres vivos y contra «hermanos' metálicos: los otros autómatas. Han librado, pues, un combate en dos frentes, luchando contra todos los mecanismos de adaptación de los sistemas vivos, y contra todas las manifestaciones de inteligencia mecánica. En el curso de esas luchas, a lo largo de millones de años, han perfeccionado sin duda un método universal de destrucción. Temo que para vencerlos tendríamos que aniquilarlos a todos, lo que es casi imposible. — ¿Habla usted en serio? — Sí. Si concentráramos todos nuestros recursos, correríamos el riesgo de destruir el planeta. Y esto no es nuestra misión. La situación es en verdad única en su género, pues intelectualmente nosotros somos superiores. Estos mecanismos no son seres racionales, pero se han adaptado perfectamente a las condiciones del planeta, destruyendo toda muestra de inteligencia, toda posible forma de vida. Son mecanismos inanimados, y lo que para ellos es inofensivo, puede ser mortal para nosotros. — Pero ¿cómo sabe que no son racionales? — Podría tratar de esquivar esa pregunta, de decir que no lo sé, pero estoy convencido. ¿ Por qué no son racionales? Bueno, si lo fueran ya nos habrían exterminado hace tiempo. Si usted recuerda todos los incidentes con que hemos tropezado en Regis III, se dará cuenta de que actúan sin el menor plan estratégico. Atacan al azar, de vez en cuando. — Sin embargo, la forma en que cortaron la comunicación entre Regnar y nosotros, y luego el ataque a los dos planeadores… — Pero es que no han hecho otra cosa durante miles de años. Los autómatas superiores se comunicaban entre ellos por medio de ondas radiales. Imposibilitar este intercambio de informaciones, cortar las transmisiones ha de haber sido uno de los primeros problemas. La solución era obvia: ¿qué mecanismo de interrupción puede ser más perfecto que una nube metálica? ¿Y ahora? ¿Qué podemos hacer? Protegernos y proteger a nuestros autómatas, nuestras máquinas, que nos son imprescindibles; en cambio ellos tienen absoluta libertad de acción. Disponen aquí, en el planeta, de fuentes de energía prácticamente ilimitadas. Pueden reproducirse si nosotros los destruimos en parte; nuestras armas convencionales no pueden dañarlos. No nos queda otro recurso que atacarlos con el mortero antimateria. Pero no podremos aniquilarlos a todos. ¿Observó usted cómo reaccionan si son atacados? Se dispersan sencillamente. Además, los campos de fuerza reducen nuestra capacidad estratégica, mientras que ellos pueden ir en unidades más pequeñas de aquí para allá. Si logramos derrotarlos en un continente, se trasladarán a otro. De todos modos, no hemos venido aquí con el propósito de aniquilarlos. En mi opinión, tendríamos que irnos. — ¿ Sí? — Sí. Teniendo como adversarios a los productos de una evolución ajena a la vida y obviamente desprovistos de inteligencia, no podemos plantearnos el problema como venganza, o represalia por la suerte corrida por El Cóndor. Seria lo mismo que querer castigar al océano por haber devorado un navío. — Los argumentos de. usted serian irrefutables, si las cosas fuesen realmente así — declaró Horpach incorporándose. Apoyó ambas manos en el mapa entrecruzado de líneas rojas y prosiguió —: Pero todo esto, en definitiva, es sólo una hipótesis. Y no podemos volver a la Tierra con una hipótesis. Necesitamos una certeza. No una venganza, sino una certeza. Un diagnóstico exacto. Hechos. Una vez que los hayamos encontrado, una vez que hayamos encerrado en los depósitos de El Invencible ejemplares de esta… esta fauna mecánica volante, si en verdad existe, entonces, evidentemente, ya no tendremos nada que hacer aquí. Y entonces será la base en la Tierra quien decida sobre nuestros próximos pasos. A propósito, nada asegura que esos «insectos» permanezcan en Regis. Bien puede ocurrir que se multipliquen y amenacen la navegación cósmica en esta región de la galaxia. — Sí, pero no antes de centenares de miles o quizá millones de años. Me temo, comandante, que usted siga pensando que nos enfrentamos a un adversario dotado de razón. Lo que en otro tiempo fue mero instrumento de seres racionales pasó a ser parte de las fuerzas naturales del planeta. La vida ha subsistido en el océano porque la evolución mecánica no llegó al agua, y porque a los organismos acuáticos les estuvo vedada la tierra firme. Esto explicaría la escasa proporción de oxígeno atmosférico, que es un subproducto de la fotosíntesis de las algas y el plancton marino. Y también explicaría el aspecto de los continentes. Son desérticos, pues estos sistemas no construyen nada, no desarrollan ninguna civilización, no tienen nada fuera de ellos mismos, no crean ningún valor. Y también por eso deberíamos tratarlos como fuerzas naturales. Tampoco la naturaleza crea juicios ni valores. Estas estructuras son sencillamente lo que son, y no tienen otra función que esa: sobrevivir. — ¿Cómo explica usted la destrucción de los planeadores? Estaban protegidos por un campo de fuerza. — Un campo de fuerza puede ser extinguido con otro campo de fuerza. Además, comandante, para aniquilar en una fracción de segundo la memoria de un hombre, habría que envolverle la cabeza con un campo magnético muy poderoso. Todos los medios de que disponemos a bordo no nos bastarían. Se necesitarían transformadores y electroimanes gigantescos… — ¿Y usted supone que ellos tienen todo eso? — ¡De ninguna manera! ¡Ellos no tienen nada! No son más que pequeños ladrillos que se combinan de acuerdo con las circunstancias. Reciben una señal: ¡Peligro! Algo ha aparecido, modificando el campo eléctrico, por ejemplo. Inmediatamente, el enjambre volador se instala en el «cerebro-nube» despertando la memoria colectiva: criaturas como esta ya han estado aquí, han actuado de tal y cual manera, y fueron luego destruidas. Y entonces repiten, simplemente, el mismo procedimiento. — Está bien — dijo Horpach, quien desde hacía un rato ya no escuchaba las explicaciones del biólogo. — Retrasaré. la partida. Convocaré a una conferencia; preferiría no hacerlo, pues sé que va a degenerar en una de esas habituales discusiones. Sin embargo, no veo otra salida. Dentro de media hora, en la biblioteca principal, doctor Lauda. — Si logran convencerme de que estoy equivocado, entonces, astronauta, tendrá usted a bordo a un hombre feliz — dijo con voz pausada el biólogo y salió de la cabina tan tranquilamente como había entrado. Horpach se acercó al intercomunicador de la pared de enfrente y llamó uno por uno a todos los científicos. La reunión mostró en seguida que la mayoría de los expertos compartían las suposiciones de Lauda, aunque nadie se había atrevido a formularlas en términos tan categóricos. Las discusiones giraron en torno de un solo problema: saber si la «nube» estaba o no dotada de razón. Los cibernetistas tendían en general a considerarla como un sistema pensante, capaz de planeamientos estratégicos. Lauda fue objeto de violentos ataques. Horpach se dio cuenta de que la virulencia de esos ataques se debía menos a la hipótesis del biólogo que al hecho de que en lugar de discutirla con sus colegas la hubiese presentado directamente al comandante. Aunque tenían excelentes relaciones con el resto de la tripulación, los científicos no dejaban de constituir un «estado dentro del estado», y respetaban un código tácito. Kronotos, el cibernetista jefe, preguntó en qué forma, según Lauda, la «nube» desprovista de inteligencia había aprendido a atacar a los hombres. — Es muy sencillo — repuso el biólogo —. No ha hecho otra cosa a lo largo de millones de años. Pienso en la lucha contra los habitantes nativos de Regis III. Eran animales con un sistema nervioso central. Aprendieron a atacarlos exactamente como un insecto terrestre ataca a una presa, con la precisión de una avispa que inyecta veneno en el sistema nervioso de un saltamontes o un abejorro. No se requiere inteligencia para ello, sólo instinto. — ¿Y cómo aprendieron a atacar a los planeadores? Antes no habían visto máquinas aéreas. — ¿Cómo podemos estar seguros, estimado colega? Ya he dicho que en tiempos remotos combatieron en dos frentes. Contra los habitantes de Regis, tanto los orgánicos como los. inorgánicos, es decir los otros autómatas. Y esos autómatas, forzosamente, se defendían y atacaban recurriendo a todos los medios. — Pero si no había entre ellos robots volantes… — Entiendo lo que quiere decir el doctor Lauda — terció Saurahan, el cibernetista adjunto —. Esos grandes autómatas, esos macroautómatas se ayudaban unos a otros comunicándose entre ellos, y era más fácil destruirlos si se los aislaba, bloqueando las transmisiones. — No importa que la conducta de la «nube» pueda explicarse o no como actividad consciente — respondió Kronotos —; no estamos obligados a recurrir a la «navaja de Occam». No nos interesa por el momento una hipótesis que lo explique todo con los recursos más económicos; lo que necesitamos es una hipótesis que nos permita actuar con el máximo de seguridad. Vale más suponer que la «nube» es inteligente, pues en ese caso seremos más precavidos. Si, al contrario, admitiésemos con Lauda que la nube no es inteligente, podríamos tener que pagar un precio terrible. No estoy hablando como teórico sino ante todo como estratega. — No sé a quién 'quiere convencer, si a la nube o a mí — respondió Lauda tranquilamente —. No me opongo a la cautela, pero la nube tiene la inteligencia de un insecto, o mejor dicho, la inteligencia de un hormiguero. Si fuese de otra manera, ya habríamos muerto todos. — ¿Qué pruebas tiene? — No hemos sido el primer adversario humano; les recuerdo que antes que nosotros llegó aquí El Cóndor. Y bien, para penetrar en el interior del campo de fuerza, a esas «moscas» microscópicas les habría bastado con enterrarse en la arena. Conocen el campo de fuerza de El Cóndor y hubieran podido, por lo tanto, aprender ese método de ataque. Sin embargo, no han hecho nada parecido. Esto quiere decir que la «nube» no es capaz de pensar, y que actúa como por instinto. Kronotos no quería darse por vencido, pero Horpach intervino y propuso postergar la discusión. Pidió que se hicieran proposiciones concretas, basadas en lo que se habla dicho. Nygren preguntó si sería posible proteger a los hombres con cascos metálicos, aislándolos del campo magnético. Los físicos opinaron que sería inútil, pues un campo muy intenso crearía en el metal corrientes que calentarían los cascos a una temperatura tan elevada que los hombres terminarían por quitárselos. Había caído la noche. Horpach hablaba, en un rincón de la sala, con Lauda y los médicos. Los cibernetistas formaban un grupo aparte. — Es curioso, a pesar de todo, que criaturas dotadas de una inteligencia superior, como los macroautómatas, no hayan llevado las de ganar — observó uno de ellos —. Sería una excepción a la norma; la evolución avanza hacia la complejidad, el perfeccionamiento de la homeóstasis… un mejor empleo de la información. — No fue posible, precisamente porque esos autómatas eran desde el comienzo muy desarrollados y complejos — respondió Saurahan —. No olviden que se trataba de máquinas especializadas, destinadas a ayudar a los constructores, los lirianos. Y cuando éstos desaparecieron, se encontraron como impedidas; como un cuerpo sin cabeza. En cambio, las formas que dieron nacimiento a las «moscas» de hoy (no afirmo de ninguna manera que éstas existiesen ya entonces, pienso que no, que han de haber aparecido más tarde), esas formas, repito, eran relativamente elementales y por esa razón podían evolucionar de muchos modos. — Quizá haya incluso un factor más importante — agregó el doctor Sax, que acababa de llegar —. Los mecanismos nunca muestran esa tendencia a la autorreparación que poseen los animales: un tejido vivo se regenera por sus propios medios. Un macroautómata, aun cuando pueda reparar a otros, necesita herramientas, y todo un equipo de máquinas. Bastaría quitarle esas herramientas para inutilizarlo. Se convertiría en una presa casi inerme para las criaturas volantes, mucho menos expuestas al deterioro. — Es extraordinariamente interesante — dijo de pronto Saurahan —. Parece que la construcción de autómatas tendría que ser distinta de la actual. Habría que comenzar con pequeñas piezas elementales, seudocélulas, que podrían intercambiarse. — No es una idea tan novedosa — observó Sax, con una sonrisa —. La evolución de las formas vivas se produce de esta manera, y no por puro azar. En la nube misma los elementos son intercambiables. Es un problema de material: un macroautómata averiado necesita piezas de repuesto que sólo una industria altamente desarrollada puede producir; en cambio un sistema de cristales, o de otros elementos simples, puede ser destruido sin graves perjuicios, pues será inmediatamente reemplazado por miles de millones de sistemas análogos. Viendo que no podía esperar mucha ayuda, Horpach dejó' la biblioteca. Los científicos estaban tan enfrascados en la discusión que ni siquiera lo notaron. El astronauta se encaminó a la cabina de comando. Quería comunicar al equipo de Rohan la hipótesis de la «evolución inorgánica». Era ya noche cerrada cuando El Invencible consiguió establecer contacto con el supercóptero que se encontraba en el cráter. Fue Gaarb quien recibió el mensaje. — No me quedan más que siete hombres — dijo —, y dos de ellos son los médicos que atienden a los enfermos. Todos duermen en este momento, con excepción del radiooperador que está aquí, a mi lado. Pero Rohan no ha regresado todavía. — ¿Todavía no ha vuelto? ¿A qué hora partió? — A eso de las seis de la tarde. Se llevó seis máquinas y a todos los demás hombres. Quedó convenido en que volverían a la puesta del sol. Eso fue hace diez minutos. — ¿Y están en contacto? — La comunicación se interrumpió hace una hora. — ¡Gaarb! ¿Por qué no me informó en seguida? — Rohan me previno que la comunicación quedaría interrumpida un tiempo, pues iban a internarse en una de esas profundas gargantas, usted sabe. comandante… las paredes están cubiertas por esa maldita inmundicia metálica; y los ecos impiden escuchar las señales. — Haga el favor de informarme en cuanto regrese. Rohan tendrá que dar cuenta de esta negligencia. Corremos el riesgo de perder a esos hombres. El astronauta no había terminado de hablar cuando fue interrumpido por una exclamación de Gaarb: — ¡Aquí llegan, comandante! Veo las luces, están subiendo la pendiente, ahí está Rohan. Uno, dos.. no, veo un solo vehículo… dentro de un momento podré informarle. — Espero. Gaarb vio las luces de los reflectores que recorrían el suelo, iluminando un instante el campamento, para desaparecer luego en algún repliegue. Tomó un lanzacohetes, y disparó dos veces. El efecto fue inmediato. Todos los hombres dormidos saltaron de las literas y corrieron a sus puestos. El. vehículo describió una curva y el radiooperador que montaba guardia en la cabina de comando abrió un pasaje en el campo de fuerza. El vehículo oruga, cubierto de polvo, se internó entre los semáforos azules y se detuvo frente a la duna donde estaba posado el supercóptero. Horrorizado, Gaarb reconoció el vehículo: era el pequeño anfibio de patrullaje de tres plazas, la unidad de comunicaciones. Junto con todos los otros hombres, se adelantó corriendo. Antes que la máquina se detuviese, un hombre saltó a tierra. El traje protector le colgaba en jirones. Tenía el rostro tan cubierto de costras de barro y sangre que Gaarb no lo reconoció hasta que lo oyó hablar. — Gaarb — gimió Rohan, apoyándose en el hombro del científico. Todos se acercaron a sostenerlo, preguntándole a gritos — ¿Qué pasó? ¿Dónde están los demás? — No… no queda… nadie… — logró articular Rohan antes de caer desmayado en los brazos de los otros. A medianoche, los médicos consiguieron reanimarlo. Acostado bajo el tejado de aluminio de la barraca, en una carpa de oxígeno, Rohan narró lo que media hora más tarde Gaarb transmitiría a El Invencible. El grupo de Rohan La columna capitaneada por Rohan consistía en dos grandes ergo-robots, cuatro tractores oruga y un pequeño anfibio. Rohan viajaba en este último, en compañía de Jarg, el conductor, y Terner. Avanzaban de acuerdo con el procedimiento de alarma de tercer grado. A la cabeza de la columna iba un ergo-robot, seguido por el anfibio de Rohan, y a continuación cuatro vehículos, cada uno tripulado por dos hombres. Un segundo ergo-robot cerraba la marcha; junto con el primero protegía al grupo levantando un campo de fuerza. Rohan decidió organizar esta expedición, pues mientras se encontraban todavía en el cráter los «sabuesos eléctricos», habían descubierto huellas de los hombres de Regnar. Era evidente que si no los encontraban, irían de un lado a otro extraviados entre los laberintos de piedra, desvalidos como niños de pecho, condenados a perecer de hambre y de sed. Recorrieron los primeros kilómetros dejándose guiar por las señales de los detectores. A la entrada de una de las muchas gargantas, anchas y planas en esta región, a eso de las siete de la tarde, impresas en el lecho fangoso de un arroyo casi seco, descubrieron huellas nítidas de pasos. Había tres rastros distintos, perfectamente conservados en el suelo blando, que durante el día había perdido muy poca humedad. El agua que corría suavemente entre las rocas había borrado casi del todo una cuarta huella. Las marcas eran inconfundibles: pertenecían a las pesadas botas de los hombres de Regnar y se encaminaban al fondo de la garganta. Un poco más lejos desaparecían sobre las rocas, pero Rohan no se desanimó, porque había notado que las paredes de la garganta eran cada vez más abruptas. Parecía improbable por lo tanto que los fugitivos atacados de amnesia hubiesen logrado escalar esa escarpada pendiente. Rohan confiaba en descubrirlos de un momento a otro, ocultos detrás de algún recodo. Luego de deliberar brevemente, reanudaron la marcha. La columna llegó muy pronto a un paraje en el que crecían a ambos lados matorrales metálicos muy espesos. Las extrañas «plantas» parecían cepillos tupidos, y tenían de un metro a un metro y medio de altura. Esa vegetación brotaba de las fisuras de la roca, llenas de una especie de arcilla negruzca. En un principio, los matorrales eran grupos aislados, y luego se cerraban en una espesura homogénea que cubría las dos vertientes del barranco, casi hasta el fondo del valle, con una especie de estera herrumbrosa erizada de púas. Abajo, a lo lejos, oculto entre las grandes lajas, serpenteaba un hilo de agua. De tanto en tanto se abrían, entre los «matorrales», las bocas de las grutas. De algunas manaban riachos, otras parecían secas. Los hombres de Rohan trataron de explorar las que no estaban muy lejos del suelo, iluminándolas con los poderosos reflectores. En una de esas cuevas encontraron una cantidad considerable de pequeños cristales triangulares, sumergidos en parte en el agua que goteaba de la bóveda. Rohan recogió un puñado y se lo puso en el bolsillo. Durante media hora, remontaron el barranco cada vez más escarpado. Hasta ese momento, los vehículos oruga habían trepado por la pendiente sin dificultad. Habían descubierto nuevas huellas de pasos en otros dos lugares del barro del arroyo, y tenían la certeza de encontrarse en la buena pista. Al dejar atrás un recodo, el contacto con el supercóptero comenzó a debilitarse; Rohan atribuyó el fenómeno a la interferencia del matorral metálico. A ambos lados de la garganta, de unos veinte metros de ancho en las cimas y aproximadamente doce en el fondo, se elevaban paredes a veces casi verticales, cubiertas de un material semejante a una piel negra y rígida: la masa de los alambres del bosquecillo. Esos matorrales densos se elevaban hasta las crestas como un revestimiento espeso e ininterrumpido. La columna de vehículos franqueó dos anchas puertas rocosas; esto les llevó algún tiempo, pues los técnicos tuvieron que reducir el alcance del campo. No querían tocar las rocas, agrietadas por la erosión y a punto de desmoronarse; un choque del campo energético contra los pilares rocosos hubiera podido provocar una avalancha de piedras. No era por ellos mismos por quienes temían, sino por los hombres extraviados. que quizá no estaban muy lejos. Había pasado una hora desde que se interrumpiera el contacto radial, cuando una sucesión de relámpagos cruzó las pantallas magnéticas de los detectores. Al parecer, los aparatos se habían averiado, pues localizaban el origen de esos impulsos en todos los puntos del horizonte. Sólo con el auxilio de los contadores de intensidad y polarización pudieron descubrir la causa de las oscilaciones magnéticas: los montes que cubrían las vertientes de la garganta. Advirtieron entonces que el aspecto de los matorrales era ahora diferente; ya no estaban cubiertos de un sedimento de herrumbre; los zarzales eran aquí más altos, más grandes v parecían más negros a causa de las extrañas excrecencias nodulares que se adherían a las ramas. Rohan no permitió que las examinasen más de cerca; no quería correr el riesgo de abrir el campo protector. Reanudaron la marcha a un ritmo más acelerado, mientras los impulsómetros y los detectores magnéticos revelaban actividades cada vez más variadas. Cuando los hombres levantaban la cabeza notaban que por encima de la maleza oscura el aire ondulaba como si estuviese recalentado. Detrás de la segunda puerta rocosa vieron unas finas estelas, como torbellinos de humo que se disipaban girando en espirales detrás de las zarzas. Pero esto ocurría a tal altura que no pudieron identificar el fenómeno, ni siquiera con el auxilio de anteojos binoculares. A pesar de todo, Jarg, que guiaba el vehículo de Rohan, y que tenía una vista de lince, aseguró que esas «humareda?' parecían enjambres de insectos diminutos. Rohan se sentía cada vez más angustiado; la expedición se prolongaba demasiado y todavía no veían la salida de aquella sinuosa garganta. Sin embargo, ahora podían avanzar más de prisa, pues los montones de piedras que antes encontraran en el lecho del torrente habían desaparecido. En cuanto al río, era por así decirlo inexistente, pues estaba profundamente escondido bajo los guijarros, y sólo cuando los vehículos se detenían podía oírse, en el silencio, el murmullo del agua oculta. Detrás del recodo siguiente, apareció una puerta rocosa más estrecha que las anteriores. Luego de medir la abertura, los técnicos comprobaron que no podrían atravesarla manteniendo el campo de fuerza. Se sabe que las formas que puede adoptar un campo de fuerza se limitan a las variantes de un cuerpo giratorio, o sea una esfera, un elipsoide y un hiperboloide. Hasta ese momento, habían logrado franquear los estrechamientos de la garganta reduciendo el campo a las dimensiones de un globo estratosférico aplastado, por supuesto invisible. Ahora, ninguna maniobra les hubiera permitido realizar semejante hazaña. Rohan celebró una breve consulta con el físico Tomman y los dos técnicos del campo. Decidieron, de común acuerdo, arriesgarse a pasar desconectando momentánea y sólo parcialmente el campo. Un ergo-robot no tripulado cruzaría el desfiladero, con el emisor de campo desconectado. Una vez franqueado el obstáculo, encendería otra vez el emisor, protegiendo la vanguardia. Los hombres de los cuatro vehículos y el pequeño anfibio de Rohan carecerían de techo protector mientras atravesaban el desfiladero. El ergo-robot de cola conectaría la semiesfera protectora con el campo de la vanguardia en seguida de haber cruzado el estrecho. Todo se desarrollaba de acuerdo con este plan y el último de los cuatro vehículos oruga estaba pasando entre las columnas de piedra cuando una sacudida extraña estremeció el aire; no un ruido sino una sacudida, como si una roca se hubiese desmoronado en las cercanías; las paredes espinosas del barranco empezaron a humear, emitiendo de pronto una espesa nube negra que se lanzó sobre la caravana. Rohan, que había decidido ir detrás de los grandes vehículos, se encontraba detenido esperando a que el último transporte terminase de pasar. De pronto, vio que las laderas de la garganta exhalaban un vapor negro y que un inmenso relámpago estallaba en la cabecera de la columna; el primer ergo-robot, que ya había cruzado el desfiladero, acababa de restablecer el campo. Algunas de las volutas nubosas que atacaban la caravana se estrellaron contra la superficie del campo, ardiendo brillantemente, pero la mayor parte se elevó por encima del fuego y se precipitó simultáneamente sobre todas las máquinas. Rohan le ordenó a Jarg a voz en cuello que llamara inmediatamente al ergo-robot de cola, y que conectara los dos campos: el peligro de un desmoronamiento ya no contaba. Jarg intentó cumplir la orden, pero no logró conectar el campo. Sin duda, como lo explicara más tarde el ingeniero jefe, los clistrones del circuito electrónico se habían recalentado. Si el técnico hubiese mantenido el circuito unos segundos más, el campo habría llegado a formarse. Pero Jarg perdió la cabeza, y en lugar de insistir saltó del vehículo. Rohan lo sujetó por la manga, pero Jarg, enloquecido de miedo, consiguió zafarse y echó a correr cuesta abajo. Cuando Rohan alcanzó las palancas de mando, era demasiado tarde. Los hombres, sorprendidos dentro de los vehículos, saltaban a tierra y huían en todas direcciones, perdiéndose entre los torbellinos de la nube burbujeante. El espectáculo era tan inverosímil que Rohan, paralizado, ni siquiera intentó intervenir. Ya no tenía sentido restablecer el campo; corría el riesgo de matar a todos sus hombres, que hasta trepaban por las laderas como si quisieran buscar refugio en los bosques de metal. Rohan se quedó sentado en el vehículo inmóvil, esperando. Detrás, Terner, asomando el busto por la torrecilla de tiro, disparó al azar con la ayuda de los lasers de aire comprimido, pero ese fuego no sirvió de nada, pues la mayor parte de la nube se encontraba ya demasiado cerca. Sesenta metros apenas separaban a Rohan del resto de la columna. En ese trecho rodaban por el suelo y se debatían las desdichadas víctimas de las llamas negras. Debían de gritar sin duda, pero sus gritos, al igual que todos los demás ruidos, incluso el del ergo-robot que encabezaba la caravana, eran ahogados por el silbido ronco e interminable de la nube. Rohan siguió inmóvil, medio cuerpo asomado por encima del anfibio, sin tratar de esconderse, no por un coraje nacido de la desesperación — como explicaría luego- sino simplemente porque no se le había ocurrido. Había perdido la capacidad de pensar. Esa escena que nunca olvidaría — esos hombres bajo la avalancha negra- cambió bruscamente. Las víctimas dejaron de rodar por las piedras, de trepar hacia los matorrales de alambre, huyendo. Poco a poco, los hombres empezaron a ponerse de pie o a sentarse, y la nube, dividida ahora en una serie de embudos, alzó por encima de cada uno de ellos una especie de torbellino localizado, rozó apenas los torsos o las cabezas y trepó, siempre efervescente, con un rugido cada vez más atronador, entre las paredes de la garganta, hasta interceptar la luminosidad del cielo de la noche. Luego, amortiguando poco a poco su bramido, se deslizó entre las rocas, se hundió en la jungla negra y desapareció. Los únicos vestigios de la nube eran ahora una que otra pequeña mancha negra entre los cuerpos tendidos de los hombres. Rohan, sin creer aún del todo que se había salvado, e incapaz de explicarse ese milagro, buscó con la mirada a Terner. Pero la torrecilla de tiro estaba desierta; sin duda había saltado también él, inútil preguntarse cuándo ni cómo. Entonces lo vio, tendido no lejos de allí, apretando aún contra el pecho la cruceta de los lasers y mirando al cielo con ojos muertos. Rohan se apeó del anfibio y corrió de uno a otro hombre. No lo reconocieron. Ninguno le habló. La mayor parte parecían tranquilos; estaban acostados sobre las piedras, o sentados, pero dos o tres se levantaron, y acercándose a las máquinas, les palparon lentamente los flancos, con desmañados movimientos de ciegos. Vio a Genlis, un excelente radarista amigo de Jarg. Con la boca entreabierta, como un salvaje que viera una máquina por primera vez en su vida, trataba de mover la manija de una puerta. Un instante después, Rohan comprendió el significado del orificio redondo de bordes chamuscados que viera en un tabique de la cabina de comando de El Cóndor: se había arrodillado junto al doctor Ballmin, y tomándolo por los hombros lo sacudía con la fuerza de la desesperación, tratando de volver a la normalidad, cuando de pronto oyó un disparo seco y una llama violeta pasó junto a él como una flecha. Uno de los hombres, sentado un poco más lejos, había sacado el lanzallamas e involuntariamente había apretado el disparador. Rohan lo llamó, pero el hombre no le hizo caso. Parecía fascinado, como un niño que mira unos fuegos de artificio, y al fin se puso a disparar sin ton ni son el arma atómica, hasta descargarla por completo. El intenso calor estremecía el aire y Rohan se echó al suelo, y se arrastró buscando refugio entre las rocas. En ese momento oyó pasos rápidos que se acercaban y en un recodo apareció Jarg, con el rostro transpirado, sin aliento. Corría en línea recta hacia el loco que jugaba con el lanzallamas. — ¡Deténte! ¡Tírate al suelo, Jarg! ¡Cuerpo a tierra! — gritó. Rohan. Pero antes que Jarg, aturdido, pudiera detenerse, una terrible llamarada le estalló en el hombro izquierdo. Rohan alcanzó a verle la cara en el momento en que el brazo le volaba por los aires y la sangre le manó a borbotones de la espantosa herida. El francotirador demente no pareció darse cuenta de nada. Jarg contempló un instante, con indecible extrañeza, la sangre del muñón, el brazo mutilado; luego giró sobre sí mismo, trastabilló y cayó al suelo. El hombre del lanzallamas se levantó. La incesante cascada de fuego que brotaba del arma arrancaba chispas de las piedras y las rocas. El aire olía a sílice quemado. Avanzó, tambaleándose, con los movimientos de un niño que empuñase una matraca. La llama rasgó el espacio entre los hombres sentados, que ni siquiera cerraban los ojos para protegerse de la luz enceguecedora. Un segundo más y recibirían la descarga en pleno rostro. Sin detenerse a pensar, en un puro acto reflejo, Rohan sacó su propio lanzallamas y disparó, una sola vez. El hombre se golpeó violentamente el pecho con los puños crispados, el arma repicó al caer contra las rocas, y luego también él se desplomó, de cara al suelo. Rohan se puso de pie. Caía la noche. Había que transportar a todos los hombres a la base lo antes posible. Sólo le quedaba su vehículo, el pequeño anfibio. Cuando intentó utilizar uno de los transportes, comprobó que dos de ellos habían chocado en la parte más estrecha del desfiladero, y que sin una grúa seria imposible separarlos. Quedaba el ergo-robot de cola, que no podía transportar más de cinco hombres; los que aún estaban con vida, aunque inconscientes, eran nueve. Se dijo que lo mejor sería reunirlos a todos, atarlos para que no pudiesen huir o hacerse daño, poner en funcionamiento los campos de los dos ergo-robots, y regresar él solo a la base, en busca de auxilio. Era ya noche cerrada cuando concluyó con la horrenda tarea. Los hombres se habían dejado atar sin resistirse. Movió el ergo-robot de cola para abrir un pasaje en el campo, preparó los dos emisores, los encendió desde lejos, y dejando a los hombres bajo la protección de la cúpula, emprendió el camino de vuelta. A los veintisiete días de haber llegado a Regis III, casi la mitad de la tripulación de El Invencible estaba ya fuera de combate. La catástrofe El relato de Rohan, como tantas veces ocurre con las historias verdaderas, parecía irreal e incoherente. ¿Por qué la nube no los había atacado a Jarg y a él? ¿Por qué tampoco había tocado a Terner, hasta que saltó del anfibio? ¿Por qué razón Jarg, luego de huir sano y salvo, había regresado? Esta última pregunta era relativamente fácil de responder. Había vuelto, sin duda, porque luego de un momento de pánico se había dado cuenta de que estaba a unos cincuenta kilómetros de la base, distancia que no podría recorrer a pie con reservas limitadas de oxígeno. Los problemas restantes seguían siendo un misterio, y resolverlos era una cuestión de vida o muerte. Pero tenían que actuar, y no había tiempo para hipótesis y conjeturas. Era más de medianoche cUando Horpach se enteró de la suerte corrida por el grupo de Rohan. Media hora después, la nave estaba pronta para despegar. Era un trabajo ingrato trasladar un crucero cósmico a un sitio que se encontraba apenas a doscientos kilómetros. La nave tenía que desplazarse a una velocidad relativamente reducida, manteniéndose en posición vertical por encima del fuego de las toberas, lo que implicaba un enorme consumo de combustible. Los propulsores, no previstos para este tipo de trabajo, requerían la intervención constante de los autómatas eléctricos, y aun así, el coloso metálico flotaba en la noche con un ligero balanceo, como movido al impulso de una suave marea. Para un espectador que lo contemplase desde la superficie de Regis III, habría sido un espectáculo insólito: el desdibujado contorno de la nave, visible apenas al resplandor de las llamas de las toberas, desplazándose en el cielo nocturno; una oscura silueta posada sobre una columna de fuego. No fue menuda tarea conservar el rumbo. Tuvieron que elevarse por encima de la estratosfera y descender nuevamente, siempre de popa y en perpendicular al suelo. Todas estas maniobras absorbieron por completo la atención del astronauta, sobre todo porque el destino de la nave, el cráter, estaba oculto por un ligero velo de nubes. Finalmente, poco antes del amanecer, El Invencible se posó sobre el cráter, a dos kilómetros de la primitiva base de Regnar. El supercóptero, los vehículos y las barracas fueron prontamente descargados e instalados dentro del perímetro de protección de la nave. Un grupo de socorro fuertemente armado trajo de vuelta, alrededor del mediodía, a todos los sobrevivientes del equipo de Rohan, físicamente intactos pero mentalmente incapacitados. Hubo que agregar dos cabinas a la enfermería de El Invencible, totalmente colmada. Sólo cuando hubieron cumplido estas tareas, se abocaron los científicos a sondear el misterio que le salvara la vida a Rohan, y que hubiera salvado a Jarg, de no haber sido por el trágico incidente del lanzallamas. Era en verdad un misterio. No había nada de particular en la ropa y las armas de los dos hombres. El hecho de que los tres. contando a Terner, hubiesen ocupado el pequeño anfibio, no tenía quizá ningún significado. Horpach se encontraba, por añadidura, ante el problema de adoptar una decisión. La situación era bastante clara como para que pudiese retornar a la base; lo que ya sabía justificaba el regreso y explicaba al mismo tiempo el trágico fin de El Cóndor. Lo que más intrigaba a los sabios, los seudoinsectos metálicos, la posible simbiosis con las «plantas» metálicas que crecían en las rocas, y en última instancia el problema de la «mente» de la nube (ni siquiera sabían si había una o varias nubes pequeñas capaces de unirse en una gran nube homogénea), nada de todo eso lo habría incitado a quedarse en Regis III una hora más; pero sí el hecho de que no hubiesen encontrado aún a los cuatro hombres del equipo de Regnar, entre ellos el propio Regnar. Las huellas de los desaparecidos habían llevado al grupo de Rohan hasta la garganta. Parecía evidente que esos hombres desvalidos. aun cuando los habitantes inanimados de Regis III no los atacaran, terminarían por perecer. De modo que era imprescindible explorar a fondo la zona y los alrededores; las víctimas habían perdido la capacidad de actuar racionalmente, y dependían por entero de la ayuda de El Invencible. Lo único que lograron establecer con cierta aproximación fue el radio de la búsqueda, pues les desaparecidos, en esa comarca de grutas y hondonadas, no habrían podido alejarse más de unos veinte o treinta kilómetros. Ya no les quedaría mucho oxígeno, pero los médicos aseguraban que la atmósfera del planeta no era letal, y que en el estado actual de los hombres, los vértigos provocados por el metano disuelto en la sangre no tendrían mucha importancia. La zona misma no era muy extensa, pero sí difícil de explorar. Aun en las condiciones más favorables, la exploración minuciosa de todos los recovecos, callejones, criptas y cavernas podía llevarles varias semanas. Bajo las rocas de las hondonadas y los valles, saliendo en la superficie sólo en algunos lugares, se ocultaba un segundo sistema de corredores y grutas. Era posible que los hombres desaparecidos hubieran buscado refugio en esos escondrijos. Por otra parte, la gente de El Invencible ni siquiera sabía si los encontrarían a todos en el mismo lugar. Privados de memoria, eran más desvalidos que niños pequeños, que por lo menos habrían permanecido juntos. Y para colmo, aquél era el sitio donde parecía anidar la nube negra. El poderoso armamento y los recursos técnicos de El Invencible no prestarían mucha ayuda en las búsquedas. Además, la protección más segura — el campo de fuerza- no podía utilizarse en los corredores subterráneos del planeta. La alternativa era partir inmediatamente, lo que equivalía a condenar a los extraviados a una muerte segura. Y no contaban sino con unos pocos días, una semana a lo sumo. Horpach sabía que más allá de ese lapso, sólo podrían encontrar los despojos de los hombres. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el astronauta convocó a los expertos, les expuso la situación y pidió la colaboración de todos. Los científicos habían dedicado casi veinticuatro horas a estudiar el puñado de «insectos metálicos» que había traído Rohan. Horpach quiso saber si era posible tornarlos inofensivos. Una vez más se planteó el interrogante: ¿qué había protegido a Jarg y Rohan del ataque de la «nube»? Durante la conferencia, los «prisioneros» ocuparon el sitio de honor, en un recipiente de vidrio herméticamente cerrado, en el centro de la mesa. Sólo quedaban unos quince; los restantes habían sido destruidos en los laboratorios. Estas estructuras, de una triple simetría perfecta, tenían la forma de la letra Y, tres brazos que remataban en una punta, unidos en el centro por un espesamiento. A la luz directa eran negros como el carbón, pero a la luz refleja parecían opalescentes, grises y oliváceos, y recordaban les abdómenes de ciertos insectos terrestres: superficies diminutas, multifacéticas, como en un diamante. Examinada al microscopio, la estructura interna era siempre la misma. Los elementos, varios centenares de veces más pequeños que un grano de arena, se ordenaban en una especie de sistema nervioso autónomo, dividido a su vez en sistemas parcialmente independientes. El sistema más pequeño alojado en los brazos de la Y gobernaba los movimientos del «insecto». En la estructura microcristalina de los brazos había algo así como un acumulador universal, que podía ser a la vez un transformador de energía. De acuerdo con el ordenamiento de los microcristales, desarrollaba un campo eléctrico, o un campo magnético, o campos de fuerza alternados, capaces de elevar la temperatura de la zona central. Cuando así ocurría, el calor acumulado irradiaba hacia afuera. El movimiento de aire así producido, una especie de chorro, permitía que el cristal se elevase. Un cristal aislado no volaba, revoloteaba más bien, y no era capaz — al menos durante las experiencias de laboratorio- de seguir un curso preciso. En cambio, cuando se juntaban acercando los extremos de los brazos, el agregado tenía propiedades aerodinámicas, que aumentaban con el número de los componentes. Cada uno de esos cristales podía unirse a otros tres, y además entrar en contacto con la parte central de un cuarto por el extremo de una de las jambas; esto hacía posible una estructura de capas múltiples en los sistemas mayores. No era necesario que los cristales se tocaran; bastaba con que los brazos se aproximasen para que apareciera un campo magnético que mantenía en equilibrio todo el sistema. Cuando alcanzaba un número determinado de «insectos», el conjunto mostraba características definidas y reacciones perfectamente observables. Sometido a la influencia de estímulos externos, modificaba la dirección del movimiento, la forma, la frecuencia de los impulsos vibratorios internos; los signos del campo se invertían y los cristales metálicos, en lugar de atraerse, se repelían, descomponiéndose en sus elementos individuales. Además de este sistema de dirección, cada cristal negro contenía un sistema de comunicación o mejor dicho un fragmento de un sistema más general y complejo. Ese suprasistema, que probablemente necesitaba de una enorme cantidad de elementos, era el verdadero motor que regía las actividades de la nube. Pero allí los conocimientos de los científicos llegaban a un punto muerto. De las posibilidades de crecimiento y de la «inteligencia» de estos centros reguladores nada sabían. Kronotos suponía que el número de elementos variaba de acuerdo con las dificultades que se le presentaban a la nube. Esta hipótesis parecía convincente, pero ni los cibernetistas ni los expertos en teoría de la información conocían ninguna estructura comparable, es decir ningún «cerebro» capaz de crecer a voluntad, adaptando sus propias dimensiones a la magnitud de la meta. Una parte de los cristales traídos por Rohan estaban deteriorados. En los otros, en cambio, las reacciones eran típicas. Un cristal aislado podía revolotear, elevarse y flotar casi inmóvil, descender, acercarse a la fuente de estímulos, o alejarse. Por lo demás, era absolutamente inofensivo y no emitía energía ni siquiera cuando se veía amenazado; los investigadores trataron de destruirlos por medios químicos, campos de fuerza, calor y radiación. Se dejaba aplastar como el más desvalido escarabajo de la Tierra, aunque el caparazón cristalometálico no se rompía fácilmente. En cambio, cuando se unían en un conglomerado, incluso de reducidas dimensiones, los 'insectos» expuestos a un campo magnético producían otro campo que anulaba al primero sometidos al calor, se defendían emitiendo radiaciones infrarrojas. De todos modos, no fue posible intentar otros experimentos, pues los científicos disponían sólo de un puñado de cristales. A las preguntas del astronauta, Kronotos respondió en nombre de todos los colegas. Los científicos pedían que se les diese tiempo para continuar investigando, pero necesitaban ante todo procurarse una gran cantidad de esos pequeños cristales. Proponían, por lo tanto, que se enviase una expedición al fondo del barranco; una expedición que buscara a los desaparecidos y recogiera a la vez varias decenas de millares de seudoinsectos. Horpach aprobó la proposición. Pero no quería arriesgar más vidas humanas, y decidió enviar una máquina que hasta entonces no había participado en ninguna acción: un vehículo automatizado de cuarenta toneladas, que sólo se utilizaba en situaciones de grave contaminación radiactiva, presión elevada o excesiva temperatura. Esta máquina, a la que llamaban el Cíclope, se encontraba en el fondo de la cala del crucero, sólidamente sujeta a las vigas del pañol de carga. En principio, no se la utilizaba en la superficie de los planetas, y El Invencible jamás habla necesitado recurrir al Cíclope. En toda la historia de la flota, las circunstancias en que se había apelado a este recurso extremo se podían contar con los dedos de una mano. Para los navegantes del espacio, enviar al Cíclope a una misión significaba confiar la tarea al diablo en persona. Nadie había tenido nunca noticias de la derrota de un cíclope. Una grúa puso la máquina en la rampa, al alcance de los técnicos y programadores. El Cíclope, además del sistema común de los Dirac para producir campos de fuerza, llevaba un mortero antimateria esférico que le permitía disparar antiprotones en cualquier dirección y en todas a la vez, y mediante un eyector construido directamente en el vientre blindado podía elevarse unos cuantos metros por encima del suelo, sobre la interferencia de los campos de fuerza. La máquina se desplazaba así por cualquier superficie, y no dependía de ruedas u orugas. En la proa se abría un morro blindado, por donde emergía una especie de «mano» telescópica capaz de perforar el suelo, extraer muestras de minerales y. explorar las cercanías. Aunque disponía de equipos de radio y de televisión, era capaz también de desarrollar actividades independientes guiada por un cerebro electrónico. Los técnicos del grupo operativo del ingeniero Petersen programaron ese cerebro, pues el astronauta preveía que en cuanto el Cíclope se internase en la garganta, perderían todo contacto con él. El programa incluía una serie de operaciones. En primer término, tenía que encontrar y rescatar a los desaparecidos. Ante todo los protegería y se protegería a sí mismo con un campo de fuerza exterior y sólo entonces abriría un pasaje en la envoltura protectora interna. Luego recogería el mayor número posible de cristales atacantes. El mortero antimateria sólo se utilizaría en casos extremos, como la destrucción inminente del campo de fuerza. La actividad del mortero contaminaría toda la región, poniendo en peligro la vida de los hombres extraviados, que quizá no estuviesen lejos del sitio de la batalla. El Cíclope tenía ocho metros de altura, y era relativamente rechoncho el casco medía cuatro metros de diámetro. Si un desfiladero le parecía infranqueable, podía ensancharlo utilizando la «mano de hierro», o empujando y apartando las rocas con la ayuda del campo de fuerza. Y aun en el caso de que desconectase el campo de fuerza, no corría ningún riesgo, pues el blindaje de cerámica al vanadio era duro como el diamante. En el interior del Cíclope instalaron un robot que se ocuparía de los hombres una vez rescatados y dispusieron unas camas. Una vez finalizados todos los preparativos, el casco blindado se deslizó ligeramente por la rampa y cruzó la abertura del campo de El Invencible, entre los semáforos azules. Parecía desplazarse en alas de una fuerza invisible. Ni siquiera a velocidad máxima levantaba una sola partícula de polvo. No tardó en desaparecer de la vista de los hombres, agrupados en la popa. Por espacio de una hora aproximadamente, la comunicación por radio y televisión entre el Cíclope y la cabina de comando fue perfecta. Un alto obelisco, que recordaba el campanario en ruinas de una iglesia, apareció de pronto obstruyendo parcialmente el pasaje entre las paredes rocosas. Rohan reconoció la entrada del barranco donde se había producido el ataque. La velocidad del Cíclope disminuyó considerablemente cuando llegó a los primeros escombros. Los hombres que miraban las pantallas alcanzaban a oír el susurro del arroyo que corría escondido bajo las piedras, tan silencioso era el motor atómico de la máquina. Los técnicos lograron mantener el contacto hasta las dos y cuarenta de la tarde. A esa hora, después de haber franqueado una parte llana y transitable del barranco, el Cíclope se internó por el laberinto de bosquecillos herrumbrosos. Gracias a los esfuerzos de los radiotécnicos se intercambiaron otros cuatro mensajes; pero el quinto llegó tan deformado que a duras penas pudieron entenderlo; el cerebro electrónico informaba que la marcha del vehículo era normal. De acuerdo con el plan previo, Horpach envió entonces una sonda volante equipada con una estación satélite de televisión. La sonda se elevó en línea recta hacia el cielo, y desapareció en pocos segundos. Las señales llegaban regularmente, y en la pantalla central como filmado desde una altura de mil quinientos metros, apareció un paisaje pintoresco, de rocas dentadas y cubiertas de matorrales negros y herrumbrados. Al cabo de un minuto vieron con claridad al Cíclope, en el fondo de una profunda garganta, reluciente como un puño de acero. Horpach, Rohan y los jefes de los equipos de expertos seguían frente a las pantallas. La recepción era buena, pero en previsión de un posible deterioro o interrupción, otras sondas aguardaban, listas para partir. El ingeniero jefe estaba convencido de que el contacto con el Cíclope se interrumpiría en caso de ataque, pero que al menos podrían observar las operaciones de la máquina. Los hombres que miraban la imagen panorámica transmitida por la telesonda observaron que sólo algunos centenares de metros separaban al monstruo de los vehículos que bloqueaban el desfiladero. El Cíclope no podía verlos aún. Una vez cumplidas las otras tareas, los remolcaría de vuelta hasta la base. Los transportes vacíos, vistos desde lo alto, parecían pequeñas latas verdosas; adelante de uno de ellos yacía un cuerpo parcialmente carbonizado: el cadáver del hombre que Rohan atacara con el lanzallamas. Justo antes del recodo donde se alzaban las aristas rocosas del desfiladero, el Cíclope se detuvo. Se acercó a una mata de vegetación metálica que llegaba casi al fondo del barranco. Todos seguían atentamente los movimientos del autómata. Había abierto ahora el campo de fuerza, y adelantaba la «mano», una barra metálica terminada en unos dedos ganchudos. Los dedos se cerraron sobre una mata de vegetación mineral, y aparentemente sin esfuerzo, la arrancó del zócalo rocoso. Luego, la máquina volvió a descender, en marcha atrás, hacia el fondo de la garganta. Toda la operación se había desarrollado perfectamente. La sonda que sobrevolaba la garganta ayudó a restablecer el contacto radial con el cerebro del Cíclope; el cerebro informó que la muestra hormigueante de «insectos» negros había sido encerrada en un recipiente. El Cíclope había llegado a cien metros del escenario de la catástrofe. Allí, apoyado contra una roca, se encontraba el ergo-robot de cola del grupo de Rohan; en el estrechamiento de la garganta estaban detenidos los dos transportes, y más lejos, delante de ellos, el segundo ergo-robot. El aire se estremecía levemente revelando que los dos ergo-robots seguían emitiendo el campo de fuerza que Rohan había levantado luego de la catástrofe. El Cíclope envió una señal interrumpiendo los Dirac de los ergo-robots; luego, acelerando los reactores, se elevó por los aires, pasó volando sobre las armazones de los vehículos, y se posó por último en las piedras de más allá del desfiladero. En ese preciso instante, en la cabina de comando de El Invencible — a sesenta kilómetros de la gargantauno de los observadores lanzó un grito de alarma: del negro pelaje de las laderas brotó una especie de humareda que ahora avanzaba en oleadas hacia el Cíclope; el vehículo desapareció en seguida, como envuelto en un manto de hollín negro. Inmediatamente, los múltiples haces luminosos de un relámpago atravesaron la masa negra de la nube agresora. El Cíclope no había utilizado el mortero; el campo de fuerza emitido por la nube había chocado con la envoltura protectora del vehículo. Esa envoltura invisible parecía haberse materializado de pronto, envuelta en una espesa capa de un negro burbujeante, que se inflaba y se encogía como una inmensa bola de lava. Ese juego singular se prolongó un rato. Los observadores tenían la impresión de que la máquina, ahora invisible, trataba de dividir a las fuerzas enemigas, cada vez más numerosas, pues nuevas nubes se precipitaban a cada instante hacia el fondo de la garganta. Tampoco veían ya el brillo de la esfera del campo de fuerza. La fantástica batalla de las dos poderosas fuerzas inorgánicas proseguía en un oscuro silencio. Uno de los hombres que observaba la pantalla suspiró al fin. La temblorosa burbuja negra acababa de desaparecer en un cono de sombra. La nube, transformada en una especie de torbellino, se elevó por encima de las crestas de las rocas más altas. Aferrada abajo al invisible adversario, giraba en lo alto como un inmenso remolino de aguas azulosas. Nadie pronunció una palabra; todos comprendían que la nube trataba de aplastar al vehículo encerrado en la burbuja como una semilla en un carozo. Rohan advirtió que el astronauta iba a preguntarle al ingeniero jefe si el campo de fuerza resistiría. Pero no dilo nada. No tuvo tiempo. El torbellino negro, las paredes del barranco, la vegetación, todo desapareció en una fracción de segundo. Era como si un volcán hubiera estallado de pronto en el fondo del precipicio: una fuente de humo y de lava incandescente, fragmentos de rocas y por último una inmensa nube con un séquito de volutas de vapor. La columna se elevó hasta que el vapor — quizá de las hirvientes aguas del arroyo- llegó a los mil quinientos metros, la altura donde planeaba el satélite. El Cíclope había disparado el mortero antimateria. Ninguno de los hombres se movió ni dijo una sola palabra, pero todos sintieron a la vez cierta satisfacción, como si hubiesen sido vengados. Se hubiera dicho que la nube había encontrado al fin un digno adversario. Desde el comienzo del ataque, toda comunicación directa con el Cíclope había quedado interrumpida. Ahora sólo veían la imagen transmitida por la sonda, a través de setenta kilómetros de atmósfera vibrante. Los hombres que trabajaban fuera de la cabina de mando ya se habían enterado de que se estaba librando un combate. La parte de la tripulación ocupada en desmontar las barracas de aluminio abandonó el trabajo. La línea del horizonte se iluminó al nordeste como si fuese a asomar un segundo sol, mucho más poderoso que el otro sol, ahora en el cenit; luego, una columna de humo que se transformó lentamente en un hongo gigantesco ocultó el resplandor. Los técnicos que controlaban la sonda tuvieron que retirarla del campo de batalla y hacerla subir a una altura de cuatro mil metros, por encima de las violentas corrientes atmosféricas. Ya nada se veía: ni las rocas que amurallaban el barranco, ni las pendientes tupidas de matorrales, ni la nube negra. Lenguas de fuego burbujeantes y volutas de humo recorrían las pantallas, entrecruzándose con las parábolas de los escombros incandescentes. Los micrófonos acústicos de la sonda transmitían un fragor ininterrumpido, atenuado a ratos, por momentos intenso, como si un terremoto sacudiera la región. Era asombroso que ese encarnizado combate pareciera no tener fin. Pocos segundos más, y el fondo del barranco y toda la zona que rodeaba al Cíclope alcanzarían el punto de fusión; las rocas se hundían, se desmoronaban, se transformaban en lava. Un torrente escarlata empezó a abrirse paso hacia la desembocadura del barranco, a pocos kilómetros de la zona de combate. Horpach se preguntó por un instante si los interruptores electrónicos del mortero no estarían trabados, pues le parecía inverosímil que la nube continuase resistiendo a semejante poder destructivo. Lo que vio en la pantalla le demostró que se había equivocado; obedeciendo a una nueva orden, la sonda se elevó todavía más alcanzando el límite de la troposfera. El campo visual abarcaba ahora unos cuarenta kilómetros cuadrados. Todo el terreno socavado del barranco estaba moviéndose. Como filmadas en cámara lenta — efecto óptico causado por la distancia —, unas pendientes rocosas, cubiertas de un flujo negro, asomaban en hendiduras y cavernas. Unas volutas sombrías ascendían verticalmente y se unían para avanzar en línea recta hacia el centro del combate. Durante algunos minutos se tuvo la impresión de que las oscuras avalanchas que se precipitaban sin cesar hacia ese centro, dominarían al fuego atómico, lo sofocarían y lo aniquilarían. Pero Horpach conocía las reservas energéticas del monstruo construido por la mano del hombre. Un trueno ensordecedor e interminable rugió en los altoparlantes y estremeció la cabina de comando, mientras llamas de tres mil metros de altura fulminaban el cuerpo de la nube agresora y empezaban a girar, como un molino incandescente; el aire vibraba en capas, que se curvaban cuando se movía el centro del calor. El Cíclope, inexplicablemente, sin interrumpir la lucha ni un solo instante, retrocedía ahora hacia la entrada de la garganta. Quizá el cerebro electrónico había considerado la posibilidad de un desmoronamiento de las paredes de piedra, provocado por las explosiones atómicas. El Cíclope hubiera podido salir indemne de esa nueva calamidad aunque con un poder de maniobra disminuido. Sea como fuere, el Cíclope, sin cejar en la lucha, buscaba un terreno más despejado, y en ese bullente torbellino los observadores ya no podían distinguir entre el fuego del mortero y las columnas de humo, los jirones de nubes, o las crestas rocosas que se desmoronaban. Al parecer, el cataclismo había llegado a un punto culminante. Un instante después, sin embargo, ocurrió algo inverosímil. La imagen se inflamó. brilló con un resplandor de una blancura enceguecedora, y una erupción de innumerables explosiones cubrió la pantalla. Hubo una nueva descarga de antimateria y alrededor del Cíclope todo fue aniquilado: el aire, los escombros, el vapor, los gases y la humareda; todo se transformó en la más poderosa de las radiaciones: partió en dos el barranco, encerró a la nube, y la proyectó hacia arriba. El Invencible, posado a setenta kilómetros del epicentro de la explosión, se estremeció de arriba abajo. Las ondas sísmicas recorrieron el desierto desplazando los transportes y los ergo-robots de la expedición, agrupados bajo la rampa. Pocos minutos más tarde un viento huracanado descendió rugiendo, quemó los rostros de los que buscaban refugio bajo las máquinas, y levantando torbellinos de arena invadió la inmensidad del desierto. Aunque la sonda de televisión se encontraba ahora a trece kilómetros del centro del cataclismo, parecía que algo la había dañado, pues la imagen era muy débil y borrosa. Transcurrió un minuto. Cuando la humareda se hubo disipado, Rohan, con los ojos clavados en la pantalla, alcanzó a ver la etapa siguiente de la lucha. La batalla no había concluido, como lo creyera un momento antes. Si los agresores hubieran sido seres humanos, la masacre habría obligado a las filas de la retaguardia a detenerse en el umbral de aquel infierno. Pero aquí lo muerto combatía a lo muerto; el fuego atómico no se había extinguido, sólo había cambiado de forma, modificando la dirección del ataque principal. En ese instante, Rohan comprendió por primera vez cómo podía haber sido el enfrentamiento que había asolado la desértica superficie de Regis III, cuando los robots se aniquilaban entre sí. Creyó entender qué formas había adoptado la evolución de esas especies inanimadas y qué significaban exactamente las palabras de Lauda: los seudoinsectos habían triunfado porque se habían adaptado mejor. Y al mismo tiempo, otra idea le cruzó por la mente: algo semejante debió de ocurrir aquí. La memoria inerte, indestructible, perpetuada gracias a la energía solar en cada uno de los pequeños cristales, la memoria de la nube constituida por miles de millones de elementos, tenía que acumular en esos bancos el recuerdo de enfrentamientos similares. Esas partículas inanimadas, insignificantes al parecer, comparadas con las llamas del aniquilador que devoraban rocas, habían tenido que luchar contra adversarios de esa magnitud (gigantes aislados, fuertemente acorazados, mamuts atómicos de la familia de los robots). Hablan subsistido, habían podido desmenuzar como harapos putrefactos los blindajes de los enormes monstruos, y arrastrarlos a través del desierto junto con los esqueletos de los mecanismos electrónicos otrora indestructibles y hoy enterrados en la arena; y todo esto no hubiera sido posible sino merced a un coraje inverosímil, indescriptible, si se puede atribuir coraje a unos cristales diminutos que forman una nube. Pero ¿qué otro nombre podía darle? De algún modo Rohan admiraba a la nube. La masacre la había diezmado y la nube continuaba atacando. Ahora, en toda la extensión visible de la altura de la sonda, sólo algunos picos, los de las montañas más altas, asomaban apenas por encima de la masa negra. Todo el resto, toda aquella comarca de gargantas y hondonadas, había desaparecido, ahogada bajo las olas oscuras que afluían concéntricamente desde todos los puntos del horizonte, pata sumirse en las profundidades del embudo de fuego cuyo centro era el Cíclope, invisible bajo la conflagración. Ese avance, ganado a costa de sacrificios inmensos y aparentemente inútiles, tenía no obstante alguna perspectiva de éxito. Rohan y los hombres ya se habían dado cuenta. Las reservas energéticas del Cíclope eran prácticamente inagotables, pero cuanto más se prolongaba el calor ininterrumpido del aniquilador, más se comunicaba a las armas, a pesar de los poderosos blindajes, a pesar de los espejos reflectores montados en el casco, reteniendo así una pequeña porción de aquellas temperaturas siderales, y recalentando el cuerpo mismo de la máquina. Esto explicaba el encarnizamiento del ataque, ataque desde todos los frentes a la vez; porque cuanto más cerca de la máquina estallaban las descargas del mortero, más se calentaban todos los aparatos. Un ser humano habría sucumbido mucho antes a la temperatura del interior del Cíclope. Quizá la armadura de cerámica era ya de color rojo cereza. Pero los hombres de la cabina sólo veían, bajo el tendal de humo, el pulsátil torbellino azul del fuego que lentamente retrocedía hacia la entrada de la garganta. Al fin, tres kilómetros más al norte, apareció el sitio donde la nube había atacado por primera vez: un suelo calcinado, cubierto de lava y escoria. De las rocas desmoronadas colgaban las cenizas de los matorrales junto a los restos fundidos de los cristales, alcanzados por la explosión nuclear. Horpach desconectó los micrófonos (los chirridos se oían en toda la cabina de control) y le preguntó a Jason qué ocurriría si la temperatura en el interior del Cíclope superaba la resistencia del cerebro electrónico. El científico contestó sin vacilación: — La acción del mortero antimateria cesará automáticamente. — ¿Y también los campos de fuerza? — No. Mientras tanto, el campo de batalla se había trasladado al llano, justo a la entrada de la garganta. El océano de tinta hervía, humeaba, se arremolinaba, y se precipitaba como una legión de demonios al fondo del embudo incandescente. — Ya no puede tardar — dijo Kronotos en medio del silencio. Pasó un minuto. Bruscamente, el resplandor del embudo se debilitó. La nube acababa de cubrirlo. — A sesenta kilómetros de aquí — respondió el técnico de comunicaciones a una pregunta de Horpach. El astronauta hizo sonar la alarma. Todos los hombres fueron llamados a sus puestos. El Invencible recogió la rampa y el ascensor y cerró todas las escotillas. Un nuevo relámpago apareció en el horizonte. El embudo de fuego había vuelto a emerger. Esta vez la nube no lo atacó; sólo en los bordes fue alcanzada por el fuego. El resto empezó a retroceder hacia la región de las gargantas, internándose en un laberinto de sombras. El Cíclope, aparentemente intacto, apareció en las pantallas una vez más. Seguía retrocediendo, muy lentamente, sin dejar de disparar contra todo: las piedras, la arena, las dunas. — ¿Por qué no interrumpirá el fuego? — preguntó alguien. Como en respuesta a estas palabras, la máquina dejó de disparar, giró sobre sí misma, y rodó rápidamente hacia el desierto. La sonda volante la acompañaba desde la altura. De pronto, vieron algo así como un hilo de fuego que subía a una extraordinaria velocidad. Antes que comprendieran que el Cíclope acababa de disparar contra la sonda, y que el hilo de fuego era la estela de las partículas de aire aniquiladas en la trayectoria del proyectil, retrocedieron instintivamente, temblando como si temiesen que la explosión saltara fuera de la pantalla y estallase en el interior de la cabina de comando. Un instante después, la imagen desapareció. — ¡Ha destruido la sonda! — gritó el técnico que estaba de pie frente al tablero de comando —. ¡Astronauta! Horpach hizo lanzar una segunda sonda. El Cíclope estaba ya tan cerca de El Invencible que lo vieron cuando la sonda empezó a elevarse. Un nuevo relámpago, y la sonda desapareció en el espacio. Antes que la imagen se borrara, tuvieron tiempo de distinguir a El Invencible en el campo visual de la sonda: el Cíclope estaba a sólo diez kilómetros. — ¿Qué demonio le pasa? ¿Se habrá vuelto loco? — gritó el segundo técnico frente a la consola de dirección; la voz le temblaba. Estas palabras parecieron encender una luz en la mente de Rohan. Miró al comandante y comprendió que también él había pensado lo mismo. Tenía la impresión de que un sueño plomizo e insensato le había invadido el cuerpo todo. Pero ya las órdenes habían sido impartidas: el comandante hizo lanzar una tercera sonda, luego una cuarta. El Cíclope las destruyó una tres otra, como un tirador avezado que se divierte probando puntería. — Necesito máxima potencia — dijo Horpach, sin apartar la vista de la pantalla. El ingeniero jefe, como un pianista que tocara un acorde, apoyó ambas manos en el teclado del tablero de distribución. — Potencia de despegue dentro de seis minutos — anunció. — Necesito máxima potencia — repitió Horpach, siempre en el mismo tono. Un súbito silencio cayó en la cabina de comando, un silencio tan profundo que ahora se oía el zumbido de los transmisores detrás de los tabiques esmaltados, como si un enjambre de abejas acabase de despertar. — El revestimiento del reactor está frío — empezó a decir el ingeniero jefe. Horpach, sin levantar la voz, repitió: — Necesito máxima potencia. Sin una palabra, el ingeniero extendió el brazo hacia el interruptor principal. En las profundidades de la nave se oyeron los cortos mugidos de la sirena de alarma, y luego, como un tambor lejano, los pasos de los hombres que corrían a los puestos de combate. Horpach miraba de nuevo la pantalla. Nadie decía una palabra, pero todos habían comprendido que lo imposible se había producido: el astronauta se preparaba para combatir a su propio Cíclope. Las agujas oscilantes de los instrumentos se alineaban como soldados. En el indicador de potencia, los números subieron a cinco y seis cifras. Hubo un chisporroteo en alguna parte del sistema de cables, y el aire olió a ozono. En el fondo de la cabina de control los técnicos se comunicaban por medio de señales, indicándose con los dedos qué sistema de control aplicarían. La sonda siguiente, antes de ser aniquilada, mostró el morro alargado del Cíclope que se abría un pasaje entre dos hileras de rocas. La pantalla quedó vacía una vez más, encegueciendo a los espectadores con una blancura plateada. De un momento a otro, la máquina iba a aparecer en visión directa. El operador de radar esperaba ya junto al aparato (la telecámara exterior había sido instalada en la proa de la nave), y el técnico de transmisiones lanzó la sonda siguiente. El Cíclope no parecía encaminarse en línea recta hacia El Invencible que esperaba, herméticamente cerrado, listo para el combate, bajo la burbuja del campo de fuerza. Desde la cúpula, a intervalos regulares, partían en vuelo las telesondas. Rohan sabía que la nave podría resistir el impacto del mortero antimateria, pero perdiendo buena parte de sus reservas de energía. Dada la situación, consideraba que la táctica más razonable era la de poner a la nave en órbita estacionaria. Esperaba oír esa orden de un momento a otro, pero Horpach callaba, como si esperase que milagrosamente el Cíclope volviese a sus cabales. Y en verdad, sin dejar de observar por detrás de los pesados párpados los movimientos de la forma oscura que se movía silenciosa entre las dunas, Horpach preguntó: — ¿Sigue llamando al Cíclope? — Sí, pero no hay contacto. — Envíele orden de detenerse inmediatamente. Los técnicos se afanaban frente a los tableros. Dos tres, cuatro veces regueros de luz corrieron bajo los dedos de los hombres. — No responde, comandante. ¿Por qué no despega? se preguntaba Rohan, sin explicarse la tozudez del astronauta. ¿No quiere reconocer una derrota? ¡Horpach! ¡qué absurdo! Ahora se mueve… Ahora va a dar la orden. Pero el astronauta no había hecho nada más que retroceder un paso. — ¿Kronotos? El cibernetista se le acercó. — Aquí estoy, comandante. — ¿Qué pueden haberle hecho ellos? Rohan estaba perplejo. Horpach había dicho «ellos», como si en realidad tuvieran que combatir con adversarios pensantes. — Los circuitos autónomos funcionan con criotrones — empezó a decir Kronotos en un tono de voz que revelaba que lo que iba a decir era meramente hipotético —. La temperatura se ha elevado demasiado y la supraconductibilidad de los circuitos ha disminuido. — ¿Está seguro de lo que dice o trata de adivinar? — preguntó el astronauta. ¡Extraña conversación! Todos seguían con la mirada fija en la pantalla. El Cíclope podía verse ahora en transmisión directa. Avanzaba con movimientos sueltos y a la vez inseguros. De tanto en tanto se desviaba como si no supiera qué rumbo tomar. Varias veces consecutivas disparó contra la ya inservible telesonda, sin hacer blanco. Luego, los hombres la vieron caer como una bola de fuego. — Lo único que explicaría esta extraña conducta es la resonancia — dijo el cibernetista tras una breve vacilación —. Si el campo de ellos ha coincidido con el del cerebro… — ¿Y el campo de fuerza? — Un campo de fuerza no puede interceptar a un campo electromagnético. — Mala suerte comentó secamente el astronauta. La tensión fue cediendo paulatinamente en la cabina de comando de El Invencible. Era evidente ya que el Cíclope no venía hacia la nave-madre. La distancia que los separaba, insignificante un momento antes, empezaba a crecer. Liberada del control humano, la máquina se encaminaba hacia la dilatada extensión del desierto septentrional. — Ingeniero jefe, reléveme por un tiempo — dijo Horpach —. A todos los demás, les pido que me acompañen abajo. La noche interminable El frío intenso despertó a Rohan. Amodorrado, se acurrucó bajo la manta, apretando la sábana contra la cara. Trató de abrigarse el rostro con las manos pero el frío era cada vez más insoportable. Sabía que tenía que despertarse del todo; sin embargo, postergaba ese momento, sin saber por qué. Bruscamente, se sentó en la cucheta. La oscuridad era total. Un soplo helado le golpeó la cara. Se levantó a tientas, y maldiciendo entre dientes buscó el climatizador. Había sentido tanto calor en el momento de acostarse que había puesto la llave en «frío». El aire de la pequeña cabina se calentó poco a poco, pero ahora, sentado debajo de la manta, no tenía ganas de dormir. Miró la esfera fosforescente del reloj; eran las tres, hora de a bordo. Otra vez tres horas de sueño, protestó. Seguía teniendo frío. La conferencia había durado mucho tiempo, se habían separado poco antes de medianoche. Tanta charla inútil, se dijo. Ahora, en las tinieblas que lo rodeaban, hubiera dado cualquier cosa por estar de regreso en la base, por no ver nunca más a Regis III, por no oír hablar nunca más de ese planeta maldito, ese mundo muerto de pesadilla, dotado de la astucia siniestra de las cosas inanimadas. La mayoría de los estrategas había opinado que lo más aconsejable era ponerse en órbita, con excepción del ingeniero jefe y el director del departamento de física, quienes habían apoyado desde un principio la posición de Horpach: permanecer en el planeta tanto tiempo como fuese posible. La probabilidad de rescatar a los cuatro hombres desaparecidos del grupo de Regnar era quizá de una en cien mil, o acaso menos. Si no habían muerto antes, sólo la distancia podía haberlos salvado del infierno atómico. Rohan hubiera querido saber si el astronauta no había despegado únicamente a causa de ellos, o si había tenido en cuenta otras consideraciones. Aquí, en Regis III, sólo conocerían una cara de la verdad; otra sería la historia expuesta en los secos términos de un informe, en la serena atmósfera de la base. El informe diría simplemente que habían perdido la mitad de las máquinas de la expedición, el arma principal — el Cíclope con su mortero antimateria, que en adelante representaría un peligro más para toda nave que se acercara a Regis III —, que las pérdidas en hombres se elevaban a seis muertos, que la mitad de la tripulación había tenido que ser hospitalizada, y que por añadidura estos hombres quedarían incapacitados para volar durante muchos años, si no para siempre. Y que, habiendo perdido hombres, máquinas y el mejor aparato, habían huido, pues ¿qué otra cosa podía ser ahora el regreso sino una huida cobarde? Habían huido, sí, de los cristales microscópicos creados por el pequeño planeta desértico, todo cuanto allí quedaba de la civilización liriana que la Tierra había superado mucho tiempo atrás. Pero ¿era Horpach hombre de tomar en cuenta consideraciones semejantes? Quizá ni él mismo sabía por qué no había dado orden de despegar. ¿O acaso estaba esperando que sucediera algo? Pero ¿qué? Los biólogos decían que era posible vencer a los insectos inanimados con sus propias armas. Desde el momento en que la especie evolucionaba, concluían, no era imposible intervenir en ese proceso evolutivo. Ante todo era preciso introducir en una cantidad considerable de especímenes. que sería necesario procurarse, ciertas mutaciones, modificaciones hereditarias de un tipo determinado que volvieran inofensiva a toda esta raza cristalina. Las características de ese cambio genético tendrían que ser muy específicas, de manera tal que ofrecieran ventajas aprovechables inmediatas, y aseguraran a la vez, en las nuevas generaciones, la aparición de un talón de Aquiles, un punto vulnerable que pudiera ser atacado. Pero todo eso era la charla habitual, especulativa y ociosa de los teóricos: ninguno de ellos tenía la más remota idea del tipo de mutación que se requeriría, cómo provocarla, ni cuántos de esos malditos cristales podrían capturar sin correr el riesgo de verse envueltos en una nueva batalla, cuyo desenlace podía ser una derrota más terrible aún que la de la víspera. Y aun en el caso de que todo marchase a pedir de boca, ¿cuánto tiempo habría que esperar los efectos de esa futura evolución? No días ni semanas, por cierto. ¿Tendrían que dar vueltas y más vueltas alrededor de Regis III durante uno o dos años, o acaso diez? Todo eso era totalmente absurdo. Rohan notó que había exagerado con el climatizador: otra vez hacía mucho calor en la cabina. Se levantó, se bañó, se vistió rápidamente y salió. El ascensor no estaba allí. Lo llamó, y mientras esperaba en la penumbra, a las trémulas luces móviles del indicador, sintiendo en la cabeza todo el peso de las noches sin sueño y de los días cargados de tensión, se puso a escuchar en el silencio nocturno de la nave. La sangre le latía en las sienes. De tanto en tanto había un gorgoteo en las cañerías invisibles del crucero; de los pisos inferiores subía el ronroneo ahogado de los propulsores que giraban en el vacío, preparados para el despegue en cualquier instante. Un soplo de aire seco con sabor metálico subía de los pozos verticales de ventilación, a ambos lados de la plataforma. Las puertas se abrieron y entró en el ascensor. Bajó en el octavo nivel. Aquí el corredor seguía la curva del casco principal, alumbrado por una hilera de lamparillas azules. Avanzaba sin saber a dónde iba, levantando automáticamente los pies en los lugares precisos, para cruzar los altos umbrales de los mamparos. Distinguió, por último, las sombras de los técnicos que trabajaban en el reactor principal. El lugar estaba a oscuras; sólo algunas decenas de manes luminiscentes revoloteaban sobre los paneles de control. — Están muertos — dijo uno. Rohan no reconoció la voz del que hablaba —. ¿Cuánto te apuesto? Mil roentgens en un radio de ocho kilómetros. No pueden estar vivos. Eso te lo aseguro. — Entonces ¿qué hacemos aquí? — gruñó otro. No por la voz, sino por el sitio de donde venía — el tablero de control gravimétrico —, Rohan supo que era Blank el que había hablado. — ¿Qué hacemos? El viejo no quiere volver. Es eso. — ¿Y tú qué piensas? ¿Qué harías? — ¿Qué otra cosa podemos hacer? Hacía calor allí. La atmósfera estaba impregnada de un aroma artificial a agujas de pino que se utilizaba en las unidades climatizadoras para disimular el desagradable olor del plástico recalentado y las chapas blindadas del casco cuando funcionaba el reactor. El resultado era un olor que no se parecía ni a uno ni a otro, y que era característico del octavo nivel. Rohan seguía de pie, invisible para los hombres, con la espalda apoyada en la almohadilla de goma del tabique. No quería ocultarse, pero no tenía ganas de participar en esa conversación. — Quién te dice que ahora no se está acercando… — dijo alguien, luego de un corto silencio. El rostro del que hablaba apareció un momento al inclinarse hacia adelante — mitad rosa, mitad amarillo al resplandor de las lámparas testigos que parecían vigilar desde la pared a los hombres acurrucados abajo. Rohan, como todos los demás, adivinó en seguida a qué se refería. — Tenemos el campo y el radar — replicó Blank, contrariado. — Por lo que te servirá el campo, cuando la radiación se eleve a mil millones de ergios. — El radar no lo dejará pasar. — ¿A mí me lo dices? Vamos, si lo conozco como la palma de mi mano. — ¿Y qué hay con eso? — ¿Cómo, qué hay? Él tiene un antirradar. Un sistema de interferencias… — ¡Está rechiflado! ¡Esa es la cuestión! ¿Tú estabas en la cabina de comando? — No, no estaba. — Bueno, pero yo si. Lástima que no vieras caer las sondas. — ¿Qué quieres decir? ¿Que ellos lo reprogramaron? ¿Que ahora controlan el Cíclope? Hablan de «ellos», se dijo Rohan. Como si fuesen verdaderamente criaturas vivas, dotadas de razón… — ¿Crees que los protones lo saben? Aparentemente, lo único que anda mal es el sistema de comunicaciones. — Entonces ¿por qué dispara contra nosotros? Hubo un nuevo momento de silencio. — ¿Sabemos al menos por dónde anda? — preguntó el hombre que no había estado en la cabina de comando. — No. El último comunicado llegó a las once. Kralik me lo dijo. Lo avistaron dando vueltas por el desierto. — ¿Lejos del aquí? — ¿Qué? ¿Tienes miedo? A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí. Apenas una hora de camino. O quizá menos. — ¿Por qué no calláis de una vez? — terció Blank con impaciencia —. ¡Como si todas estas especulaciones pudieran conduciros a algo! El perfil anguloso de Blank se recortó contra el parpadeo multicolor de las lamparillas. Todos quedaron callados. Rohan dio media vuelta y se alejó tan silenciosamente como había llegado. En camino, pasó por los dos laboratorios. El grande estaba a oscuras; en el pequeño, en cambio, había luces; la claridad de las lámparas del cielo raso se proyectaba oblicuamente en el pasillo. Rohan echó una ojeada al interior. Alrededor de la mesa redonda sólo se encontraban reunidos los cibernetistas y los físicos: Jason, Kronotos, Sarner, Livin, Saurahan, y alguien que de espaldas a los otros, a la sombra de un tabique inclinado, se dedicaba a programar un cerebro electrónico. — …hay dos posibles soluciones: aniquilación o autodestrucción. Todas las demás son orgánicas — decía Saurahan. Rohan no se movió. Una vez más, prefirió escuchar sin hacerse ver. — La primera solución: desencadenar un proceso que luego crezca solo, como una bola de nieve. Habría que llevar al barranco un mortero antimateria y abandonarlo allí, — Eso ya se intentó — observó alguien. — Si no tiene cerebro electrónico, podrá funcionar a temperaturas de más de un millón de grados. Además, utilizaremos plasma, que es insensible a las temperaturas siderales. La nube actuará como de costumbre. Intentará sofocar a la máquina, entrar en resonancia con los circuitos de comando; pero no habrá circuitos, sólo una reacción infranuclear. Cuanto mayor sea la cantidad de materia, más violenta será la reacción. De este modo, podríamos atraer a un solo lugar toda la necrosfera del planeta y aniquilarla… La necrosfera? pensó Rohan. Ah, sí, los cristales inorgánicos. Especialistas, siempre dispuestos a inventar palabras nuevas. — Yo me inclinaría por la otra variante, la autodestrucción — dijo Jason. — En ese caso habría que separar el cerebro-nube en dos, y conseguir que las dos partes se enfrenten. Cada nube tendría que considerar a la otra como un adversario en la lucha por la supervivencia. — La idea parece buena, pero ¿cómo piensas llevarla a la práctica? — No es fácil, pero tampoco imposible. Siempre y cuando la nube no sea nada más que un seudocerebro, incapaz de sacar conclusiones lógicas. — La variante orgánica, la de modificar las condiciones de vida de la nube, parece, sin embargo, la más segura — dijo Sarner —. Se trataría de reducir la intensidad media de la radiación. Cuatro bombas de hidrógeno, de cincuenta a cien megatones cada una para cada hemisferio, o sea un total de unos ochocientos megatones, sería suficiente. El agua del océano, al evaporarse, aumentaría la densidad del vapor de agua; aumentaría el albedo, y los pares simbióticos carecerían de energía y no podrían multiplicarse. — Los cálculos están basados en datos inciertos — protestó Jason. Viendo que la conversación amenazaba convertirse en una discusión académica, Rohan se alejó internándose en el pasillo. En lugar de volver a tomar el ascensor, subió por la escalera de caracol de hierro que rara vez se utilizaba. Al pasar por los rellanos de los niveles cada vez más altos, vio al equipo de De Vries en los talleres de reparaciones, trabajando con enceguecedoras lámparas de soldar alrededor de los arctanos inmóviles. Divisó a lo lejos los. ojos de buey de la enfermería como un leve resplandor malva. Un médico cruzó en silencio el corredor, seguido por un autómata asistente que llevaba un surtido completo de brillantes instrumentos. Rohan pasó frente a las cantinas oscuras y desiertas, las salas del club, la biblioteca. Se detuvo un instante junto a la puerta del astronauta, como si también allí quisiera escuchar sin ser visto. Ni un solo rayo de luz, ningún ruido se filtraba por debajo del liso panel de la puerta, y los redondos ojos de buey estaban herméticamente cerrados. Sólo citando llegó de regreso a la cabina, se dio cuenta de que estaba demasiado cansado. Los hombros se le hundían, adormecidos. Se dejó caer pesadamente en la cucheta, se descalzó y se recostó contra los almohadones; la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas, contempló el bajo cielo raso débilmente iluminado, la azul superficie laqueada hendida en dos por una rajadura. No había sido el sentido del deber lo que lo impulsara a recorrer la nave, ni tampoco la curiosidad de conocer los sentimientos y opiniones de los otros. Temía esas solitarias horas de insomnio, cuando unas imágenes que hubiera querido olvidar volvían a animarse. El recuerdo más terrible era el del hombre que había matado casi a quemarropa para salvar la vida de los otros. No había podido evitarlo, pero eso no lo consolaba. Sabía que en cuanto apagase la luz reviviría una vez más la escena, volvería a ver al loco avanzando con paso vacilante, una vaga sonrisa en los labios, juguete del arma que le temblaba en la mano, pasando junto al cuerpo mutilado que yacía sobre las rocas. Ese cuerpo era el de Jarg, quien luego de salvarse milagrosamente había encontrado una muerte estúpida e inútil. Y pocos segundos después el otro, con el traje protector despedazado en el pecho, humeante, se desplomaba sobre el primer cadáver. En vano trataba Rohan de ahuyentar esa imagen que reaparecía ante él una y otra vez. Sentir el olor acre del ozono, el quemante retroceso del gatillo entre los dedos crispados y transpirados; oía los quejidos de los hombres que poco después había tenido que arrastrar para atarlos en gavillas como espigas de trigo. Y cada vez que volvía a encontrarse, frente a frente, con el rostro repentinamente ciego del hombre quemado, aquella expresión de desesperada impotencia lo estremecía hasta la médula. Un golpe seco: el libro que comenzaba a leer en la estación acababa de caerse. Había puesto dentro un trozo de papel como señalador, pero no había leído una línea. ¿Quién tenía tiempo para leer? Se acomodó en la cucheta, pensó en los estrategas que en ese momento imaginaban planes para la destrucción de la nube y esbozó una torcida sonrisa. Es todo tan absurdo, pensó. Ellos quieren destruir… y a decir verdad, nosotros también; todos nosotros queremos destruir esa cosa. y sin embargo a nadie salvaremos destruyéndola. Regis es un planeta deshabitado; el hombre no tiene nada que hacer aquí. ¿Por qué, entonces, esa furia encarnizada? ¿No es acaso lo mismo que si hubiesen perecido a causa de una tempestad, o de un terremoto? No hemos tenido que enfrentar una intención consciente, un pensamiento hostil. Nada más que un proceso inerte de autoorganización… ¿Vale la pena derrochar todas nuestras energías en aniquilar ese proceso, sólo porque en un principio nos pareció un enemigo, que luego de atacar por traición a El Cóndor se había ensañado contra nosotros? ¿Cuántos fenómenos similares, misteriosos, incomprensibles para el hombre, encierra el universo? ¿Iremos por ventura a recorrer con nuestras naves todo el cosmos, llevando a bordo nuestras poderosas armas destructivas, con el propósito de aniquilar todo cuanto esté más allá de nuestro entendimiento? ¿Cómo fue que la llamaron? Necrosfera. Quiere decir, entonces, que existe también una necroevolución, una evolución de la materia inerte. Quizá los lirianos habrían tenido algo que decir al respecto, pues conocían Regis III. Tal vez intentaron colonizar el planeta cuando los astrofísicos les anunciaron que el sol de Lira iba a transformarse en una nova… Quizá esa fuera la última esperanza de esas gentes… Si nosotros estuviésemos en la misma situación, lucharíamos naturalmente, trataríamos de destruir a esa casta de cristales negros. Pero ahora ¿por qué? A una distancia de un parsec de la base, y la base misma a no sé cuántos años luz de la Tierra… ¿En nombre de qué seguimos aquí, en este maldito lugar, condenando a muerte a nuestros hombres? ¿Por qué nuestros científicos pasan la noche en vela perfeccionando métodos de destrucción? ¿Acaso puede hablarse de venganza? Si Horpach se encontrase allí, le diría todo lo que pensaba. Le diría, sí, que era una petulancia ridícula y a la vez una locura ese afán de «victoria a cualquier precio», esa «heroica perseverancia del hombre», esa obsesión de vengar a los camaradas muertos, cuando ellos mismos los habían condenado a esa muerte… Reconozcamos que fuimos imprudentes, que confiamos demasiado en nuestras armas poderosas, que hemos cometido errores, y que ahora hemos de pagar las consecuencias. Nosotros, s o nosotros somos los responsables. Así reflexionaba Rohan a la tenue luz de la cabina; los ojos le ardían, como si tuviera arena bajo los párpados. El hombre — lo comprendía ahora en un destello de clarividencia- no se ha elevado aún al pináculo que cree haber alcanzado; no ha merecido aún acceder a la posición presuntuosamente llamada cosmocéntrica. Esa idea acariciada desde la antigüedad, que no consiste sólo en buscar criaturas semejantes al hombre y en aprender a comprenderlas, sino más bien en abstenerse de interferir en todo aquello que no concierne al hombre, en todo cuanto le es ajeno. Conquistar el espacio, sí ¿por qué no? Mas no atacar lo que ya tiene existencia propia, aquello que en el transcurso de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no es tributario de nada ni de nadie, excepto de las fuerzas de radiación y de la materia: una existencia activa, ni mejor ni peor que la de los compuestos aminoácidos que llamamos hombres o animales. A ese Rohan, a ese hombre que ahora creía entender que habla muchas formas de existencia, le llegó de pronto — como una aguja que le atravesara los nervios el aullido agudo e insistente de las sirenas de alarma. Todo cuanto acababa de pensar se desvaneció instantáneamente, como ahogado por el estrépito insistente que repercutía en todos los niveles de la nave. Se levantó de un salto y se precipitó al corredor, trotando pesadamente junto con los otros, jadeando. Antes aún de llegar al ascensor sintió — no con un órgano de los sentidos, ni tampoco con el propio cuerpo, sino con el cuerpo mismo de la nave, de la que era ahora una partícula infinitesimal- una sacudida aparentemente débil y lejana, pero que conmovió al casco entero de El Invencible, de la popa a la proa; un golpe de una fuerza extraordinaria que era recibido y rechazado hábilmente por algo mucho más grande que El Invencible. — ¡Es él! ¡Es él! — gritaban los tripulantes, desapareciendo uno tras otro en los ascensores, cuyas puertas se cerraban con un silbido. Otros, demasiado impacientes para esperar el ascensor, se precipitaban por la escalera de caracol. De pronto, a través del pandemónium de voces, gritos, silbatos, el aullido incesante de la sirena de alarma, y los pasos presurosos de los tripulantes, llegó el segundo golpe, siempre silencioso, pero esta vez mucho más violento. Las lamparillas azules del corredor parpadearon un instante. Rohan nunca había pensado que el ascensor pudiese ser tan lento. Ni siquiera se daba cuenta de que seguía apretando el botón de bajada y que un solo hombre iba con él: Livin, el cibernetista. El ascensor se detuvo, y en el momento en que Rohan salía oyó un silbido increíblemente agudo. Rohan sabía que el oído humano no percibía las frecuencias más altas de ese sonido. Era como si todas las soldaduras de titanio de la nave gimieran simultáneamente. En el momento en que llegaba a la puerta de la cabina de comando, Rohan comprendió que El Invencible acababa de responder al fuego con fuego. Y de ese modo el combate había terminado. Frente al fondo de llamas de la pantalla, se erguía la silueta de Horpach, alta y oscura; las luces del cielo raso estaban apagadas, quizá con algún propósito. Entre las líneas que rayaban la pantalla de arriba abajo, se alzaba ahora empañando todo el campo visual, el hongo de la explosión atómica, el tallo adherido al suelo, las nubes bulbosas extendiéndose a todos los rincones del cielo. Parecía inmóvil. La explosión había aniquilado al Cíclope, lo había reducido a átomos, y en el aire todavía vibrante flotaba la voz monótona del técnico: — Veintiséis en punto cero… veintiocho en el perímetro.. uno y cuatro, veintidós en el campo… Mil cuatrocientos veinte roentgen en el campo, la radiación ha roto la barrera del campo de fuerza, comprendió Rohan. No sabía que eso fuese posible. Pero cuando miró el cuadrante del medidor principal de potencia, supo cuál había sido la magnitud de la carga utilizada por el astronauta: una energía suficiente para poner en ebullición un mar mediterráneo de regulares dimensiones. Era evidente que Horpach no había querido correr el riesgo de tiros repetidos. Quizá había exagerado, pero ahora, al menos, les quedaba un solo adversario. Mientras tanto, las pantallas mostraban un extraordinario espectáculo. La cabeza hinchada del hongo resplandecía con todos los colores del arco iris, desde el verde plateado más delicado hasta el naranja, el carmín, el escarlata. El desierto — sólo entonces se dio cuenta Rohan- había desaparecido, envuelto en una espesa niebla de arena, que había subido a una altura de varias decenas de metros, hinchándose y ondulando, como si se hubiese transformado de pronto en un verdadero océano. El técnico continuaba leyendo las cifras que aparecían en el cuadrante: — Veinte mil en punto cero… ocho y seiscientos en el perímetro… uno y uno, y cero dos en el campo… La derrota infligida al Cíclope fue recibida en silencio. Habían combatido contra el arma más poderosa de ellos mismos y la habían destruido. Era en verdad una amarga victoria. Poco a poco los hombres se fueron dispersando. Mientras tanto, el hongo atómico seguía creciendo en el cielo. De pronto se encendió con toda una nueva gama de matices; asomaban los primeros rayos del sol, todavía detrás del horizonte. Por encima de los cirros glaciales, se desplegaba ahora en un abanico de tonalidades de oro malva, amarillo ámbar y blanco platino, que inundaban la cabina de comando de irisados resplandores, como si alguien hubiese pulverizado sobre las consolas esmaltadas de blanco los colores de todas las flores de la Tierra. Una vez más sorprendió a Rohan el atuendo del comandante. Horpach se había echado sobre los hombros el capote blanco de gala que Rohan le viera usar por última vez durante las ceremonias de despedida en la estación terrestre. Sin duda se había puesto la primera prenda que había podido encontrar. De pie, con las manos en los bolsillos, el desgreñado pelo gris erizado en las sienes, miró de hito en hito a todos los presentes. — Rohan, amigo mío — dijo con una voz extrañamente dulce —, tenga la bondad de venir a mi cabina. Rohan se acercó e instintivamente cuadró los hombros. El astronauta dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Avanzaron así, uno detrás de otro, a lo largo del corredor, mientras por las bocas de ventilación entraba, junto con el suave zumbido del aire comprimido, un murmullo ronco: las voces exasperadas de los hombres que trabajaban en los niveles más bajos. La conversación Aquella invitación no sorprendió demasiado a Rohan. Raras veces, es cierto, había entrado en la cabina del comandante. Empero, luego que él regresara a la base del cráter, Horpach lo había llamado a El Invencible, y lo había recibido aquí. Por lo general, tales invitaciones no presagiaban nada bueno. Pero en aquella oportunidad, demasiado sacudido aún por la catástrofe del barranco, Rohan no había temido las iras del comandante. Y Horpach, por lo demás, no le reprochó nada, limitándose a interrogarlo minuciosamente acerca del ataque de la nube. El doctor Sax, presente durante la entrevista, había opinado que la salvación de Rohan tenía quizá explicación: había caído en un estado de «estupor», se le había embotado la inteligencia, y esta reducción de las actividades cerebrales había confundido a la nube; lo tomó por uno de los hombres ya atacados, y lo consideró inofensivo. En cuanto a Jarg, según el neurofísiólogo se había salvado por pura casualidad, ya que al huir había quedado fuera de la zona atacada. Terner en cambio, quien hasta el final intentara defenderse y defender a los otros con los lasers, había actuado sin duda de acuerdo con las reglas. Esta encomiable conducta lo perdió, paradójicamente, pues la actividad normal de su cerebro había atraído la atención de la nube. En apariencia, la nube no veía, y para ella el hombre sólo era un objeto móvil, como otro cualquiera, que manifestaba su presencia por el potencial eléctrico de la corteza cerebral. Por consiguiente, Horpach y el médico habían contemplado la posibilidad de proteger a los hombres provocándoles un estado de «estupor artificial», con ayuda de algún compuesto químico apropiado. No obstante, Sax había opinado que los efectos de la poción serían demasiado lentos, si un «camuflaje eléctrico era de pronto necesario», y por otra parte no parecía aconsejable encomendar una misión a unos hombres embotados. Así, pues, el interrogatorio no había llevado a ninguna parte. Rohan suponía que ahora el astronauta quería discutir de nuevo el problema. Rohan se detuvo en el centro de la cabina, dos veces más grande que la de él. Estaba en comunicación directa con la cabina de comando y en la pared se alineaban los micrófonos del intereomunicador. Fuera de eso, nada indicaba que el comandante de El Invencible vivía allí desde hacía años. Horpach se quitó el capote. Llevaba un pantalón de trabajo y una camiseta de punto. Los abundantes pelos grises del pecho le asomaban por entre las mallas. Sentándose cerca del lugar donde Rohan seguía todavía de pie, apoyó los brazos poderosos sobre una mesa en la que no había otro objeto que un libro pequeño, encuadernado en cuero, visiblemente deteriorado por las frecuentes lecturas. La mirada de Rohan pasó de ese pequeño libro desconocido al rostro del comandante y tuvo la impresión de que lo veía por primera vez. Era el rostro de un hombre mortalmente cansado que ni siquiera trataba de ocultar el temblor de las manos, que ahora se pasaba por la frente. Rohan comprendió de pronto que hacía cuatro años que navegaba bajo las órdenes de un desconocido. Nunca se le había ocurrido preguntarse por qué no había en la cabina del astronauta ninguno de esos objetos pequeños, a veces tontos, a veces divertidos, que los hombres llevan consigo al espacio como recuerdos hogareños. En ese momento, le pareció comprender por qué Horpach no había colgado de esas paredes viejas fotografías de seres queridos que aguardaran su regreso en la Tierra. Horpach no tenía necesidad de esos recuerdos porque la Tierra no era para él un hogar. ¿O acaso en este momento, y por primera vez, sentiría nostalgias? Los hombros poderosos, los brazos recios y la nuca no revelaban su verdadera edad. Sólo la piel de las manos era vieja: gruesa y arrugada alrededor de los nudillos; pálida cuando estiraba los dedos y contemplaba con un interés aparentemente tranquilo, fatigado, ese ligero temblor, como si notase por primera vez un fenómeno del que hasta entonces no se había dado cuenta. Rohan no quería seguir observando. Pero el comandante inclinó levemente la cabeza y mirándolo a los ojos murmuró, con una sonrisa casi tímida: — Parece que he exagerado ¿no? — Roban quedó atónito; no tanto lo sorprendían las palabras como el tono de voz, la actitud. No contestó. Continuaba de pie, frente a Horpach. Luego de frotarse el pecho con la mano, el astronauta agregó:- Tal vez haya sido lo mejor. — Y luego de un breve silencio, con una franqueza sorprendente:- No sabía qué hacer. La confesión era desconcertante. Rohan creía saber desde hacía varios días que el astronauta se sentía tan impotente como todos los demás. Pero comprendió ahora que no había sabido absolutamente nada; que en realidad estaba convencido de que el comandante iba siempre más adelante que los otros, por la sencilla razón de que era natural que así fuese. Y ahora, de pronto, el verdadero ser del astronauta se mostraba ante él en dos aspectos: por un lado, ese torso semidesnudo, ese cuerpo fatigado, el temblor de las manos, que nunca había notado hasta entonces, y por el otro las palabras que acababa de oír, esas palabras que confirmaban su descubrimiento. — Siéntese, hijo — dijo el comandante. Rohan se sentó. Horpach se levantó, fue hasta el lavabo, se roció con agua fría la cara y la nuca, se secó rápida, vigorosamente. Luego se puso una chaqueta, se la abotonó y acercando una silla se sentó frente a Roban. Mirándolo con ojos pálidos, siempre lagrimeantes, como irritados por un viento violento, le preguntó en tono displicente: — ¿Qué hay de nuevo acerca de la… inmunidad de usted? ¿Lo examinaron? De eso se trata, entonces, pensó Rohan. Se aclaró la garganta. — Sí, me examinaron, pero los médicos no descubrieron nada. Es probable que Sax tenga razón, que se haya debido a mi estado de estupor. — Sí, tal vez. ¿Y no dijeron nada más? — A mí, personalmente, no. Pero tengo entendido… parece que se preguntan por qué la nube ataca a un hombre solamente una vez y luego lo deja librado a su suerte. — Es interesante. ¿Y qué más? — Lauda supone que la nube es capaz de distinguir entre los hombres normales y las víctimas por la actividad eléctrica del cerebro. En un hombre alcanzado por la nube el cerebro tiene la misma actividad que en un recién nacido. O por lo menos muy semejante. Parece que en el estado de embotamiento en que yo me encontraba el cuadro era muy similar. Sax sugiere que se confeccionen redes metálicas muy finas, que podrían disimularse debajo del cabello. Esas redes emitirían impulsos sumamente débiles, como los de un cerebro herido. Una especie de capuchón invisible. De esta manera, dice, se podría engañar a la nube. Pero por supuesto, es una mera teoría. No se sabe si daría resultado. Ellos querrían hacer algunos experimentos, pero no disponen de bastantes cristales. Los que debía recoger el Cíclope ya no los tendremos… — Está bien — suspiró el astronauta —. No era de esto que quería hablarle. Pero esta conversación quedará entre nosotros ¿entendido? — Sí.. — respondió Rohan lentamente; y otra vez la tensión subió entre ellos. Ahora al astronauta lo miraba como si le fuese difícil empezar a hablar. — Todavía no he tomado ninguna decisión — dijo, de pronto —. Otro, en mi lugar, tiraría una moneda, cara o cruz: permanecer aquí o regresar… Pero yo no quiero recurrir a ese expediente. Sé que no siempre está usted de acuerdo conmigo. Rohan abrió la boca para contestar, pero el otro, con un ligero movimiento de la mano, le cortó la palabra. — No, no… Bueno, ahora tiene una oportunidad. Se la doy. Será usted quien decida. Y yo acataré esa decisión. Miro a Rohan de frente, y luego, rápidamente, volvió a ocultar los ojos bajo los pesados párpados. — Yo… ¿por qué yo? — balbuceó Rohan. Había esperado cualquier cosa menos esto. — Sí, usted, justamente usted. Claro que quedará entre nosotros. Usted tomará la decisión y yo daré las órdenes, y seré el responsable frente a las autoridades de la base. Buen negocio, ¿eh? — Pero ¿está hablando en serio? — preguntó Rohan sólo para ganar tiempo, pues ya sabía cuál sería la respuesta. — Claro que hablo en serio. Si no lo conociera, le daría más tiempo para decidirse. Pero sé que tiene usted ideas propias… sé que ya ha tomado una decisión. Pero sé también que usted nunca hablaría. Por eso quiero que me lo diga ahora, en este mismo instante. Es una orden. En este momento usted es el comandante de El Invencible… ¿Demasiado repentino? Bueno, le doy un minuto. Horpach se levantó, se encaminó al lavabo, se frotó las mejillas con las manos hasta que los pelos grises de la barba le crujieron bajo los dedos, y empezó a afeitarse con la afeitadora eléctrica. Se miraba en el espejo. Rohan lo veía sin verlo. Estaba furioso contra Horpach, quien con tanta brutalidad, tanta desconsideración, le daba el derecho — no, le imponía el deber- de decidir, y comprometiéndolo a la vez a guardar el secreto, aceptaba por anticipado toda la responsabilidad de la decisión. Rohan lo conocía bastante como para saber que todo aquello era el fruto de un plan largamente madurado e irrevocable. Los segundos corrían y ya, de un momento a otro, ahora mismo, tendría que hablar, y no se le ocurría nada que decir. Todos los argumentos irrefutables que de buena gana hubiera querido arrojar a la cara del astronauta, esos argumentos que como un edificio perfectamente cimentado elaborara en largas meditaciones nocturnas, se habían desvanecido del todo. Los cuatro hombres estaban muertos; casi con certeza. A no ser por ese «casi», no habría nada que sopesar, ninguna contemplación posible, y, sencillamente, despegarían al alba. Pero de pronto ese «casi» empezaba a adquirir dentro de él proporciones gigantescas. Cuando era el segundo de Horpach pensaba, simplemente, que era necesario partir cuanto antes. Ahora se sentía incapaz de dar la orden de despegue. Sabía que esa orden no significaría el final del problema de Regis III, sino por el contrario el comienzo. Y eso nada tenía que ver con las autoridades de la estación. Aquellos cuatro hombres quedarían en el planeta, pero los fantasmas rondarían por la nave y ya nada sería como hasta entonces. La tripulación quería regresar. Pero Rohan recordó de pronto sus propios vagabundeos nocturnos a través de la nave y comprendió que luego de algún tiempo los hombres se pondrían a pensar, y más tarde a hablar de los cuatro hombres. Dirían: «¿Te das cuenta? Decidió partir dejando abandonados a cuatro de los nuestros.» Para ellos no contaría ninguna otra cosa. Cada uno de los hombres necesitaba tener la certeza de que los demás no lo abandonarían, en ninguna circunstancia; que las derrotas y las pérdidas materiales, por duras que — fuesen, no contaban, pero sí los hombres: vivos o muertos, todos tenían que regresar a bordo. Este principio no estaba incluido en el reglamento. Pero sin ese código moral tácito los vuelos por el espacio serían imposibles. — Lo escucho — dijo Horpach, mientras guardaba la máquina de afeitar y volvía a sentarse frente a Roban. Rohan se humedeció los labios. — Deberíamos intentar… — ¿Qué? — Encontrarlos… Estaba dicho. Sabía que el astronauta no lo iba a contradecir. Ahora tenía la absoluta convicción de que Horpach había contado con eso, que todo era premeditado. ¿Para tener a alguien con quien compartir esa carga? — Los cuatro hombres. Comprendo. Muy bien. — Pero necesitamos un plan, un plan razonable.. — Hasta ahora hemos sido razonables — replicó Horpach —, y ya ve cuáles fueron los resultados. — ¿Puedo decir algo? — Escucho. — Esta noche asistí al consejo de guerra de los estrategas. Mejor dicho, escuché… bueno, no importa, da lo mismo. Están elaborando varios métodos para aniquilar la nube… pero el problema no consiste en destruir la nube, sino en encontrar a esos hombres. De una masacre total de antiprotones, suponiendo que alguno de ellos quede aún con vida, no se salvará nadie, eso es cierto y seguro. Nadie podría salvarse. Es imposible. — Pienso lo mismo — dijo con lentitud el comandante. — ¿Usted también? Me alegro. ¿Entonces? — ¿Han encontrado alguna otra solución? — ¿Los estrategas? No. Rohan quería preguntar algo más, pero no se atrevía. Horpach lo miraba como si esperase que dijera algo. Pero Rohan no sabía qué decir. ¿Supondría por ventura el astronauta que él, sin ayuda de nadie, había encontrado un medio más perfecto que los sabios, los cibernetistas, los estrategas y los cerebros electrónicos? Sería absurdo. Y sin embargo, seguía mirándolo expectante, con una paciencia infinita. Ninguno de los dos hablaba. El grifo del lavabo goteaba a intervalos regulares, con un ruido inusitadamente sonoro en el silencio absoluto de la cabina. Y de ese silencio algo brotó y flotó entre ellos, algo que rozó las mejillas de Rohan con un hálito glacial. Ya sentía que el frío le invadía la cara, le apretaba la nuca y las mandíbulas, le contraía la piel, y no podía apartar la mirada de los ojos acuosos, ahora indeciblemente viejos del astronauta. No veía nada fuera de esos ojos. Y ahora sabía. Con lentitud, sacudió la cabeza. Era como si dijese «sí». «¿Comprendes?» preguntaba la mirada del astronauta. «Comprendo» respondió Rohan con la mirada. Pero a medida que veía todo más claro, más sentía que era imposible. Nadie tenía el derecho de exigirle a él nada semejante, nadie, ni siquiera él mismo. Seguía callado, como antes, pero ahora fingía no saber nada, no tener ni la más remota idea de nada. Se aferraba a una esperanza ingenua: como no había pronunciado ninguna palabra, podía negar lo que las miradas ya habían dicho. Podría mentir, simular incomprensión, pues sabía que Horpach no sería el primero en hablar. Pero el viejo adivinaba los pensamientos, se daba cuenta de todo. Así permanecieron largo rato, inmóviles, sentados frente a frente. De pronto, la mirada de Horpach se dulcificó. Ya no era expectante ni imperiosa, sino sólo compasiva. Ere como si dijese: «Está bien. Comprendo. ¡Que así sea!» El comandante bajó los ojos. Un instante apenas, y las palabras no dichas y el mudo diálogo de miradas se desvanecerían para siempre. Pero ese movimiento de cabeza del astronauta, ese gesto de resignación inclinó la balanza. Rohan se oyó decir: — Iré. Horpach lanzó un profundo suspiro, pero Rohan, sobrecogido por la palabra que acababa de pronunciar, no lo advirtió. — No — dijo Horpach —, no lo dejaré ir así… Rohan guardaba silencio. — No podía pedírselo — dijo el astronauta —. Tampoco podía buscar voluntarios. No tengo ningún derecho. Pero ahora usted sabe también que no podemos marcharnos así. Un hombre solo, sólo uno, puede entrar allí… y quizá regresar. Sin casco, sin máquinas, sin armas. Rohan lo oía apenas. — Ahora le voy a exponer mi plan. Usted lo pensará. Podrá rechazarlo, pues todo esto sigue quedando entre nosotros. Yo lo veo así: un tanque de oxígeno fabricado con silicones. Ningún metal. Enviaré allí dos jeeps no tripulados. Harán las veces de señuelos para la nube, que los destruirá. Al mismo tiempo, partirá un tercer jeep, tripulado por un solo hombre. Esta es la parte más peligrosa, pues tendrá que acercarse todo lo posible con el vehículo; perderíamos mucho tiempo si fuera caminando por el desierto. La reserva de oxígeno le alcanzará para unas dieciocho horas. Aquí tengo algunos foto. gramas del barranco y las cercanías. A mi entender, no es conveniente tomar el mismo camino de las expediciones anteriores, sino llegar en jeep lo más cerca posible del límite septentrional del altiplano, y luego descender a pie entre las rocas. Hasta la parte superior de la garganta. Si están en algún lugar, tiene que ser allí. El terreno es difícil; muchas cavernas y grietas. Si los encontrara a todos, o al menos a uno de ellos… — Justamente. ¿Cómo traerlos de vuelta? — preguntó Rohan, ahora de mal humor. El plan estaba condenado al fracaso. Con cuánta ligereza se disponía Horpach a sacrificarlo… — Llevará consigo un narcótico apropiado, que los aturdirá un poco. Naturalmente, sólo lo utilizará si ellos se resisten. Afortunadamente, en esas condiciones pueden caminar. Afortunadamente… pensó Rohan. Apretó los puños debajo de la mesa para que Horpach no lo notase. No tenía miedo, todavía no. Todo aquello era demasiado irreal… — En el caso de que la nube… se interesara por usted, tendrá que tirarse al suelo y no moverse. Pensé en utilizar una droga para esa eventualidad, pero el efecto sería demasiado lento. Queda sólo el protector craneal, el simulador de corriente de que hablaba Sax.. — ¿Existe ya ese artefacto? — preguntó Rohan. Horpach comprendió el significado implícito de la pregunta. Pero conservó la calma. — No, todavía no. Pero pueden construirlo en el lapso de una hora. Una redecilla oculta en el cabello. El aparatito generará una corriente tenue e irá cosido al cuello del traje del espacio. Y bien… tiene una hora de tiempo. Le daría más, pero cada hora que pasa disminuyen las posibilidades de salvarlos. Ya son mínimas. ¿Cuándo cree que podrá tomar una decisión? — Ya la he tomado. — No sea tonto. ¿No oyó lo que acabo de decir? Sólo quise que entendiera que todavía no podemos despegar… — Porque sabe que iré, de todos modos… — No irá si yo no lo permito. No olvide que todavía soy el comandante a bordo. Estamos frente a un problema, y ninguna ambición personal, de quienquiera que sea, ha de contar ahora. — Entiendo — dijo Rohan —. Usted no quiere que yo sienta que he sido obligado. Bien… Por consiguiente… pero ¿nuestro primer compromiso vale también para lo que decimos ahora? — Sí. — En ese caso, quisiera saber qué haría usted en mi lugar. Cambiemos los papeles… a la inversa de lo que hicimos antes. Horpach guardó silencio. — ¿Y si dijera que no, que no iría? — preguntó al cabo de un rato. — En ese caso, yo tampoco iría. Pero sé que usted me diría la verdad. — Entonces ¿usted tampoco iría? ¿Palabra de honor? No, no… Ya sé que no es necesario. El astronauta se levantó. También Roban se levantó. — No ha contestado a mi pregunta. El astronauta lo miró. Era más alto, más corpulento, ancho de hombros. En los ojos tenía la misma expresión de profundo cansancio del principio de la charla. — Puede ir — dijo. Rohan se enderezó instintivamente y se encaminó e la puerta. El astronauta adelantó una mano como si quisiera retenerlo, tomarlo por el brazo, pero Rohan no lo notó. Salió de la cabina, y Horpach se quedó inmóvil de pie, junto a la puerta. Y así permaneció un largo rato. El Invencible Los dos primeros jeeps descendieron la rampa antes del amanecer. Hacia el levante, los suaves declives de las dunas estaban todavía envueltos en las sombras de la noche. Con un parpadeo de luces azules, el campo de fuerza se abrió para dar paso a las máquinas y volvió a cerrarse. En el estribo del tercer jeep, cerca de la popa del crucero, estaba sentado Rohan, vestido con un traje del espacio, sin casco ni anteojos protectores, sólo con la boquilla de la pequeña máscara de oxígeno en la boca. Se abrazaba las rodillas con ambas manos porque de ese modo le era más fácil observar en su reloj los saltos del segundero. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba cuatro ampollas para inyecciones; en el derecho, tabletas de alimento concentrado, y en los bolsillos de las rodilleras distintos instrumentos: un medidor de radiación, un minúsculo detector magnético, una brújula y un mapa microfotogramétrico de la región, no más grande que una tarjeta postal, y que se leía con el auxilio de una lupa. Llevaba enroscadas alrededor de la cintura seis vueltas de una finísima cuerda de material plástico. No había ningún elemento metálico en las ropas. No sentía la red debajo de los cabellos a menos que moviese deliberadamente el cuero cabelludo. Tampoco sentía las vibraciones de la corriente, pero podía controlar el funcionamiento de la micropila, cosida al cuello de la chaqueta, apoyando el dedo en ese lugar. El pequeño y duro cilindro latía entonces rítmicamente. Una estela roja cruzaba el cielo oriental. El viento azotó las crestas arenosas de las dunas. Los bordes ligeramente dentados del cráter, que se unían a la línea del horizonte, parecieron disolverse poco a poco en un torrente de luz escarlata. Rohan levantó la cabeza. No había podido llevar un equipo receptor y transmisor para mantenerse en contacto con la nave, pues un transmisor lo hubiera delatado en seguida. Pero llevaba en la oreja un aparato receptor no mayor que un guisante. El Invencible podía enviarle señales, al menos durante un tiempo. Y justamente el aparato acababa de hablar. Era casi como si la voz le hablase dentro de la cabeza. — Atención, Roban, aquí Horpach. Los detectores de proa registran un aumento de la actividad magnética. 'Seguramente los jeeps ya han sido atacados por la nube… Lanzo una sonda. Rohan miró el cielo. El día empezaba a clarear. No advirtió en qué momento lanzaban la sonda, que de pronto voló verticalmente como una llamarada la estela de humo blanco rodeó un instante la cúpula de la nave, para luego partir velozmente hacia el nordeste. Los minutos pasaban. Ya la mitad del abotagado disco del viejo sol se posaba a horcajadas sobre el borde del cráter. — Una nube relativamente pequeña ataca al primer jeep — sonó la voz dentro de la cabeza de Roban —. Por el momento, el segundo avanza sin problemas… el primero se acerca a la puerta rocosa… ¡Atención! Acabamos de perder el control del primer vehículo. Ningún contacto visual… está cubierto por la nube. El segundo se acerca al recodo de la séptima garganta… por ahora no ha sido atacado… ¡Ah, ahora sí! Hemos perdido el control del segundo vehículo. Las nubes lo han cercado… ¡Roban! ¡Atención! Partirá usted dentro de quince segundos. De ahora en adelante actuará como a usted le parezca. Conecto el encendido automático. Buena suerte… La voz de Horpach cesó repentinamente. La reemplazó el tic-tac metálico del dispositivo que descontaba los segundos. Rohan se acomodó en el asiento, levantó las piernas, las instaló firmemente en el tablero y deslizó el brazo dentro de la correa elástica adosada al respaldo. El liviano vehículo trepidó un instante, luego arrancó suavemente. Horpach había ordenado a todos los hombres que permanecieran dentro de la nave. Rohan le estaba casi agradecido; no hubiera podido soportar las despedidas. Aferrado al bamboleante estribo del jeep, sólo veía ahora el gigantesco pilar de la nave, que se empequeñecía paulatinamente. El relámpago azul que chisporroteó un instante sobre los flancos de las dunas, le anunció que estaba atravesando la muralla invisible del campo de fuera. Inmediatamente después, la velocidad aumentó, y una nube roja, levantada por los neumáticos-balón, le ocultó el paisaje. Apenas distinguía, en lo alto, las grises tonalidades del cielo de la aurora. La situación no era muy halagüeña; en cualquier momento podían atacarlo, de improviso. En lugar de quedarse sentado, como habían convenido, dio media vuelta, se levantó, y tomándose del respaldo del jeep miró por encima del dorso chato de la máquina, observando el desierto que avanzaba hacia él. El jeep corría a velocidad máxima, saltando y traqueteando por momentos; Rohan tenía que apretarse contra el respaldo. Casi no oía el ruido del motor; el viento le silbaba alrededor de la cabeza; granos de arena le lastimaban los ojos, y a ambos lados del vehículo se levantaban verdaderos manantiales de arena formando una pared alta y opaca. Avanzaba tan a ciegas que ni siquiera advirtió que había dejado atrás el círculo del cráter. Seguramente el jeep había evitado la pendiente saliendo por un paso arenoso de la ladera septentrional. Repentinamente, Rohan oyó una señal cantarina que se acercaba: el transmisor de la telesonda. La buscó en el cielo. Probablemente la habían lanzado muy arriba para no atraer la atención de la nube. Al mismo tiempo, la telesonda era indispensable, pues sin ella El Invencible no podía guiar el vehículo. En la parte trasera habían instalado un odómetro para facilitar la orientación. Ya había recorrido diecinueve kilómetros, y en cualquier momento aparecerían los primeros peñascos. Pero el disco bajo del sol, vagamente rojizo detrás de la cortina de polvo y que hasta ese momento estaba a la derecha, se corrió ligeramente detrás de él. Eso quería decir que el jeep estaba doblando a la izquierda. Rohan intentó en vano averiguar si el ángulo de maniobra correspondía al itinerario previamente trazado o si la curva era demasiado amplia. Eso podía significar que en la cabina de comando habían detectado un movimiento inesperado de la nube y que trataban de alejarlo. El sol desapareció poco después detrás de una primera elevación rocosa. Luego volvió a aparecer. A la luz tenue y oblicua, el paisaje tenía un aspecto desolado que Rohan no había notado en la última expedición. Pero en aquella oportunidad el puesto de observación había sido mucho más alto: la torrecilla de un transporte. El jeep se bamboleó, y Rohan se golpeó varias veces el pecho contra la carrocería. Ahora apretaba todos los músculos para que la violencia de las sacudidas no lo despidiera lejos del coche; ni siquiera los neumáticos-balón conseguían amortiguar el traqueteo. Las ruedas resbalaban sobre las piedras, despidiendo altos abanicos de guijarros menudos; el jeep bajaba ruidosamente la pendiente, y de tanto en tanto los neumáticos se atascaban, patinaban, giraban en el aire. Rohan llegó a la conclusión de que esa carrera infernal tenía que oírse en muchos kilómetros a la redonda, y empezaba a preguntarse seriamente si no convendría detener la marcha — un poco por debajo del hombro asomaba el freno de mano, que habían prolongado fuera de la carrocería- y saltar a tierra. Pero entonces tendría que recorrer a pie kilómetros y kilómetros, reduciendo las posibilidades ya casi mínimas de llegar a tiempo a la meta. Apretando los dientes, las manos convulsivamente aferradas a las manijas que ya no le parecían nada seguras, entornaba los ojos, y por encima del chato cuerpo del jeep miraba hacia lo alto de la cuesta. El canto de la radiosonda cesaba de vez en cuando, pero continuaba manejando el jeep, que maniobraba hábilmente, esquivando los escombros rocosos; inclinándose a un costado de tanto en tanto, y aminorando la velocidad, para volver a partir en vertiginosa carrera cuesta arriba. El odómetro le indicó que había recorrido veintisiete kilómetros. En el mapa la ruta medía sesenta, pero en realidad tenía que ser más larga, a causa de los zigzags y las diferencias de altura. No había ya rastros de arena. El disco del sol, enorme, casi frío, colgaba del cielo, pesado y amenazante, rozando siempre las melladas crestas de las rocas. El vehículo se sacudía abriéndose paso empecinadamente a través de los escombros, rodando a veces por la pendiente, acompañado por una ruidosa avalancha de piedras. Los neumáticos chillaban resbalando en las piedras de la pendiente, cada vez más empinada. Veintinueve kilómetros. Ahora sólo se ola el silbido de la sonda. El Invencible había enmudecido. ¿Por qué? Rohan creyó reconocer una pared abrupta, delineada por unos contornos casi indistintos a la luz roja del sol. Este era sin duda el barranco donde tenía que descender; no aquí, naturalmente, sino mucho más lejos, hacia el norte. Treinta kilómetros. En todo caso, no había por ahora rastros de la nube negra. Quizá estuviese ocupada poniendo fuera de combate a los otros dos vehículos. ¿ O los habría abandonado, luego de bloquear el sistema de comunicaciones? Como una bestia acorralada, el jeep corría zigzagueando. Los jadeos roncos e intermitentes del motor le helaban la sangre a Roban. Ahora el jeep perdía velocidad, aunque no se detenía. ¿No hubiera sido preferible un vehículo con colchón de aire? No, era demasiado grande, demasiado pesado. Por otra parte, ya nada se podía cambiar. Trató de mirar el reloj, pero no podía alzar el puño a la altura de los ojos, ni por un instante. Dobló las rodillas para amortiguar los tremendos golpes que le sacudían las entrañas. Súbitamente, el jeep se levantó sobre las ruedas traseras, y cayó resbalando cuesta abajo. Los frenos chillaron, pero ya los pedruscos y guijarros volaban en todas direcciones repiqueteando contra las chapas de metal. El vehículo giró sobre sí mismo, se deslizó de costado entre los escombros, y se detuvo. Lentamente, la máquina se enderezó y una vez más corrió cuesta arriba. Ahora Rohan veía la garganta. Reconoció las masas negruzcas, como bosquecillos de pinos, los espesos matorrales que cubrían las rocas abruptas. Treinta y cuatro kilómetros. Faltaba un kilómetro para llegar al barranco. La pendiente que tenía delante parecía un mar caótico de rocas y de escombros, intransitable para el jeep. Rohan ya no buscaba los pasos posibles, pues no eta él quien conducía Procuraba en cambio no perder de vista los peñascos que asomaban en lo alto del precipicio. La nube negra podía aparecer sobre esas paredes en cualquier momento. — Rohan.. Rohan — oyó, de pronto. El corazón se le aceleró. Había reconocido la voz de Horpach. — Quizá el jeep no pueda llevarlo a destino. Desde aquí es imposible conocer con exactitud la inclinación de la pendiente, pero es probable que unos cinco o seis kilómetros más adelante, el jeep no pueda seguir avanzando y tenga que continuar a pie… Repito… Cuarenta y dos, cuarenta y tres kilómetros como máximo… o sea que me quedarán unos diecisiete, lo cual en este tipo de terreno significa por lo menos cuatro horas de marcha, calculó Rohan rápidamente. Pero quizá se equivoquen, quizá el jeep pueda pasar… La voz había callado; otra vez no oyó nada más que el canturreo rítmico de la telesonda. Rohan mordió la boquilla de la máscara de oxígeno; cuando el jeep se sacudía, la boquilla le lastimaba los labios. El sol ya no rozaba la cresta de la montaña más próxima, pero tampoco seguía subiendo. Frente a él desfilaban peñascos, altas tapias rocosas que a veces lo envolvían en una sombra fría. El jeep había aminorado la marcha. Levantó la cabeza; leves plumones de nubes flotaban en el cielo. De pronto, algo extraño le sucedió al jeep. Se alzó sobre las ruedas de atrás, y durante un instante se balanceó, en precario equilibrio, como un caballo encabritado. Un segundo más, y el jeep se habría despeñado, arrastrándolo con él, si Rohan no hubiese saltado del estribo. Cayó sobre manos y rodillas, sintiendo el golpe a través de los guantes y las polainas protectoras. Resbaló unos pocos metros entre los escombros, sin poder detenerse. — Atención… Rohan… treinta y nueve kilómetros de recorrido.. el jeep no podrá seguir… Ha de continuar a pie… Recurra al mapa. El jeep quedará donde está, por si usted no puede regresar de otra manera… Se encuentra ahora en la intersección de las coordenadas 46 y 192… Rohan se puso de pie con lentitud. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, sólo los primeros pasos fueron difíciles; al cabo de un momento los músculos empezaron a obedecerle. Quería alejarse todo lo posible del jeep, ahora inmóvil entre dos umbrales rocosos. Se sentó al pie de un elevado obelisco, sacó el mapa del bolsillo y trató de orientarse. No era fácil. Al fin lo consiguió. Estaba a un kilómetro, a vuelo de pájaro, del borde superior del barranco, pero desde ese sitio el descenso era imposible. Las laderas estaban cubiertas por un espeso manto de vegetación metálica. Continuó pues cuesta arriba, preguntándose si se arriesgaría a descender al fondo de la garganta poco antes del lugar elegido. Para llegar allí, necesitaría por lo menos cuatro horas de marcha, y luego otras cinco horas para el regreso, aun en el caso de que pudiese volver en jeep. ¿Y cuánto tardaría en bajar hasta el fondo del barranco, sin contar el tiempo que le llevarían las búsquedas? De pronto, el plan mismo le pareció totalmente descabellado. No era nada más que un gesto tan vano como heroico, un plan ideado por Horpach; sacrificándolo a él, Rohan, tranquilizaba su propia conciencia. Durante un rato se sintió tan furioso — el astronauta lo había manejado como a un niño- que no miró nada alrededor. Poco a poco, se fue calmando. Imposible retroceder ahora, se repetía. Lo voy a intentar. Si no logro bajar, si no he encontrado a nadie dentro de tres horas, regresaré. Eran las siete y cuarto. Trató de caminar a pasos largos y regulares pero no demasiado rápidos, pues cualquier esfuerzo reduciría considerablemente la provisión de oxígeno. Se aseguró la brújula a la muñeca derecha, para no perder el rumbo. A veces tenía que dar un rodeo, cuando tropezaba con alguna grieta de bordes cortados a pique. En Regis III la presión atmosférica era muy inferior a la de la Tierra, lo cual le permitía al menos una cierta libertad de movimiento, incluso en este terreno difícil. El sol ya era visible en pleno cielo. Rohan sentía el oído (habituado al constante acompañamiento sonoro que lo había rodeado como una barrera protectora en las expediciones anteriores) como desnudo y ultrasensible. De cuando en cuando escuchaba las señales rítmicas de la sonda, ahora más débiles. En cambio, una leve brisa que azotara las aristas rocosas lo ponía en estado de alerta, porque le parecía oír un ligero zumbido, ese zumbido que tan bien conocía, que tan bien recordaba. Poco a poco se habituó a ese ritmo de marcha, y mientras trepaba mecánicamente de una a otra piedra daba rienda suelta a sus pensamientos. Llevaba en el bolsillo un cuentapasos, pero no quiso consultarlo todavía, y decidió esperar una hora. Al fin sacó el pequeño instrumento antes de tiempo. Tuvo una amarga desilusión: apenas había avanzado tres kilómetros. Tres kilómetros de difícil ascenso, en verdad, pero sólo tres. Esto significa que no serán tres ni cuatro horas de marcha, sino por lo menos seis…, se dijo. Volvió a sacar el mapa, se arrodilló, y se orientó por segunda vez. Ahora veía, a setecientos u ochocientos metros de distancia, hacia el este, el borde superior del barranco. Hasta ese momento había estado avanzando casi paralelamente a esa línea. En un lugar, una tenue fisura serpentina abría una luz entre los negros matorrales que tapizaban la pendiente; sin duda el seco lecho de un arroyo. Examinó atentamente el paraje. De rodillas, mientras las ráfagas de viento soplaban alrededor, tuvo un instante de vacilación. Como si aún no supiera del todo lo que hacía, se levantó, volvió a guardar maquinalmente el mapa en el bolsillo y echó a caminar en ángulo recto con respecto a la dirección previa, hacia las abruptas laderas de la garganta. Con paso cauteloso, como si en cualquier momento la tierra fuese a hundirse bajo los pies, se acercó a los derruidos peñascos silenciosos. Un miedo indecible le encogía el corazón. Sin embargo, seguía avanzando, los brazos colgando a los costados, las manos dolorosamente vacías. De pronto se detuvo y miró hacia el valle, el desierto donde reposaba el casco de El Invencible. Oculta detrás del horizonte, la nave no se veía. Rohan sabía que no podía verla, pero seguía con los ojos clavados en el cielo teñido de escarlata, que se poblaba de lentas nubes algodonosas. El canturreo de la sonda era tan tenue que ya no sabía si era una realidad o una ilusión. ¿Por qué callaba El Invencible? Porque no tiene nada más que decirme, se respondió. Ya las rocas de la cima, como grotescas estatuas carcomidas por la erosión, estaban cerca. El barranco se abría delante de él como un gigantesco pozo de oscuridad; los rayos del sol sólo iluminaban la mitad superior de las paredes, cubiertas de vegetación negra. Agujas blancas, al parecer crestas de rocas calcáreas, apuntaban aquí y allá por encima del boscaje espinoso. Rohan se inclinó a mirar el fondo pedregoso, a una profundidad de mil quinientos metros, y se sintió de pronto tan indefenso, tan vulnerable, que instintivamente se agachó, acurrucándose como si quisiera convertirse en una de las piedras. Era absurdo, por supuesto, porque no corría el riesgo de que lo viesen. Lo que él temía, no tenía ojos para ver. Tendido sobre la lisa superficie de la roca, miró hacia abajo. El mapa fotogramétrico le proporcionaba una información exacta pero absolutamente inútil, pues le mostraba el terreno visto a vuelo de pájaro en un exagerado corte vertical. Imposible arriesgar un descenso a lo largo del estrecho surco que corría entre las dos paredes cubiertas de negro. Necesitaría no veinticinco sino por lo menos cien metros de cuerda, amén de algunos ganchos y una piqueta. No tenía nada de todo eso, no estaba equipado para subir o bajar montañas. Al principio, la estrecha garganta bajaba en un declive relativamente suave, para cortarse de pronto y desaparecer detrás de la jiba prominente de la pared rocosa; luego, mucho más lejos, casi en el fondo, volvía a aparecer entre una bruma grisácea. Una idea absurda le cruzó por la mente: si al menos tuviese un paracaídas… Examinó con obstinación las pendientes, a ambos lados del lugar donde se había tendido, bajo un peñón en forma de hongo. Hasta entonces no había reparado en que desde el abismo subía una ligera corriente de aire cálido. Era esa brisa la que estremecía levemente los contornos de las cumbres, frente a él. Los matorrales actuaban como un acumulador de rayos solares. Reconoció, al mirar hacia el sudoeste, los picos rocosos de la puerta de piedra, el escenario de la catástrofe. No los habría distinguido entre los demás si no fuera por aquella brillante superficie de color negro azabache, que parecía esmaltada. Durante la batalla entre el Cíclope y la nube la temperatura había llegado sin duda al punto de fusión. Pero desde allí arriba no se veía en el fondo del barranco ningún rastro de los transportes ni de la explosión atómica de la víspera. Tendido boca abajo, se sintió repentinamente vencido por la desesperación: tenía que descender hasta el valle y no había ningún camino. Sin embargo, en lugar de sentirse aliviado, de decirse que podía volver y explicarle al astronauta que había hecho todo lo posible, tomó una resolución. Se levantó. Un movimiento, entrevisto apenas, en las profundidades de la garganta, lo impulsó instintivamente a acurrucarse una vez más entre las piedras. Pero reaccionó y volvió a levantarse. Si me echo al suelo a cada instante, no haré gran cosa, se dijo. Avanzaba ahora por la cumbre, buscando un paso. Cada doscientos o trescientos metros se inclinaba a espiar el vacío, pero el paisaje era siempre el mismo: allí donde el declive era suave, la pared estaba tapizada de matorrales negros, y donde la maleza no crecía, la roca estaba cortada a pique. En una ocasión golpeó una piedra con el pie; la piedra se precipitó al abismo, arrastrando consigo a otras. La pequeña avalancha se despeñó, rugiendo para chocar contra la pared de espinos unos cien metros más abajo. Una voluta de humo chisporroteante al sol brotó del lugar, se desplegó por el aire, flotó un momento, como si inspeccionara los alrededores, y se inmovilizó. Al cabo de un minuto o más, el humo se disipó y fue absorbido en silencio por el espejeante boscaje. Poco antes de las nueve, al asomarse por detrás de un peñasco, vio en el fondo mismo del valle — aquí el barranco se ensanchaba considerablemente- una diminuta mancha que se movía. Con mano trémula, sacó del bolsillo un pequeño largavista plegadizo y miró… Era un hombre. El anteojo era demasiado débil y no alcanzaba a distinguir el rostro, pero veía con toda claridad el movimiento regular de las piernas. El hombre caminaba lentamente, cojeando, como si arrastrase una pierna herida. ¿Tenía que llamarlo? No se atrevió. O mejor dicho, lo intentó, pero el miedo le paralizó la garganta, y no pudo emitir sonido alguno. Se aborreció por esa cobardía. Sólo sabía una cosa: ahora menos que nunca renunciaría a la misión. Grabó en su memoria el camino que le viera tomar al hombre — remontaba el valle hacia las pirámides- y echó a correr en la misma dirección por la línea de la cumbre, saltando sobre las piedras y las grietas de las rocas, hasta que el corazón le latió aceleradamente. Es una locura, no puedo continuar así, se dijo, sin saber qué hacer. Aflojó el paso y de pronto se abrió ante él, incitante, una ancha garganta. Más abajo, se estrechaba entre dos macizos de vegetación negra. Y hacia el fondo el declive era más brusco. ¿Habría acaso una saliente? Una ojeada al reloj lo decidió: eran casi las nueve y media. Empezó a descender, al principio de cara al vacío; luego, cuando la pendiente se tomó demasiado empinada, de cara a la pared. Bajaba paso a paso, ayudándose con las manos. Los matorrales negros, muy próximos ya, parecían arder con una lumbre inmóvil, silenciosa. La sangre le golpeaba en las sienes. En una arista rocosa, cortada en bisel, se detuvo a tomar aliento; calzó el pie izquierdo en una grieta y miró hacia el abismo. Unos cuarenta metros más abajo vio una ancha plataforma que se prolongaba en una franja de roca desnuda, perfectamente visible, por encima del ramaje muerto de la maleza. Pero estaba lejos de esa plataforma, verdadera tabla de salvación. Levantó la cabeza: ya había descendido doscientos metros o acaso más. Los violentos latidos de su corazón parecían conmover el aire. Parpadeó varias veces. Muy pausadamente, con movimientos de ciego, se puso a desenrollar la cuerda. No vas a cometer tamaña locura… le dijo una voz interior. Avanzando de costado, a pasos cortos, descendió hasta el matorral más próximo. Las púas estaban cubiertas de una capa de herrumbre que se pulverizaba al tacto. Esperando quién sabe qué, se aferró al matorral. Todo cuanto oyó fue un crujido seco. Tiró con fuerza; estaba fuertemente arraigado. Enroscó la cuerda alrededor de la base, tironeó una vez más… luego, en un arranque de coraje, aseguró la cuerda alrededor de un segundo, un tercer matorral, apoyó firmemente los pies, y tiró. Enraizadas en las grietas de la roca, las matas no se movieron. Empezó a deslizarse lentamente al principio frotando las suelas de los zapatos contra la roca; pero de pronto giró sobre sí mismo y quedó suspendido en el aire. A un ritmo cada vez más acelerado, dejó deslizar la cuerda por entre las rodillas, frenando la velocidad con una torsión de la mano derecha. Al fin se posó en la plataforma, que no había perdido de vista. Trató entonces de desprender la cuerda, tirando del extremo. Los matorrales no cedían. Tironeó varias veces. La cuerda se había atascado. Se sentó a horcajadas sobre la plataforma y tironeó con todas sus fuerzas hasta que, bruscamente la cuerda cedió, fustigó el aire con un silbido agudo, y le azotó la nuca. Rohan saltó hacia atrás, como herido por un rayo. Temblaba de pies a cabeza. Permaneció sentado unos minutos pues sentía las piernas demasiado débiles para aventurarse más lejos. En ese momento volvió a distinguir la silueta del hombre que trotaba abajo, más grande ahora. Le sorprendió que brillase tanto. Además, había algo extraño en la forma de la cabeza, o más bien en lo que parecía cubrirle la cabeza. Sabia que lo peor no había llegado aún. Lo que vio entonces, desbarató toda posible esperanza. El camino cm mucho más llano, pero los crujientes matorrales muertos daban paso ahora a otros, de un negro aceitoso y brillante. En las púas retorcidas había unos espesamientos, parecidos a frutos pequeños, que reconoció inmediatamente. De tanto en tanto unas pequeñas humaredas brotaban de la espesura, y con un suave zumbido giraban en el aire. Rohan se detenía cada vez, aunque no por mucho tiempo; de lo contrario, nunca llegaría al fondo del barranco. Durante un rato avanzó montado a horcajadas sobre la franja rocosa; luego la senda se ensanchó y pudo continuar a pie, aunque no sin dificultad, ayudándose siempre con las manos. Con la atención desdoblada, obligado como estaba a mirar hacia uno y otro lado del angosto sendero, apenas se daba cuenta de cuánto había avanzado. A veces pasaba tan cerca de los matorrales que las púas le rozaban el traje protector. Sin embargo, ni una sola de las nubecillas que centelleaban a la luz del sol, revoloteando por encima de la cabeza de Rohan, se aproximó alguna vez. Era casi mediodía cuando llegó por fin al talud, separado apenas por unos centenares de metros del lecho del barranco. Allí las piedras eran de un color blanco mate como huesos. Había pasado ya la zona boscosa; la pendiente por la que acababa de bajar estaba iluminada hasta media altura por el sol, ahora en el cenit. Hubiera podido medir con la mirada la distancia recorrida, pero no volvió la cabeza. Se lanzó a la carrera cuesta abajo, tratando de hacer recaer el peso del cuerpo ya en una pierna ya en la otra, a la mayor velocidad posible. Pero los escombros rocosos comenzaren a deslizarse junto con él, con un fragor creciente. De pronto, cuando se encontraba a un paso del lecho del arroyo el pedregullo cedió bajo sus pies. Cayó al suelo con tanta violencia que mientras rodaba cuesta abajo unos quince metros la máscara de oxígeno se le cayó de la cara. Estaba a punto de levantarse para echar a correr otra vez, sin prestar atención a las magulladuras que sentía en todo el cuerpo, persiguiendo al hombre que viera desde arriba, temiendo perderlo de vista en cualquier instante, pues en ambas laderas, y sobre todo en la opuesta, se abrían las bocas negras de numerosas grutas, cuando tuvo algo así como un presentimiento. Antes de saber de qué se trataba, se dejó caer una vez más sobre las piedras de bordes afilados, inmóvil y expectante. Desde lo alto, una sombra ligera descendió sobre él. En seguida, con un murmullo monótono que creció hasta abarcar todos los registros, desde el agudo sibilante hasta el bajo del trueno, una informe nube negra bajó y lo envolvió. Tal vez hubiera debido cerrar los ojos. Pero no lo hizo. Un último pensamiento le cruzó por la mente: quizá la caída había estropeado el instrumento cosido al cuello de la chaqueta. En seguida aflojó el cuerpo, y se quedó muy quieto, esperando. Aunque ni siquiera movía las pupilas, vio a la nube burbujeante que planeaba por encima de él y extendió un tentáculo que se contorsionaba perezosamente. La punta del tentáculo, vista de cerca, parecía el nódulo de un negro torbellino de tinta. Sintió en el cuero cabelludo, en las mejillas, en toda la cara, el tibio contacto del aire, el soplo de un aliento que parecía fragmentado en millones de partículas. Algo le rozó el traje a la altura del pecho, y de pronto quedó envuelto en una oscuridad casi total. Rápidamente, ese tentáculo que seguía contorsionándose como una diminuta tromba de aire se retiró una vez más al cuerpo de la nube. El fragor se transformó en un silbido agudo y penetrante que parecía perforarle la cabeza, y que por último se apagó. La nube, ascendiendo casi en vertical, se convirtió en una niebla negra, se desplegó en abanico entre las dos vertientes, y se desgajó en volutas que giraban sobre sí mismas, desapareciendo en la inmóvil pelambre de la vegetación. Durante largo rato aún Rohan permaneció tendido e inmóvil, como un muerto. De repente se le ocurrió que quizá le había llegado el fin, que ya no sabía quién era, ni cómo había venido aquí, ni para qué. Sintió tal pánico que se sentó de golpe. Bruscamente, rompió a reír. Si podía pensar todas esas cosas, era porque estaba sano y salvo, porque la nube no lo había herido porque la había engañado. Trataba de dominar los espasmos de risa que le subían a la garganta y le sacudían todo el cuerpo. Es histeria, se dijo, apoyándose sobre las rodillas, y sintiéndose mucho más sereno. Se ajustó la máscara de oxígeno y miró en torno. El hombre que viera desde lo alto ya no estaba allí, pero aún se oían los pasos. Sin duda había desaparecido detrás del peñasco que cerraba a medias el fondo de la garganta. Rohan echó a correr. El eco de los pasos era cada vez más cercano y extrañamente sonoro, como si el hombre calzara botas de hierro. Rohan corría, sin tiendo agujas dolorosas que le subían por la tibia, hasta la rodilla. Con seguridad me he dislocado el tobillo, se dijo, mientras trataba desesperadamente de mantener el equilibrio, extendiendo los brazos. Otra vez le faltó el aire y empezaba a ahogarse cuando lo vio. Caminaba a grandes trancos, desplazándose mecánicamente de piedra en piedra. Los ecos de los pasos resonaban en las cercanas paredes rocosas. Y entonces, Rohan acabó de entender. Era un robot, no un hombre. Un arctano. Ni una sola vez se le había ocurrido pensar qué habría pasado con los autómatas, luego de la catástrofe. Estaban en el transporte principal cuando la nube los había atacado. Notó que el brazo izquierdo del robot colgaba, inerte, aplastado, y que la armadura, antes redondeada y brillante, estaba deslucida y abollada. La decepción fue grande, pero al cabo de un momento la idea de que al menos tendría un compañero para seguir buscando, lo reconfortó. Pensó en llamado a voces, pero algo lo contuvo. Apresuró el paso, se le adelantó y se detuvo a esperarlo, interceptándole el camino. Pero el gigante de dos metros y medio de altura no le prestó ninguna atención. De cerca, Rohan pudo ver que la antena de radar, semejante al pabellón de una oreja, estaba quebrada, y que en el sitio donde antes estuviera la lente del ojo izquierdo, había un agujero de bordes irregulares. A pesar de todo, el robot avanzaba con paso firme sobre res pies gigantescos, arrastrando la pierna izquierda. Cuando estuvo a pocos pasos, Rohan lo llamó, pero el autómata siguió avanzando ciegamente, en línea recta, y a último momento Rohan tuvo que saltar a un costado. Se acercó de nuevo al robot e intentó tomarle la mano de metal, pero el otro la retiró con un rápido movimiento indiferente y prosiguió caminando. Rohan comprendió entonces que también este arctano era una víctima de la nube y que ya no podía contar con él. Sin embargo, le costaba dejar abandonada a su suerte a la desvalida máquina; y además, sentía curiosidad por saber a dónde iba, pues avanzaba eligiendo un terreno lo más llano posible, como si se hubiese fijado una meta. Al cabo de unos instantes de reflexión, durante los cuales el robot se alejó unos quince metros, Rohan resolvió seguirlo. El arctano llegó por fin al pie del promontorio de rocas y escombros, y se puso a escalarlo, sin preocuparse por el alud de piedras que se despeñaba detrás de él. Trepó así hasta más o menos la mitad del montículo de pedruscos y guijarros; de pronto cayó y rodó cuesta abajo, agitando desesperadamente las piernas al aire: un espectáculo que en otras circunstancias habría movido a risa. Luego se enderezó otra vez, y reanudó el ascenso. Rohan dio media vuelta y se alejó, pero el ruido de los escombros y guijarros que se despeñaban y el golpeteo metálico de los pasos que repercutían en ecos múltiples contra las paredes rocosas lo persiguieron largo rato. Ahora progresaba rápidamente, pues el camino, sobre las piedras lisas del lecho del arroyo, era relativamente llano y en suave declive. No había rastro alguno de la nube; sólo de tanto en tanto, una ligera vibración del aire en lo alto de las paredes delataba una actividad febril en el seno del oscuro follaje. Llegó así a la parte más ancha del barranco: un valle circundado por pendientes rocosas. A unos dos kilómetros de allí, se encontraba el desfiladero, el lugar de la catástrofe. Se le ocurrió entonces que un detector olfativo le hubiera ayudado a localizar a los desaparecidos, pero el instrumento era demasiado pesado para transportarlo a pie. Tendría que arreglarse sin él. Se detuvo y examinó una por una todas las rocas. Imposible que alguien hubiese podido buscar refugio en la maleza metálica. Quedaban sólo las grutas, las cavernas y las criptas de las rocas; contó cuatro desde el sitio en que se encontraba. El interior estaba disimulado por altos umbrales de paredes verticales, que auguraban un escalamiento sumamente difícil. Decidió, pues, examinarlas una por una. Previamente, en la nave, había estudiado con los médicos y los psicólogos en qué lugares convendría buscar a los desaparecidos, tratando de imaginar los escondrijos más probables. Pero en verdad no habían llegado a nada, pues el comportamiento de un hombre atacado de amnesia es imprevisible. El hecho de que los desaparecidos se hubiesen alejado del grupo de Regnar indicaba una actividad que los diferenciaba de los otros; y en cierta medida, el que las huellas de estos cuatro hombres, hasta el lugar donde habían podido seguirlas, no se hubiesen separado, permitía suponer que los encontraría juntos. Naturalmente, si aún vivían, y siempre y cuando no hubiesen tomado distintos rumbos luego de pasar por la puerta rocosa. Rohan exploró sucesivamente dos grutas pequeñas y cuatro grandes en las que pudo entrar con relativa facilidad, escalando la superficie inclinada de la roca. En la última, encontró unos despojos metálicos parcialmente sumergidos en el agua; en un principio los tomó por el esqueleto del segundo arctano pero eran antiquísimos y no se parecían en nada a las estructuras que conocía. En un charco de agua poco profundo, visible a la luz escasa que reflejaba la bóveda, reposaba una extraña forma oblonga que parecía una cruz de cinco metros de largo. Las chapas metálicas se habían desprendido de la estructura hacía ya mucho tiempo, dejando en el fondo del charco un sedimento herrumbroso. Rohan no quiso examinar más detenidamente el insólito hallazgo, quizá los últimos despojos de un macroautómata destruido por la nube, en virtud de la ley de supervivencia de los más aptos. Retuvo pues en su memoria la forma, el trazado ya casi imperceptible de los brazos articulados que probablemente habían servido más para volar que para caminar. Pero el reloj le ordenaba darse prisa. Sin retrasarse más, inició la exploración de las otras cavernas. Había tantas — visibles a ratos desde el fondo del valle como ventanas sombrías en las altas paredes rocosas —, y los corredores y galerías subterráneos — inundados a menudo, y que desembocaban a veces en arroyos helados y pozos verticales- eran tan tortuosos, que no se atrevía a internarse demasiado. Por lo demás, sólo llevaba consigo una pequeña linterna eléctrica relativamente débil, ineficaz en las vastas grutas de muchas galerías y bóvedas altas. Por fin, literalmente extenuado, se sentó sobre una gran piedra calentada por el sol, a la entrada de la caverna que acababa de explorar, y mascó algunas tabletas de alimento concentrado rociando cada bocado con agua del arroyo. Varias veces le pareció oír el murmullo de la nube, pero probablemente sólo era el eco de los esfuerzos de Sísifo del arctano, que llegaban hasta él desde lo alto de la barranca. Luego de haber comido se sintió mejor. Lo más sorprendente fue comprobar que el peligroso mundo circundante lo inquietaba cada vez menos. Pues en verdad, allí donde posara la mirada, sus ojos tropezaban con la espinosa maleza negra. Descendió del montículo en que se había detenido a descansar frente a la gruta y entonces vio por primera vez algo así como una fina estela de color pardo-rojizo sobre las piedras secas de la otra vertiente. Al acercarse, descubrió que eran rastros de sangre. Estaban secos y habían cambiado de color y no los habría visto si no hubiese sido por la blancura excepcional del peñasco, de roca caliza. Intentó determinar la dirección que había seguido el hombre herido, pero en vano. Caminó entonces al azar, remontando nuevamente el valle, guiándose tan sólo por el razonamiento de que quizá se tratase de un hombre herido en el combate del Cíclope y la nube, que se había alejado del lugar. Los rastros se entrecruzaban, desaparecían en varios sitios, pero terminaron por conducirlo a la entrada de una de las primeras cavernas. Allí descubrió, con profunda extrañeza — pues en su búsqueda anterior no la había visto- una abertura estrecha, semejante a una zanja. Allí, precisamente, terminaba el rastro de sangre. Rohan se arrodilló y se inclinó sobre el agujero sumido en la penumbra. De nada le sirvió estar preparado para lo peor; no pudo contener un grito ahogado, pues acababa de reconocer, mirándolo con órbitas vacías, mostrando los dientes en un horrible rictus, la cabeza de Bennigsen. Lo reconoció por la montura dorada de los anteojos cuyos cristales, por una rara ironía, estaban intactos y brillaban al resplandor que una inclinada lámina calcárea proyectaba en el rocoso ataúd. Sostenido por las piedras, los hombros encajados en la entibación natural del foso, el cuerpo del geólogo se mantenía erguido. Roban no quiso abandonar en aquel estado esos restos humanos, pero cuando, con un estremecimiento, intentó mover el cadáver, las. carnes cedieron bajo el grueso tejido del traje espacial. La descomposición, acelerada por la acción del sol que todos los días iluminaba el lugar, ya había cumplido su tarea. Se contentó pues con abrir el cierre relámpago del bolsillo del pecho y retirar de él la chapa de identidad del sabio; antes de marcharse, levantó una de las losas cercanas y cerro con ella el sepulcro de piedra. Ya había encontrado a uno de los hombres. Sólo cuando se hubo alejado del lugar se dijo que hubiera debido estudiar la radiactividad del cadáver, lo que hubiera arrojado alguna luz sobre el destino del propio Bennigsen y sus compañeros: un fuerte aumento de radiación habría demostrado que el muerto estuvo en!as cercanías del campo de batalla atómico. Pero Roban lo había olvidado, v ahora nada en el mundo lo haría desandar el camino y levantar la lápida con que había cerrado el sepulcro. En ese mismo momento reparó en el papel que estaba desempeñando el azar. ¿Acaso no había explorado a fondo, al menos eso le había parecido la primera vez, los alrededores del sitio? Inspirado por una idea nueva, partió una vez más a buen paso, siguiendo los rastros de sangre, hasta el sitio donde comenzaban. La pista lo llevó en línea recta al fondo del valle, por así decirlo al campo mismo donde se librara el combate atómico. Pero a algunos centenares de pasos, cambiaba bruscamente de rumbo. El geólogo había perdido mucha sangre y parecía casi inverosímil que hubiese podido alejarse tanto. Las piedras, que desde el momento de la catástrofe no fueran tocadas por una sola gota de lluvia, estaban muy ensangrentadas, Rohan se encaramó sobre un cúmulo de rocas oscilantes y pronto se encontró en una ancha depresión bajo una desnuda pared rocosa. Lo primero que vio fue la enorme planta metálica del pie de un robot. El autómata estaba acostado de flanco, casi cortado en dos, probablemente por el fuego reiterado de un lanzallamas. Un poco más lejos, sentado y caído contra las piedras, había un hombre. Tenía el casco ennegrecido y estaba muerto. El lanzallamas le colgaba aún de la mano, rozando el suelo con su caño brillante. En el primer momento Rohan no se atrevió a tocar al hombre; se arrodilló a su lado y trató de verle la cara, tan desfigurada por la descomposición como la de Bennigsen. Y entonces reconoció la ancha y chata mochila del geólogo, sujeta a los encogidos hombros del cadáver. El muerto sentado era Regnar, el jefe de la expedición atacada en el cráter. Midiendo la radiactividad, confirmó que el arctano había sido abatido por una descarga del lanzallamas: el indicador registraba isótopos característicos de tierras raras. Una vez más, quiso retirar del cadáver la chapa de identidad del geólogo, pero no tuvo suficiente coraje. Se limitó a desprender la mochila, ya que para ello no necesitaba tocar el cuerpo. Pero sólo contenía esquirlas de distintos minerales. Titubeó un momento, y sacando el cuchillo recortó de la mochila de cuero el monograma del geólogo. Luego. encaramado en una roca alta, contempló una vez más la escena, tratando de adivinar qué había sucedido. Todo parecía indicar que Regnar había disparado contra el robot. ¿Acaso el arctano habría amenazado al geólogo, o a Bennigsen? Pero ¿un hombre atacado de amnesia estaría en condiciones de defenderse de una agresión? Comprendiendo que nunca llegaría a resolver el enigma, y recordando que aún lo aguardaban otras búsquedas, miró una vez más el reloj: pronto serían las cinco. Si quería que el oxígeno le alcanzara, tenía que emprender el regreso inmediatamente. Fue en ese momento cuando se le ocurrió sacar las botellas de gas adosadas a la mochila de Regnar. Retiró todo el aparato y comprobó que uno de los recipientes estaba lleno: lo cambió por uno de los suyos, vacío, y se puso a cubrir con piedras el despojo. Le llevó casi una hora, pero se sintió obligado a rendirle ese homenaje, como si tuviera que agradecerle el tubo de oxígeno. Luego pensó que hubiera sido una buena idea proveerse de un arma, por ejemplo el lanzallamas que con seguridad todavía estaría cargado. Pero una vez más, ya no había remedio, y tendría que marcharse con las manos vacías. Eran casi las seis de la tarde. Se sentía tan cansado que se le doblaban las piernas. Le quedaban aún cuatro tabletas estimulantes; tomó una y al cabo de un momento se sintió reanimado y pudo tenerse en pie. Como no sabía a dónde encaminarse, fue simplemente hacia la puerta rocosa. Le faltaba recorrer aún casi un kilómetro cuando el detector de radiación le advirtió que la radiactividad empezaba a aumentar. Sin embargo, no era todavía demasiado acentuada, de modo que siguió caminando, mirando atentamente alrededor. El barranco serpeaba, y sólo algunas de las paredes habían sido afectadas y mostraban rastros de fusión. A medida que avanzaba, esas resquebrajaduras características de las rocas eran cada vez más frecuentes; por último, empezó a ver unos peñascos enormes, semejantes a burbujas petrificadas, pues la explosión atómica había fundido sin duda la superficie de piedra. En realidad, no tenía nada que hacer allí, y sin embargo seguía avanzando. El detector que llevaba en la muñeca emitía un ligero tic-tac, cada vez más acelerado, y la aguja saltaba en el cuadrante. Al fin distinguió, a lo lejos, lo que quedaba de la puerta rocosa, que se había desmoronado, y era ahora una depresión, una especie de cráter. El cráter parecía un lago pequeño, como si las aguas, a consecuencia del tremendo impacto, hubiesen salpicado furiosamente las orillas, solidificándose en figuras fantasmales. La base de las rocas se había transformado en una espesa capa de lava, mientras que la pelambre negra de la vegetación metálica era como un tapiz hecho jirones, cubierto de cenizas. A lo lejos, entre los muros rocosos, se dibujaban vagamente unos colgajos gigantescos de tonalidades más claras. Rohan dio media vuelta y se alejó rápidamente. Una vez más, lo ayudó el azar. Cuando llegaba a la próxima puerta, mucho más ancha que la anterior, y a mayor altura, no lejos de un lugar por el que pasara poco antes, alcanzó a ver el brillo de un objeto metálico. Era el reductor de aluminio de un tubo de oxígeno. En una grieta casi horizontal entre el peñasco y el lecho seco del torrente, vio la oscura espalda de un hombre cubierta con una escafandra ennegrecida por el hollín. El cadáver no tenía cabeza. La terrible fuerza de la explosión lo había arrojado sobre un montón de piedras, estrellándolo contra las rocas. No lejos de allí, encontró una cartuchera intacta con un arma reluciente, como recién lustrada. Rohan se guardó el arma. Quiso identificar el cadáver, pero no era posible. Reanudó la marcha cuesta arriba. La luz que caía sobre la ladera oriental del barranco era roja ahora, y como una cortina volante subía cada vez más a medida que el sol se ocultaba detrás de la montaña. Eran casi las siete menos cuarto. Rohan se encontraba frente a un verdadero dilema. Hasta ese momento había tenido suerte, en un sentido al menos: había cumplido con su misión, estaba sano y salvo, y ahora podía regresar a la base. De que el cuarto hombre estuviera muerto, no quedaba ninguna duda. Pero ya habían pensado lo mismo a bordo de El Invencible. En realidad, sólo había venido hasta aquí para cerciorarse. ¿Tenía entonces el derecho de regresar? La reserva de oxígeno de Regnar le alcanzaría para seis horas más. Ahora lo aguardaba toda una noche, una noche en la que no podría hacer absolutamente nada, no tanto a causa de la nube, sino por la sencilla razón de que estaba totalmente extenuado. Tomó una segunda tableta, y mientras esperaba que le hiciera efecto, intentó encontrar algún plan que fuera bastante razonable. En las crestas de las montañas rocosas, el sol rojo bañaba los negros matorrales: las púas afiladas de las ramas centelleaban y chispeaban con opalescencias violáceas. Rohan seguía indeciso. Mientras estaba allí, sentado, al pie de un peñasco, oyó el zumbido fragoroso de la nube. Y cosa extraña, no sintió miedo. La relación que tenía con la nube ya no era la misma. Sabía — o al menos creía saber- lo que podía esperar; como un escalador de montañas que no tiene miedo, aunque sabe que la muerte espera agazapada en las grietas de un ventisquero. En realidad, no era del todo consciente de ese cambio, pues no guardaba en la memoria el instante en que descubriera la sombría belleza de aquellos matorrales que en las laderas se teñían de violeta. Sin embargo ahora, aunque veía ya a las nubes negras — los acababan de aparecer en las vertientes opuestas y se le acercaban —, no se movió, no trató de protegerse apretando la cara contra las rocas. Al fin y al cabo, lo que hiciera no tenía ninguna importancia siempre y cuando el aparatito disimulado en los cabellos continuase funcionando. Rozó con las yemas de los dedos la pequeña tapa redonda, del tamaño de una moneda, y sintió claramente la leve vibración. No queriendo desafiar al peligro, buscó una posición más cómoda, para no tener que moverse. Las nubes ocupaban ahora las dos partes del barranco. Una especie de corriente ordenadora parecía fluir a través de las densas volutas, y ahora las nubes se espesaban en los bordes, formando columnas casi verticales en tanto las superficies interiores se arqueaban, acercándose entre ellas cada vez más. Era como si un escultor titánico las hubiese tallado con veloces e invisibles golpes de cincel. Algunos relámpagos fugaces rasgaron el aire entre los puntos más cercanos de las nubes, que parecieron precipitarse unas sobre otras, aunque en realidad todas seguían en el mismo sitio, y sólo los esféricos núcleos centrales se agitaban a una velocidad cada vez más vertiginosa. El resplandor de esos relámpagos era extrañamente sombrío, iluminando fugazmente las nubes, inmovilizadas en el aire como millones de cristales de plata negra. Un instante después varios truenos resonaron sucesivamente entre los peñascos, cesaron de pronto como sofocados por una mordaza, y las dos alas del mar negro, temblorosas y tensas, se unieron y confundieron. Abajo, todo quedó en sombras, como si el sol acabara de ocultarse, mientras la nube se cubría de líneas indefinidas que parecían perseguirse. Rohan tardó largo rato en comprender que eran los reflejos grotescamente deformados del fondo rocoso del valle. Y esos espejos aéreos, bajo la bóveda de la nube, ondulaban y se dilataban. Bruscamente vio una inmensa silueta humana cuya cabeza se elevaba hasta las tinieblas, y que lo contemplaba, absolutamente inmóvil, aunque la imagen temblaba y danzaba sin cesar, como si se extinguiese y encendiese una y otra vez, al influjo de un ritmo misterioso. Una vez más, tardó varios segundos en comprender que era su propio reflejo, suspendido en el vacío entre las alas laterales de la nube. Quedó tan estupefacto, tan paralizado por la inexplicable actitud de la nube, que se olvidó de todo lo demás. Una idea le cruzó como un rayo por la mente: quizá la nube sabía que él estaba allí; quizá no ignoraba la presencia microscópica del último hombre vivo entre las rocas y las piedras del barranco. Pero ese pensamiento no lo atemorizó, no porque fuese demasiado inverosímil — ya nada le parecía inverosímil- sino simplemente porque quería participar de ese misterio cuya significación — de eso estaba seguro- jamás le sería develada. Aquel gigantesco reflejo, a través del cual distinguía vagamente las lejanas paredes de la parte superior del valle donde no llegaba la sombra de la nube, se disipó de pronto. En seguida innumerables tentáculos salieron de la nube; cada vez que uno se replegaba, otros venían a reemplazarlo. Una lluvia negra, cada vez más densa, empezó a caer. Una lluvia de pequeños cristales que caían también sobre él, golpeándole suavemente el rostro, se le deslizaban por el traje y se acumulaban en los repliegues de la tela; la lluvia persistía y la voz de la nube se elevó en un crescendo, un zumbido que parecía extenderse no sólo por el valle sino por la atmósfera toda del planeta. Unos torbellinos se formaban en el interior de la nube como ventanas, que dejaban ver el cielo. La masa negra se desgarró en su centro, y dos nubes montañosas rodaron como a desgano, hacia los matorrales, y desaparecieron en la espesura inmóvil. Rohan no se atrevía a moverse. No se decidía a sacudirse los pequeños cristales que lo cubrían de arriba abajo. Había cristales por doquier, sobre las piedras; y el lecho del arroyo, hasta un momento antes de una mate blancura de hueso, parecía rociado con tinta. Tomó con delicadeza uno de los diminutos cristales triangulares, y el cristal, como si de pronto hubiese cobrado vida, le sopló en la palma un aliento suave y cálido y cuando Rohan abrió la mano instintivamente, echó a volar por el aire. En seguida, como obedeciendo a una señal, todo cuanto lo rodeaba se animó con un movimiento hormigueante, un movimiento que sólo fue caótico durante los primeros segundos, Los puntos negros formaron una cortina de bruma, que flotó un momento casi a ras del suelo, luego los puntos se unieron en una masa que trepó en columnas hacia el cenit. Fue como si los peñascos mismos, convertidos en gigantescas antorchas, elevasen al cielo el humo ritual de unos sacrificios misteriosos. Pero aún no había ocurrido lo más inaudito: mientras el enjambre de cristales formaba una nube casi esférica en el centro mismo del valle, como un enorme y ligero globo negro contra un cielo que se ensombrecía paulatinamente, las otras nubes volvieron a salir de la espesura y con una fuerza avasalladora se precipitaron sobre la masa que flotaba suspendida en el aire. Rohan creyó oír el ruido chirriante y extraño del choque, pero quizá fue sólo una ilusión. Se dijo que estaba presenciando una lucha, que las nubes habían expulsado y arrojado al fondo del barranco los «insectos» muertos de que querían deshacerse; pero al instante comprendió que se había engañado. Las nubes se disiparon, y no quedó rastro alguno del ligero globo flotante: las nubes lo habían absorbido. Un instante después, sólo quedaban las crestas rojizas de las montañas a los rayos postreros del sol y el ancho fondo del valle otra vez silencioso y desierto. Rohan se levantó; las piernas le temblaban aún ligeramente. Se sintió ridículo con el lanzallamas que le había arrebatado al muerto; y peor aún, se sintió de más en aquella comarca de la muerte perfecta, donde sólo podían perpetuarse unas formas inertes que oficiaban ritos secretos, que nadie debiera haber visto jamás. No con terror sino con maravillada admiración había participado un momento antes en aquella fantástica ceremonia. Sabía que ninguno de los científicos compartiría esos sentimientos, pero ahora quería regresar no sólo para anunciar la muerte de los desaparecidos, sino también para convencer a los hombres de que nunca más, en el futuro, se turbase la paz de este planeta. No nos está destinado todo el universo, no todo cuanto existe nos pertenece, pensaba mientras descendía a paso lento. La luz del sol poniente le permitió llegar al campo de batalla. Allí tuvo que apresurar el paso, pues las radiaciones de las rocas vitrificadas, cuyas siluetas fantasmagóricas adivinaba en la creciente penumbra, aumentaban rápidamente. Por último, echó a correr. El eco de sus pasos resonaba entre las paredes rocosas, y al ritmo de ese eco incesante, que la prisa magnificaba, saltando en un último esfuerzo de piedra en piedra, dejó atrás los cadáveres de las máquinas, irreconocibles a causa de la fusión, y se encontró por fin en un terraplén. Pero también allí el cuadrante del detector era rojo. No podía detenerse, aunque estaba casi sin aliento. Sin dejar de correr, desatornilló a fondo el reductor del tanque de oxígeno. Aun cuando la reserva se le agotase a la salida del barranco, aunque tuviese que respirar el aire del planeta, todo era preferible a pasar más tiempo en ese sitio, donde cada centímetro cuadrado de roca emitía una radiación mortal. El oxígeno afluyó a la boca de Rohan en una ola helada. Corría con facilidad, pues la lava solidificada que el Cíclope dejara detrás, luego de ser derrotado, era lisa, casi vítrea en algunos lugares. Afortunadamente, las suelas de goma de las botas le permitían correr sin resbalar. La oscuridad era tan densa ahora que sólo veía del suelo algunas piedras más claras, bajo la vitrificada superficie. Sabía que aún tenía que recorrer por lo menos tres kilómetros de ese mismo camino. A la velocidad con que descendía, le era imposible hacer cálculos, pero de tanto en tanto lograba echar una ojeada al cuadrante rojo del detector. A lo sumo podría estar una hora más entre las rocas hendidas y desmoronadas por el fuego nuclear; la radiación a que se expondría no podía exceder de los doscientos roentgens. Una hora y cuarto, en el mejor de los casos; pero si en ese lapso no llegaba a la entrada del desierto, ya no tendría ninguna razón para apresurarse. Al cabo de unos veinte minutos, sobrevino la crisis. Sentía el corazón como una presencia cruel e infatigable que le apretaba el pecho, o lo trituraba por dentro. El oxígeno le quemaba la garganta y la laringe con un fuego vivo, y unas chispas le bailaban entre los ojos. Pero había algo peor: se tambaleaba y tropezaba. En realidad, la radiación había disminuido: la esfera del detector era una débil ascua a punto de extinguirse, pero sabía que tenía que correr, correr aunque las piernas se negaban a obedecerle. Todas las células del cuerpo decían basta, todo en él gritaba. Párate, párate y déjate caer sobre este suelo vitrificado y aparentemente inofensivo. Levantó la cabeza para mirar las estrellas, y entonces tropezó y cayó de bruces, con los brazos extendidos. Respirando convulsivamente, recobró el aliento. Se incorporó, se puso de pie, recorrió varios metros vacilando de derecha a izquierda, y luego se dejó llevar otra vez por el impulso de la carrera. Había perdido por completo la noción del tiempo. ¿Y cómo orientarse en aquella impenetrable oscuridad? Se había olvidado de los muertos, de la petrificada sonrisa de Bennigsen, de Regnar que reposaba bajo las piedras junto al arctano despedazado, del hombre sin cabeza; hasta se había olvidado de la nube. La oscuridad lo aplastaba; los ojos inyectados en sangre buscaban en vano el inmenso cielo estrellado del desierto; allí, en aquellas arenas desoladas esperaba encontrar la salvación; corría sin ver. El sudor le resbalaba por los párpados; corría, impulsado por una fuerza cuya presencia permanente en él llegaba aún, por momentos, a asombrarlo. La carrera, la noche, parecían no tener fin. Ya no veía absolutamente nada cuando sus pies, de pronto, empezaron a chapotear cada vez más pesadamente, a hundirse. En un último acceso de desesperación alzó la vista al cielo y comprendió de golpe que había llegado al desierto. Tuvo tiempo aún de ver las estrellas por encima del horizonte; luego, mientras se le doblaban las piernas, buscó con los ojos el detector en la muñeca, pero no vio el cuadrante: estaba oscuro, y el instrumento silencioso. Había dejado atrás, en el río de lava cristalizada, a la muerte invisible. Ese fue su último pensamiento, porque cuando sintió contra la mejilla el frío áspero de la arena, cayó no en un sueño sino en una especie de sopor en el que todo su cuerpo seguía desplegando una actividad frenética, las costillas levantándose al agitado ritmo de la respiración, el corazón latiendo aceleradamente. De ese estado de duermevela del agotamiento total pasó a otro más profundo, hasta que al fin perdió la conciencia. Recobró el sentido con un sobresalto, sin saber dónde estaba. Movió las manos, sintió el frío de la arena que se le escurría entre los dedos,se sentó y gimió. Poco a poco fue recuperándose: la aguja fosforescente del manómetro estaba en cero. En la segunda botella había aún una presión de dieciocho atmósferas. Desatornilló la válvula y se levantó. Era la una de la mañana. Las estrellas, muy visibles, brillaban en el cielo negro. Buscó la dirección en la brújula y emprendió la marcha. A las tres tomó la última tableta. Poco antes de las cuatro el tanque de oxígeno quedó vacío. Abandonó entonces el aparato y prosiguió caminando, respirando al principio con recelo. Pero cuando respiró el aire frío de las horas que preceden al alba, echó a andar a paso más vivo, esforzándose por no pensar en nada más que en esa marcha a través de las dunas en las que a veces se hundía hasta las rodillas. Se sentía mareado, como ebrio, pero ignoraba si era a causa de los gases atmosféricos, o sólo por la fatiga. Se dijo que si conseguía hacer cuatro kilómetros por hora, llegaría a la nave a las once. Trató de regular la marcha con la ayuda del cuentapasos, pero sin resultado. La Vía Láctea dividía en dos partes desiguales la bóveda celeste, trazando una inmensa estela de luz blanquecina. Ya se había acostumbrado tanto a la tenue luminosidad de las estrellas, que esquivaba sin dificultad las dunas más altas. Chapoteaba sin cesar en la arena. Al cabo, allá en el horizonte sin estrellas, distinguió una silueta angular. Corrió, hundiéndose cada vez más en la arena, como un ciego, hasta que las manos tendidas hacia adelante tropezaron con un metal duro. Era un jeep, vacío, abandonado, acaso uno de los que Horpach enviara la víspera, u otro abandonado por el grupo de Regnar. Pero ni siquiera pensó en eso. Se quedó inmóvil, jadeante, abrazado al vehículo con ambas manos. El cansancio lo atraía hacia el suelo. Dejarse caer al lado del jeep, dormirse junto a él y a la mañana, cuando saliera el sol, reanudar la marcha… Trepó lentamente al casco blindado, buscó a tientas la manija de la portezuela, la abrió. Las luces del tablero se encendieron. Se dejó caer en el asiento. Sí, ahora sabía que estaba intoxicado, envenenado sin duda por el aire del planeta, pues no era capaz de encontrar el contacto, no recordaba dónde estaba, no sabía nada… Por último una mano tropezó al azar con la palanca, la empujó, el motor maulló ligeramente, y se encendió. Rohan levantó la tapa del girocompás; no conocía con certeza sino una sola cifra, la que indicaba el camino de regreso. Durante algún tiempo el jeep rodó en la oscuridad; Rohan había olvidado los faros… A las cinco de la mañana era aún de noche. Entonces vio, a la distancia, entre las estrellas blancas y azules, una estrella baja, suspendida sobre el horizonte. Una estrella de color rubí. Rohan parpadeó, confundido. ¿Una estrella roja? Imposible… Le pareció que alguien, seguramente Jarg, estaba junto a él y quiso preguntarle qué estrella podía ser ésa. De pronto, lo supo en un destello de lucidez. Era el reflector de la proa de El Invencible. Y ahora avanzaba en línea recta hacia esa gota de rubí, que brillaba en las tinieblas. La estrella se elevó lentamente hasta convertirse en una esfera brillante a cuyo resplandor el casco de la nave refulgía suavemente en la oscuridad. Un ojo escarlata parpadeó entre los cuadrantes del tablero y se oyó una vibración que indicaba la proximidad del campo de fuerza. Rohan apagó el motor. El jeep rodó hasta el pie de la duna y se detuvo. No estaba seguro de poder volver a subir al jeep si se apeaba. Metió la mano en un compartimiento y retiró el lanzallamas; como le temblaba la mano, calzó el codo entre los rayos del volante, se sostuvo el puño con la otra mano y apretó el gatillo. Una llamarada de un rojo anaranjado hendió la oscuridad. La corta trayectoria se transformó de pronto en una lluvia de estrellas, pues acababa de chocar con la pared del campo de fuerza, como contra un vidrio transparente. Rohan disparó una y otra vez, hasta que el percutor le devolvió un sonido hueco. No tenía más municiones. Ya lo habían visto, los primeros disparos habían sin duda alertado y movilizado a los hombres de guardia en la cabina de comando. Dos grandes reflectores se encendieron inmediatamente en la cúpula de la nave, y luego de haber barrido la arena, los haces blancos cayeron sobre el jeep. Al mismo tiempo, la rampa se inundó de luz y las lámparas eléctricas, como una llama fría, iluminaron la cabina del ascensor. En un abrir y cerrar de ojos las escaleras se poblaron de siluetas que se precipitaban por los peldaños, mientras en las dunas, no lejos de la nave, se iluminaban reflectores, y avanzaban a los tumbos, sacudiendo las columnas de luz. Por último, se encendieron los semáforos azules, indicando que la entrada al perímetro de protección había sido abierta. Rohan, que había soltado el lanzallamas, nunca supo en qué momento se dejó caer al suelo, al lado del vehículo. Con pasos vacilantes, exageradamente largos, erguido en toda su estatura, apretando los puños para vencer el temblor de los dedos, avanzó hacia la nave del espacio de veinte pisos de altura, que envuelta en una deslumbrante aureola de luz se perfilaba contra el cielo pálido del amanecer, majestuosa en aquella inmóvil grandeza, como si fuera realmente invencible. Digitalizado por http://www.librodot.com